El imperio eres tú (50 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Leopoldina perdió la paciencia y el control sobre sí misma que tan férreamente había mantenido siempre. Una noche, sentada en su secreter, escribió a Pedro la carta que pensó que nunca podría escribir:
«Hace un mes que el señor no duerme en casa. Desearía que el señor escogiese a una de las dos, o la marquesa de Santos o a mí, o si no que me diese licencia para retirarme junto a mi padre a Alemania.»
No la firmó «Emperatriz de Brasil», como de costumbre, sino «María Leopoldina de Austria», para poner distancia y recordarle su sacrificio de tantos años en Brasil. Pero el emperador no se dignó responderla, y esa indiferencia la mantuvo prostrada y abatida. Iba por el tercer mes de embarazo, y a las náuseas, los mareos y el calor se añadía el convencimiento de que ya sí, definitivamente, estaba muerta para el amor de Pedro. Dos días más tarde supo a través de sus criadas de confianza que su marido, después de leer la carta, había dicho a Domitila que le daba igual perder el imperio siempre y cuando conservase el objeto de sus deseos. Exasperada, Leopoldina tuvo una pesadilla y se despertó de madrugada encharcada en sudor. En su sueño se había visto sin fuerzas para la labor de parto y había asistido a su propia muerte… Al despertarse sobresaltada se incorporó y se secó la transpiración. Tosió por el humo de las hojas de tabaco que los esclavos quemaban para ahuyentar a los insectos. Mandó llamar a uno de los criados de su marido:

—Recoja toda la ropa del emperador y métala en baúles.

Vestida con un camisón ancho sujeto por pinzas, el pelo suelto y desordenado, se sentó en su mesa y, a la luz de un quinqué, se puso a escribir otra carta. Estaba enfebrecida, le temblaba el pulso y el criado se asustó al verla tan desbocada.
«Pido que os mudéis a casa de vuestra amante —
decía aquella carta—.
Por mi parte, me voy a residir al convento de Ajuda a la espera de que mi padre me mande buscar…»
Pero el criado no obedeció, no recogió ropa alguna y fue corriendo a casa de Domitila a avisar al emperador.

Era casi el amanecer cuando llegó Pedro a los aposentos de Leopoldina. Venía acompañado de Domitila, vestida con un traje de seda negro que daba por contraste una palidez inusual al tono de su piel. Él tenía aspecto desaliñado y se le veía afligido. Se acercó a la mesa, arrancó la carta y la leyó.

—Estoy consolando a una familia que está de luto y escogéis este preciso momento para…

—¿Una familia de luto?… —interrumpió Leopoldina con ironía—. ¡Descuidáis a vuestra esposa y a vuestra familia para atender a… —En ese momento miró a Domitila—. Al…, al padre de vuestra amante.

—¡Alteza…! —susurró Domitila, sorprendida por la franqueza de la emperatriz.

Pedro intervino. Estaba desorientado con esa reacción de su mujer:

—Os creéis todas las intrigas de las criadas y todos los cotilleos de los cortesanos…

—¡No soporto más vuestras mentiras! —le cortó tapándose las orejas con las manos.

—Conocéis la amistad que mi familia tenía con el coronel Castro. Mi amistad con su hija…

—Le habéis pagado un entierro suntuoso, y a vuestra familia le reducís los gastos de comida…, ¿creéis que nadie se da cuenta de vuestros tejemanejes? ¿Que Dios no es testigo de vuestros desmanes e injusticias?

Volviéndose hacia Domitila, añadió:

—… ¿Y de vuestros pecados?

—Lo mezcláis todo —intervino él—. Siempre habéis creído que esto era vuestra lujosa corte de Viena, y siempre habéis gastado más de lo que os correspondía… No hay mendigo en la ciudad que no haya recibido una limosna vuestra, y a veces más que una limosna. La casa imperial no dispone de fondos para que los distribuyáis como os plazca.

—¡Cómo podéis decir eso si le habéis pagado un palacete! —dijo señalando a Domitila—. ¡Si la colmáis de honores convirtiéndoos en el hazmerreír de la corte y de la nación entera!

—¡Os prohíbo hablar así!

Con los ojos inyectados en sangre, Leopoldina se volvió hacia Domitila:

—¿Qué le habéis hecho para que acabe perdiendo el juicio de esta manera? ¿Qué brujería habéis empleado, me lo podéis decir?

—Alteza, no es bueno que os alteréis así… —respondió mientras se acercaba al rostro de la emperatriz con un pañuelo.

—¡No me toquéis!

—Está bien, tomad… —le dijo entregándole el pañuelo.

—¡Salid de mis aposentos! No quiero veros aquí…

Pedro intervino:

—Es vuestra dama de honor y las órdenes en mi palacio las doy yo.

Leopoldina siguió desgranando un rosario de reproches dejando al desnudo tantas heridas tapadas durante demasiado tiempo. A pesar de que Pedro le hizo una seña para que se quedase, Domitila prefirió marcharse de la habitación. Los esposos continuaron intercambiando gritos y palabras duras que retumbaron en los muros del palacio, manteniendo al servicio bien despierto. Él todavía negaba la evidencia, lo que provocaba la exasperación de su mujer.

—Seguid mintiendo, emperador, seguid… Seguid humillándome e insultándome, pensando que no me doy cuenta de nada, que soy una dócil princesa enamorada… Ya no, Pedro. Ya no soy aquella mujer que sólo veía la vida a través del hombre que amaba. Ésa la habéis matado. ¡Allá vos y vuestra conciencia! Yo me marcho al convento de Ajuda, ya mandará mi padre a alguien para sacarme de aquí. No puedo más.

—¡No os vais de aquí! ¡Sois la emperatriz de Brasil!

—¡Soy una mujer engañada, pisoteada, insultada, ridiculizada…! No soy emperatriz, soy la mujer de un emperador de pacotilla… ¡Ésa soy yo!

Le miró fijamente a los ojos antes de continuar:

—¿Tenéis miedo del escándalo? Ya sé, me queréis de adorno, he vivido mucho tiempo engañada, pero se acabó, Pedro… ¡Haced emperatriz a vuestra concubina, a ver qué dirá el pueblo! ¡Yo me marcho!

Leopoldina se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta, pero Pedro, rojo de ira, temblando como si estuviera a punto de padecer uno de sus ataques epilépticos, intentó impedírselo. En el rifirrafe que siguió, acabó perdiendo el control y la empujó con fuerza al intentar detenerla. Leopoldina tropezó y cayó al suelo, retorcida de dolor. Al abrir los ojos, intercambió con su marido una mirada cargada de sombra y desesperación:

—Lo habéis conseguido… —le susurró con un hilo de voz—. Pensé que nunca llegaríais tan lejos, pero os habéis atrevido…, me habéis pegado, a mí y a vuestro hijo —balbuceó mientras señalaba su tripa—. Habéis perdido el juicio del todo, emperador. Ahora sí que me habéis matado… de verdad.

Pronunció esas palabras con una extraña parsimonia, como si hubiera recuperado la serenidad, hablando desde otro plano de la realidad. Era un tono tan sereno, tan nebuloso que Pedro, a pesar del calor agobiante, sintió un escalofrío. «¡Dios mío, qué he hecho!», dijo al dejarse caer de rodillas entre sollozos:

—Perdonadme, alteza, perdonadme…, os lo ruego, no quería haceros daño…

Leopoldina casi no podía hablar y le costaba respirar hondo. Sus ojos violeta tenían un brillo especial, que Pedro no le conocía. Ella le acarició el rostro con sus dedos débiles y apretó el índice contra los labios de Pedro. No quería oírle reconocer sus faltas y disculparse porque sabía que se enternecería. No quería perdonarle más.

75

El eco de aquella riña conyugal, transmitido por los criados y las damas de compañía, salió del palacio y viajó por la ciudad, penetrando en todos sus barrios, de los más pudientes a los más miserables, de los cuarteles del ejército a los barracones de los esclavos, de los lupanares a los conventos, de los tugurios del puerto a las mansiones de los aristócratas, y luego voló por encima de los cerros y las llanuras, llegando a todas las aldeas, todas las
fazendas
, todas la ciudades del inmenso país. La población vivió el empujón y otros decían la patada a la esposa del emperador como si éste se la hubiera dado en persona a cada uno de sus habitantes. Hasta entonces, Pedro era percibido como un ser original, excéntrico y ciertamente déspota, pero en el fondo fiel a sus principios liberales y con gran olfato para la política, lo que no dejaba de ser cierto. Sin embargo, a partir de ese momento era un hombre marcado por un acto de una vileza extraordinaria. Pegar a una mujer embarazada, aun en un país donde las mujeres eran tratadas muchas veces como bestias de carga, era de canallas, de escoria. Pegar a
nossa imperatriz
, la adorada Leopoldina, no tenía perdón de Dios. Su aura estalló en mil pedazos con aquel puntapié, por mucho que se hubiera arrepentido en seguida. Si Leopoldina había perdido el corazón de su marido, ganó para siempre el corazón del pueblo, que entendía lo que era ser maltratado por un poderoso. El pueblacho se identificaba con su dolor resignado, de buena cristiana, tan parecido al sufrimiento de los humildes. La noticia también cruzó el océano:
«… Escucha el grito de una víctima
—escribió Leopoldina a su hermana
— que de vos reclama, no venganza, pero sí piedad, socorro de afecto fraternal para mis hijos que van a quedar huérfanos y en poder de las personas que fueron autores de mis desgracias.»
Ese presentimiento de la muerte cercana no la abandonaría más.

Pedro estaba afectado y desconcertado. La larga pasividad del carácter de su mujer se había quebrado, y ahora era otra mujer que no conocía. No sabía hasta dónde podía llegar Leopoldina, pero tenía la sensación de que muy lejos. «Los alemanes son así —le dijo una vez el Chalaza—. Aguantan mucho, pero cuando llegan al límite se rompen y son capaces de cualquier cosa.» Ahora empezaba a entender el significado de esas palabras a las que no había dado importancia. El caso era que Pedro se debatía en un mar de dudas, donde todo se mezclaba: estaba preocupado por la salud de Leopoldina, y por cómo seguiría reaccionando; pero también tenía una urgente necesidad de huir de sí mismo. Tenía que irse por muchas razones; la más importante era su deber de participar en la campaña militar de la provincia Cisplatina. No podía echarse atrás, pues la maquinaria ya estaba en marcha. Además, pensó que la guerra le ayudaría a recuperar el prestigio perdido.

Cuando los médicos le dijeron que los males de su mujer se debían probablemente al embarazo, decidió no posponer sus planes y marchar tal y como había previsto. Quiso aprovechar el acto oficial del besamanos de despedida para dar una imagen conciliadora —sentía urgentemente la necesidad de rehacer su imagen— y pidió a Leopoldina que asistiese. Al principio, ella aceptó, pero cuando se enteró de que la marquesa de Santos estaría presente, se desdijo. Pedro reaccionó irritado:

—Los médicos dicen que estáis bien.

—Me encuentro muy débil, Pedro… Además, no quiero mostrarme en público junto a ella.

—¿Por qué no? Es eso lo que hay que hacer, precisamente para desmentir los rumores y todo lo que se dice sobre nuestra discordia…

Lo que buscaba Pedro era que este acto oficial sirviese para que Leopoldina, que ya no podía fingir más ignorar sus relaciones con Domitila, sancionase de una manera tácita el papel de la amante. La austriaca se negó en redondo.

—No pienso aceptar públicamente un vicio que repruebo —le contestó con una firmeza inusual en ella.

—Os he nombrado regente en mi ausencia, deberíais asistir. Es un acto protocolario…

Leopoldina negó con la cabeza y Pedro salió de la habitación dando un portazo. Se negaba a admitir que su mujer no era la de siempre, que se había transformado irremediablemente, que ya no se dejaba manipular.

La mañana del 24 de noviembre de 1826, la flota imperial compuesta por diez navíos de guerra estaba en la bahía de Guanábara lista para partir, con ochocientos hombres a bordo, entre oficiales y mercenarios. Pedro acudió al palacio a despedirse de Leopoldina, embutido en su deslumbrante uniforme de almirante. El cuarto estaba en penumbra; sólo entraba la luz de los rayos de sol que pasaban por las rendijas de las persianas. La encontró muy delgada, con la tez gris y los ojos hundidos bajo las cejas. Las líneas tan menudas que antes estaban ligeramente impresas sobre su rostro ahora lo surcaban por completo. Sus sienes estaban azuladas, el pelo, destrenzado. Sudaba mucho, ¿o quizá eran lágrimas de despedida?

—¿Cómo os encontráis?

—Bien —mintió Leopoldina.

—Si es necesario, puedo retrasar mi viaje unos días.

—No, Pedro, no… Me han dicho que la flota está lista… debéis cumplir con vuestro deber, que es partir y arreglar las cosas allí abajo. Yo me encargaré de las de aquí.

—Volveré pronto, en un mes estaré de regreso.

Leopoldina hizo un esfuerzo sobrehumano para alzarse en la cama.

—Tengo un regalo que quiero que guardéis…

Con su mano trémula y ardiente cogió un paquetito que estaba en su mesilla y se lo entregó a Pedro, que lo deshizo cuidadosamente. Era un anillo con dos pequeños diamantes y una inscripción en su interior con sus nombres respectivos y dos corazones. Leopoldina volvió a tumbarse, exhausta.

—Me estoy muriendo, Pedro… Cuando regreséis del sur, ya no estaré aquí.

Unos gruesos lagrimones corrían sobre sus mejillas desfiguradas, y le quemaban bajo el camisón.

—No digáis eso…

Pedro se esforzaba en mirar un grabado colgado en la pared que mostraba unas mariposas para contener sus ganas de llorar. Su mujer prosiguió:

—… Pero tengo fe, los que la vida ha separado se reunirán en la muerte.

Por primera vez, parecía que Pedro se daba cuenta de la inmensidad de los destrozos que había causado. En ese momento, hubiera hecho cualquier cosa para consolarla. Le hubiera dicho que de ella era su alma, su amor puro, y de su amante el cuerpo, y los placeres de la pasión…, pero no era del todo cierto, y ya la había castigado bastante con sus mentiras. De todas maneras, no podía hablar y la emoción le provocó un nudo en la garganta.

—Abrázame… —le pidió ella en un susurro.

Se inclinó, la tomó entre sus brazos y la apretó fuertemente contra su pecho. En ese momento rompió a sollozar como un niño. Leopoldina cerró los ojos. Qué precio tan alto había tenido que pagar por ese abrazo…, pero allí estaba, con la cabeza hundida en el pecho del hombre que amaba por encima de todo y que temblaba de puro llanto. Era un relámpago de felicidad en el umbral oscuro de la muerte.

—Quiero que sepas que te perdono —le dijo mientras le pasaba la mano por el cabello, como hacía con sus hijos—. Ojalá te perdonen todos y nadie te guarde rencor.

Mantuvo la mano de Pedro entre las suyas como para indicar que sólo ellos conocían el secreto de aquella despedida, tan sencilla, pero a la vez tan terrible por el miedo que suscitaba.

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