—Si no os unís al golpe, majestad, me temo que vuestra esposa, alegando vuestro juramento constitucional, intente forzaros a abdicar… Ella se ha hecho fuerte, no lo olvidéis.
—¿Pensáis que debo marchar al frente de estos soldados y encabezar la asonada?
—Sí, majestad… Estáis a tiempo de adelantaros a los acontecimientos y acabar siendo dueño de la situación.
Aquellos frailes sabían latín, pensó el monarca, que también sentía el peligro de las maquinaciones de su mujer. No había tiempo para dudar: debía tomar una decisión en el acto, que era precisamente lo que más detestaba. De nuevo se veía forzado a actuar en contra de sí mismo. ¿No era ése su sino desde que había nacido? A estas alturas no iba a luchar contra el destino, pero sí tenía que hacerlo para seguir siendo el rey de Portugal. De modo que, a regañadientes, salió al balcón a saludar a los soldados del regimiento n.o 18. Hacía tiempo que no sentía el calor del pueblo y aquellos vítores y gritos de adhesión reconfortaron su viejo corazón cansado y le animaron a decidirse. Dos horas más tarde marchaba al frente de esa tropa para ir al encuentro de Miguel, quien no tuvo más remedio que inclinarse ante su padre y aclamarle.
Al cruzar el océano, el eco de la
Vilafrancada
tuvo un efecto devastador sobre la moral de las tropas del general Madeira, que hasta entonces soportaban estoicamente el sitio de Bahía. Desde que Cochrane había bloqueado la ciudad por mar, la escasez de víveres y productos básicos había convertido la vida allí en un infierno. Los precios se habían disparado. Un solo huevo costaba lo que una docena en otros lugares, un pollo valía su precio en oro, las verduras y la mandioca habían desaparecido por completo. El hambre hacía estragos. Los portugueses intentaron romper el cerco, pero se encontraron con una feroz resistencia. En total, unos diez mil soldados se vieron envueltos en una batalla sangrienta que causó miles de bajas en ambos bandos. Pero no fueron ni el hambre ni la necesidad lo que hizo cambiar el rumbo de los acontecimientos, sino las noticias procedentes de Portugal. El general Madeira, presionado por la desmoralización de su tropa y por los civiles portugueses de Bahía que temían perder todas sus propiedades a manos del Imperio brasileño, decidió evacuar la ciudad y replegarse en San Luis de Maranhão, un puerto en la costa norte, al límite de la Amazonia, que todavía era fiel a la madre patria.
La mañana soleada del 2 de julio de 1823, desde la cubierta del
Pedro I
, lord Cochrane vio aparecer unos sesenta navíos cargados con unos doce mil colonos y sus bienes, escoltados por la flota portuguesa. Más o menos la misma cantidad de gente que había llegado en 1808 desde Lisboa para salvar el trono de la ambición de Napoleón. El escocés dio orden de dejar pasar el buque principal, el setenta y cuatro cañones
Dom João VI
, y las fragatas que lo escoltaban, para concentrarse en un transporte de tropas portugués que apenas ofreció resistencia. En su interior encontró documentos, muchos de ellos cifrados, que contenían datos sobre el destino de los que huían. Se enteró así de que la intención del general no era regresar a Lisboa, sino arribar a San Luis de Maranhão. Entonces su genio militar entró en acción: confiscó todos los uniformes y todas las banderas, cortó el contacto con los barcos enemigos y dio orden al capitán del
Pedro I
de poner rumbo a San Luis de Maranhão de un tirón. Entró en el puerto portando pabellón portugués y cuando los funcionarios subieron a bordo, les anunció que venía a conquistar la ciudad, que San Luis debía rendirse.
—Mi barco está lleno de marineros expertos dispuestos a todo —les dijo— y nos siguen muchos otros repletos de brasileños con hambre de pillaje. Ustedes verán.
El engaño funcionó. La Junta provincial anunció su lealtad al Imperio brasileño y lord Cochrane, en un alarde de caballerosidad, les permitió huir en sus barcos hacia Portugal en lugar de padecer la humillación de tener que rendirse ante los brasileños. De modo que cuando el
Dom João VI
, arribó a San Luis de Maranhão unos días después, el general Madeira descubrió que su santuario había caído en manos enemigas. No tuvo más remedio que dar media vuelta y poner rumbo a Lisboa. Trescientos cincuenta años después de que el almirante Pedro Alvares Cabral tomase posesión de esa tierra, la flota portuguesa se marchaba para no volver. Dejaba atrás una colonia transformada en país independiente gracias sobre todo a la conjunción del talento, la energía, la inteligencia y el olfato de cuatro personas de orígenes muy diferentes: un hispano-portugués, una austriaca, un brasileño y un escocés.
En menos de seis meses, lord Cochrane había consolidado el imperio de don Pedro I. La inversión que se había hecho en su contratación había sido altamente rentable, como lo había presentido el emperador.
64
La victoria de Cochrane atizó el fuego del patrioterismo. En todo el país, hordas de brasileños pidieron que se continuase con la labor de la independencia expulsando a los portugueses y confiscando sus bienes. El emperador formaba parte de los sospechosos de deslealtad, primero por haber nacido en Portugal y segundo porque ordenó trasladar a todos los prisioneros de la batalla de Bahía a Río, donde les dio la posibilidad de alistarse en el ejército brasileño. Esta medida, considerada indulgente por los «nativistas» (como se llamaba a los nacionalistas) pero imprescindible por el emperador, que necesitaba soldados como fuese, fue utilizada para denunciar «la peligrosa influencia de los portugueses en el ejército» en un periódico de Río llamado
O Tamoyo
, que por cierto pertenecía a los hermanos Bonifacio. Además corría el rumor de que Pedro y su padre, ahora restituido en su poder, habían llegado a un acuerdo para reunir Brasil y Portugal bajo el mismo cetro.
Para aplacar tanta suspicacia, Pedro se veía obligado a demostrar, siempre que se presentaba la ocasión, su compromiso con la causa de la independencia. Cuando llegó a la bahía de Río un emisario del rey Juan VI a bordo de un bergantín portugués enarbolando una bandera blanca, Pedro se negó a recibirle. Días más tarde, una corbeta también portuguesa fondeó en el mismo lugar sin izar la bandera blanca. Pedro ordenó capturarla como botín de guerra, mandó al emisario de vuelta en un barco de pasajeros, e hizo alarde de no abrir la correspondencia y las cartas personales que le mandaban sus parientes de Portugal, a pesar de que ardía en deseos de leer a su padre, de ver los trazos serpentinos de su caligrafía, de sentirle cerca aunque estuviera a cinco mil millas de distancia.
—No quiero saber nada de Portugal hasta que no reconozca la independencia de Brasil —declaró bien alto, para que lo oyesen sus adversarios.
Pero por muchos gestos que hiciera, nada bastaba para exonerarlo del pecado de haber nacido en Portugal. Como era sospechoso a ojos de la Asamblea Constituyente, los delegados buscaban limitar sus poderes, negándole el derecho a participar en la elaboración de las leyes. Llegaron a oponerse a la concesión de una condecoración a lord Cochrane en agradecimiento a los servicios prestados, algo que Pedro había propuesto porque pensaba que era justo. Los delegados, siempre dispuestos a socavar su autoridad, no pudieron negarle la facultad de nombrar al lord marqués de Maranhão, pero se opusieron a acompañar ese nombramiento de su correspondiente concesión de tierra, que es lo que de verdad interesaba al escocés.
La gota de agua que colmó el vaso de la paciencia de Pedro fue un hecho ocurrido al calor de uno de los debates, cuando Antonio Carlos Bonifacio, que se había ganado el apodo de
Robespierre
brasileño, declaró:
—¡Todos los nativos de Portugal, incluido el emperador, son enemigos potenciales de Brasil!
Un clamor surgió de la Asamblea que su presidente, un moderado, no consiguió aplacar. Cuando más tarde declaró cerrada la sesión, Pedro vislumbró desde la ventana del viejo palacio, adyacente al edificio de la Asamblea, cómo los dos hermanos Bonifacio salían a hombros de la multitud. «Ellos o yo», se dijo a sí mismo.
Harto de las discusiones interminables y estériles sobre el hecho de ser «portugués» o «brasileño», cansado de tantas reuniones tumultuosas que amenazaban la estabilidad del gobierno, temeroso de caer en un golpe propiciado por los republicanos o los patriotas, decidió disolver la Asamblea.
—No lo hagáis —le aconsejó Leopoldina, que temía que semejante medida incendiase la vida política e hiciese surgir la violencia.
—No podemos seguir así —le contestó Pedro—. La Asamblea es un caos permanente. Me amenazan sin ningún escrúpulo, no puedo seguir soportando esto…
—Sí, pero dirán que es abuso de autoridad y vuestros enemigos, tarde o temprano, se vengarán. Tened mucho cuidado.
Cuando esa noche fue a ver a Domitila, ésta le animó en sentido contrario:
—Líbrate de ellos de una vez —le dijo refiriéndose a los Bonifacio—. Sólo quieren usurpar tu poder.
Al final pudo más la influencia de la amante. Pedro reunió a su Consejo de Ministros y, muy solemnemente, les leyó el texto de un decreto que había preparado durante toda la noche:
«Por la presente declaro, como emperador y defensor perpetuo de Brasil, disolver la Asamblea y convocar otra… Que trabajará en un proyecto de Constitución que será dos veces más liberal que el que acaba de elaborar la Asamblea disuelta.»
Al conocer la intención del emperador, los diputados permanecieron toda la noche en vilo encerrados en el edificio de la Asamblea en lo que se dio a conocer como «la noche de la agonía». ¿Qué esperaban? ¿Que una facción de los militares impedirían este golpe de mano del emperador? ¿Que el pueblo se lanzaría a protegerles? Al igual que sucedió durante los acontecimientos de la Cámara de Comercio, Pedro se les adelantó. Al amanecer, mientras dos mil soldados del regimiento de caballería rodeaban el edificio, un oficial entregaba a su presidente el decreto imperial por el que se suspendía a la Asamblea en sus funciones. Hubo un bronco rumor de protesta, pero ante el despliegue de tantas fuerzas en la plaza, nadie se atrevió a resistir. La memoria de lo ocurrido en la Cámara de Comercio estaba bien presente en el ánimo de los diputados, de manera que al darles la orden de desalojo, la ejecutaron sin dilación. Salieron lentamente: unos cabizbajos, otros, por el contrario, con la barbilla alta, desafiantes. Martín Francisco y Antonio Carlos Bonifacio fueron arrestados, mientras una patrulla se dirigía a casa del viejo José a detenerlo.
Cuando el local estuvo desalojado, Pedro hizo su aparición montado en su mejor caballo. Al igual que sus oficiales, llevaba prendida en el pecho una ramita de cafetal, símbolo utilizado sobre todo por la oligarquía rural. Luego recorrió las calles junto a un grupo de oficiales. No había gritos de júbilo, ni vivas, sólo un inusual y pesado silencio. El pueblo, desengañado, se preguntaba si no había nacido un tirano. Pedro se recogió en la iglesia de Gloria, donde pidió amparo a la Virgen y le agradeció haber evitado el baño de sangre.
Leopoldina, que pensaba que los muchos enemigos que tenía Pedro nunca le perdonarían este golpe de mano, intentó oponerse a la decisión de su marido de enviar al exilio a Francia a José Bonifacio, a sus hermanos y a un grupo de delegados en el
Leuconia
, un carguero portugués previamente requisado y reacondicionado a tal efecto.
—Os lo ruego, Pedro, no los deportéis.
—No pueden quedarse aquí conspirando contra mí. Ya no se pueden quedar.
—Por favor, os lo pido.
—Que sepáis que se benefician de mi generosidad. Cada uno va provisto de una pensión anual de mil doscientos cincuenta dólares que viene del tesoro imperial. No les dejo en la indigencia.
—No mandéis a José al exilio, es un hombre valioso, aunque…
Pedro no le dejó terminar la frase:
—Si se queda aquí, tendré que encerrarle en una cárcel. Es mejor que se vaya.
Al embarcar en el
Leuconia
, el viejo científico lloraba. Sus ideales se habían estrellado contra la aspereza de la política y las maniobras torticeras de sus enemigos. Este viejo idealista había querido hacer un país libre, grande y justo. Libre y grande lo era, pero ¿sería justo algún día?, se preguntaba desde cubierta, con el corazón tan roto como sus sueños. Al oficial que lo escoltaba le dijo lo siguiente:
—Diga al emperador que estoy llorando por sus hijos, que son inocentes… Dígale que trate de salvar la corona para ellos, porque para él está perdida desde el día de hoy.
Para congraciarse con el emperador, antes de zarpar el capitán del barco propuso cambiar de rumbo, no ir a Francia y a cambio soltarlos en Lisboa, a merced del nuevo gobierno absolutista. Hubiera significado un juicio sin garantías y años de cárcel, quizá la ejecución, para los diputados.
—Nunca consentiré algo semejante, sería una felonía —le respondió Pedro, y le dejó con la sonrisa congelada.
Leopoldina perdía un amigo, un consejero, un apoyo. Estaba desolada. Ni siquiera le habían permitido despedirse de él. Fiel a su amistad, le escribió:
«He averiguado que esta mujer
(refiriéndose a Domitila)
ha recibido doce contos como premio a su trabajo. Lo he leído con mis propios ojos en una carta escrita por una mano augusta que así lo relataba.»
Con esta carta iniciaba una correspondencia que se prolongaría durante años, a pesar del riesgo que conllevaba hacerlo con el enemigo acérrimo de su marido. Esa correspondencia, Bonifacio la conservó toda su vida en una bolsa de terciopelo verde.
Domitila, por su parte, se libraba de un escollo importante que le impedía formar parte del círculo íntimo del emperador. En esa peculiar guerra, había ganado una batalla decisiva. En la recepción de la corte que se organizó semanas después para celebrar el primer aniversario de la coronación, hizo su aparición vestida de blanco, con una sonrisa radiante, un aire de triunfo y el rostro enmarcado por una guirnalda de capullos de rosa que contrastaban con su cabello de azabache recogido en un moño. A la altura del pecho lucía una rama de cafetal bien grande.
Mientras, dos militares que se presentaron como amigos de los hermanos Bonifacio, se ponían en contacto con Leopoldina. El plan que le propusieron contemplaba forzar al emperador a que abdicase para después mandarlo al exilio. Los Bonifacio querían hacer pagar a Pedro con la misma moneda.
—A continuación le entregaríamos a su majestad la corona de Brasil.