—¿Has sido tú quien ha escrito esto?
Felicio empezó a balbucear. Entonces el amante se dispuso a dar una lección al marido. Pedro se le acercó y le propinó una bofetada con todas sus fuerzas que resonó en la noche como un latigazo. En el rostro de los esclavos se dibujó una expresión de desconcierto casi cómica. El emperador trataba al capataz como nunca les había tratado a ellos; ese hombre debía de haber cometido una gran maldad, pensaron mientras los gritos de Pedro que abroncaban al ex marido rasgaban la noche. Al recordar las cicatrices en los muslos de su amada, aún se enfurecía más. Una vez le hubo dicho todo lo que pensaba, incluida una amenaza de muerte si volvía a chantajear a Domitila, sacó un papel de su alforja. «Vas a firmar esto», le ordenó, y Felicio obedeció en el acto. Era una nota por la que se comprometía formalmente a no molestar más a Domitila.
62
Los esclavos, siempre felices de encontrar una oportunidad para humillar al jefe, dieron a conocer esta anécdota que mostraba bien el carácter desmedido del emperador. Para Domitila, era una prueba de amor y del ascendiente que tenía sobre su amante. Le daba la impresión de que le conocía desde hacía muchísimo más tiempo del que habían pasado juntos por lo bien que sabía hacerle reaccionar. Era como una pianista que sabía tocar las teclas de su instrumento según la melodía que quisiera escuchar.
Y precisamente porque le conocía bien, también sabía lo volátil que era. Las frecuentes visitas de Pedro a la finca Santa Cruz, a casa de su hermana, la convencieron de que los rumores que le habían llegado a través de los esclavos y del servicio eran ciertos. Esos dos se habían entendido. Sabedora de la inquina y la envidia que le tenía Maria Benedicta desde la infancia, no se extrañó demasiado. Sin embargo, los celos se apoderaron de ella y se enfureció. Le entraron ganas de estrangularla. A Pedro le hizo una escena digna de una tragedia griega, alegando que se sentía traicionada por dos personas que adoraba, que no podría seguir viviendo así, que quería volver a São Paulo, abandonarle y olvidarle para siempre. El joven emperador escuchó la retahíla de lamentaciones sin pestañear. Curiosamente, parecía complacido. Que alguien le tratase de esa manera, le dijese las cosas a la cara, e incluso le insultase, le hacía sentirse un hombre. Nunca supo lo que significaba ser una persona normal, y la discusión con Domitila vino a recordárselo. Ella bordó su papel de amante despechada, hasta el punto de que Pedro se vio obligado a arrodillarse ante ella y a pedirle perdón. Y lo hizo de corazón. Reaccionaba como esos niños que en el fondo agradecen que les marquen los límites que han transgredido. En lugar de provocarle rechazo, que una mujer se atreviese a hablarle así le hizo sentirse más devoto de ella, si cabe. Qué bueno era dejar de ser emperador por unos momentos, ser un hombre y no un dios…
Sin embargo, aquella refriega amorosa le afectó lo suficiente como para olvidarse de supervisar el ensillado de su caballo. Ya en el recinto del palacio de San Cristóbal, el animal hizo un quiebro y Pedro perdió el equilibrio; intentó aferrarse al cuello con tan mala suerte que su pie izquierdo se quedó atrapado en un estribo. Había sufrido muchas caídas de caballo, unas treinta, y de todas había salido prácticamente ileso, pero ésta le dejó tirado en el suelo, gritando de dolor. Pidió socorro pero nadie le oía. Con dificultad, consiguió arrastrarse hasta la garita de la guardia, y allí le socorrieron. Como no podía tenerse en pie, sus guardias le llevaron en volandas hasta el palacio. Al verle llegar en aquel estado, Leopoldina se asustó y, acompañada de un criado, corrió a echarle una mano, a limpiarle las magulladuras y a confortarle. El médico que le atendió le diagnosticó fracturas de varias costillas y contusiones diversas que le afectaron el nervio ciático. Pedro veía con horror las diecinueve sanguijuelas que chupaban la sangre de su cadera para reducirle la inflamación. Leopoldina pensó que le iba a dar una crisis epiléptica porque, entre el dolor y el susto, Pedro estaba temblando como una hoja y tenía lágrimas en los ojos:
—¿Podré volver a montar, doctor?
Estaba aterrorizado. El caballo era la extensión de su propio ser, el instrumento de su libertad. Sin él se sentía como un paralítico. Montar era algo imprescindible para un hiperactivo como él, y además enamorado.
—Claro que sí —le tranquilizó el médico—. Debéis guardar reposo absoluto durante al menos tres semanas.
Era la primera vez en su vida que debía mantenerse inmóvil, y debía hacerlo envuelto en un corsé diseñado por un ortopeda portugués que se le clavaba en las costillas. El emperador pensó que aquello era un castigo del cielo por haber engañado a Domitila y a esa mujer bondadosa que ahora le pasaba un paño por la frente y que prometía, cuando estuviera curado, ofrecer un cuadro al óleo a Nuestra Señora de Outeiro en la capilla de Gloria. A modo de penitencia, Pedro juró también ir a encender una vela a la Virgen.
La cama con baldaquín de su dormitorio, por cuya ventana entraba un olor a hierba recién cortada y a madreselva y desde donde podía ver los pavos reales del jardín que le recordaban a su padre, se convirtió esos días en la capital del imperio. Excepto tres irreductibles republicanos, todos los miembros de la Asamblea acudieron a visitarle. El tema recurrente de conversación era el desorbitado poder de los hermanos Bonifacio, que muchos envidiaban y todos temían. Pedro, impaciente por demostrar su autoridad, por dejar sentado que nadie le marcaba la agenda, escuchaba de manera complaciente las insinuaciones de esa gente que, en circunstancias normales, ni siquiera hubiera atendido unos minutos. Unos le susurraban que José Bonifacio buscaba protagonismo, que su impopularidad podría afectar a su reputación imperial. Otros, que no debía permitir que su gloria fuese eclipsada por su más próximo colaborador. Que tantas y tan diversas personas repitiesen lo mismo que Domitila le había contado sobre la impopularidad de su ministro le hizo vacilar. El emperador era una persona muy influenciable.
A pesar de ese rosario de visitas, le costaba soportar el tedio de la inmovilidad. El tiempo se le hacía eterno, y el mejor recuerdo que guardó de aquellos días fue la visita sorpresa de su amante. Domitila llegó casi de madrugada. Había entrado en el palacio por una puerta trasera gracias a la inestimable colaboración del Chalaza, que hubiera hecho lo imposible por contentar a su amigo, aunque sólo fuese por agradecerle que le hubiera nombrado comandante del segundo batallón de su guardia personal. Ella se abalanzó sobre la cama de Pedro envuelta en un mar de lágrimas, diciendo que se sentía culpable del accidente y pidiéndole perdón. El súbito cambio de papeles —él era la víctima y ella la culpable—, permitió una reconciliación inmediata. Domitila le dijo que se consideraba en deuda con él por haberle solucionado el divorcio, por haberla traído del pueblacho de São Paulo a la capital; le dijo que le quería con todas las fibras de su ser porque al hacerla su amante la había tratado con cariño, con ternura, la había sacado de la indiferencia y el tedio. Se mostró sumisa y reconocida:
—Perdóname, no soy nadie…
—En la cama eres mi igual —le contestó él con socarronería— y a veces mi dueña y señora.
Ella le sonrió con picardía y se acercó a besarle.
Fue una visita corta, por miedo a que fuese descubierta por alguna dama de compañía o alguna criada de Leopoldina, y dejó en ambos un regusto agridulce. Pudieron verse, tocarse, abrazarse y besarse, pero ella se tuvo que marchar casi como si fuera una delincuente, envuelta en su capa negra, a hurtadillas. No le gustaba ese papel y a él, acostumbrado a hacer su santa voluntad, tampoco. ¿No podía un emperador vivir como le viniera en gana? Ya barruntaba planes para remediar la situación y hacer «oficial» la presencia de su amante en la corte.
En los últimos días de su convalecencia llegó a sus manos una carta anónima que atribuía a los tres hermanos Bonifacio actos de injusticia y que anunciaba una conspiración contra el emperador. ¿Estaba Domitila detrás de esa carta, como aseguraban las malas lenguas? Pedro no lo creía. Sin embargo, la carta le escamó, porque hasta entonces se sentía muy seguro de su poder. Si siempre había actuado confiando ciegamente en las informaciones de José Bonifacio para solventar un problema de amenaza de orden público, ahora sentía que debía pararle los pies. No sólo en nombre de la libertad sacrificada, sino también por precaución. No dudaba de su lealtad, pero había llegado el momento de dar un golpe en la mesa, de demostrar, como decía Domitila, quién mandaba de verdad.
Hizo que Bonifacio acudiera a su cama de convaleciente. El hombre llegó tarde, ya entrada la noche. Sabía que habían estado desprestigiándolo y se le veía desconfiado. Pedro, encorsetado y sentado en la cama, estaba apoyado sobre un almohadón. Le señaló unos papeles que había a sus pies, sobre la colcha.
—Quiero que los leáis…
La expresión de Bonifacio no podía ocultar su descontento. Lo que estaba leyendo era una serie de decretos para liberar a todos los prisioneros políticos de Río y de las provincias, así como para anular todas las órdenes de deportación. Por orden del emperador, autoridad suprema. Todos aquellos papeles se habían firmado sin haberlos consultado siquiera con el viejo ministro, como había sido la costumbre hasta entonces. Esta vez, no había lugar a que se votase una ley de amnistía en la Asamblea.
—Me esperaba algo así… —le dijo.
Luego se produjo un largo e incómodo silencio. Parecía que dudaba si debía decir lo que estaba pensando o no. Finalmente, se atrevió:
—Estoy informado de que es la voluntad de la señora Domitila de Castro… y que sus familiares han recibido algo por ello.
Pedro respiró hondo para controlarse y desviar el ataque.
—La señora de Castro no tiene nada que ver en esto. Hay personas injustamente encerradas y maltratadas y he preparado estos decretos por ellas. Hay que curar las heridas de este país, no echarles sal…
—Si están en prisión es porque son sospechosas de actos delictivos. Las amnistías son para los culpables, no para los inocentes —replicó Bonifacio—. En las circunstancias actuales, la conveniencia y la política aconsejan que el perdón sea otorgado después del juicio, no antes. Os ruego revoquéis estos decretos que socavan completamente mi autoridad y la de mis hermanos.
—No voy a hacerlo. La gente se queja de falta de libertad, de despotismo, y se supone que tenemos que luchar por la libertad, no al contrario.
—Me permito recordaros que quien está actuando como un déspota sois vos, emperador. Con estos decretos, anteponéis vuestra voluntad a la de la Asamblea, que ya se pronunció en la votación.
El hecho de que Bonifacio sacase a la luz su contradicción le exasperó:
—¡¿Cómo os atrevéis a llamarme déspota?! —gritó Pedro, fuera de sí—. ¡Bien sabéis que detesto el despotismo y las arbitrariedades!
—La libertad sin orden no es libertad.
Hubo un silencio. Pedro estaba rojo de ira. Bonifacio prosiguió:
—Emperador, no merece la pena seguir discutiendo…, es bien sabido que se ha depositado dinero para conseguir esa amnistía y yo no quiero que mi nombre esté asociado a un negocio tan vergonzoso.
En un impulso de rabia, Pedro intentó levantarse para agredirle, pero al hacerlo rompió el corsé que le sujetaba y pegó un alarido.
—¡Me estáis insultando! ¡Estoy harto de vuestra tutela! —le gritó esgrimiendo una mueca de dolor.
Bonifacio esperó a que Pedro se calmase y recobrase el resuello. Los gritos habían provocado la aparición del ayuda de cámara del emperador, a quien Pedro dio la orden de dejarles solos. Cuando salió, el viejo científico dijo:
—Emperador, os presento en este mismo momento mi dimisión irrevocable.
Dio media vuelta y salió de la habitación. El hombre que había sido un instrumento clave para la independencia se había quemado en las brasas de la política y las intrigas. No sólo Pedro perdía a un valioso colaborador; la emperatriz Leopoldina se quedaba sin un amigo de confianza, alguien que hacía el papel de padre, como lo había sido Juan VI en otra época.
Volvió a embargarla una angustiosa sensación de soledad, agravada por el miedo de que su marido, sin la tutela de los hermanos Bonifacio, perdiese el norte en el marasmo de la política. A estas alturas se le hacía más difícil no aceptar la evidencia de que su marido y Domitila eran amantes. Había demasiados rumores que implicaban a Domitila, de manera pública y notoria, en la persecución y caída de Bonifacio. El truco del mal de Lázaro había dejado de funcionar.
63
El fracaso que para Portugal supuso la independencia de Brasil fue hábilmente explotado por Carlota Joaquina, quien, agazapada en la Quinta de Ramalhão, esperaba su oportunidad como un tigre al acecho. Y ésta le llegó de España, cuando la Santa Alianza envió tropas francesas para restablecer la monarquía absoluta. Su hermano Fernando, el llamado rey Felón, cambió de chaqueta y, seguro de su renovado poder, se dedicó a perseguir con saña a los liberales, restableció los privilegios de los señoríos y los mayorazgos, cerró periódicos y universidades. Hasta consiguió restablecer la Inquisición, creciendo la influencia del clero como en siglos anteriores. Portugal se contagió de ese fervor tradicionalista y se produjo un levantamiento absolutista. La oscuridad volvía a caer sobre la Península, pero Carlota vio la luz al final del túnel de su propia ambición.
—Miguel, ha llegado tu hora —le dijo solemnemente a su hijo.
Lo envió a Vila Franca, a un regimiento de infantería que se unió a los rebeldes absolutistas al grito de: «¡Viva la monarquía absoluta!» La
Vilafrancada
fue una de las muchas revueltas instigadas por el clero y por Carlota Joaquina para restaurar el antiguo Portugal, enemigo del libre pensamiento y entusiasta de la religión y la monarquía. ¡Qué cerca veía el sueño de que su familia reinase conjuntamente sobre toda la península Ibérica! Sólo faltaba que se cumpliese la última parte de su plan: obligar a su marido, ese traidor que había jurado la Constitución, a abdicar a favor de su hijo Miguel. Entonces el mundo volvería a tener el sentido que tenía para ella cuando, de niña, le inculcaban el amor por la monarquía y los valores eternos del imperio español.
Don Juan se encontraba en el palacio de Bemposta, llevando una vida tranquila en compañía de frailes. Extasiado en la capilla, escuchaba unos cantos gregorianos cuando, de repente, un alboroto que venía del exterior interrumpió ese momento privilegiado. Unos frailes azorados le anunciaron que se habían disuelto las Cortes, que el Parlamento se había cerrado y que el regimiento de infantería n.o 18 estaba en la plaza frente al convento lanzándole vivas como rey absoluto. Quizá unos años antes semejante noticia le hubiera llenado de alegría. Ahora no. Su máxima ambición ya no era el poder absoluto, sino reunir ambos reinos —el de Brasil y el de Portugal— bajo una misma corona en un sistema de monarquía constitucional. Don Juan no había jurado la Constitución en vano; se había convencido de que un sistema «a la inglesa» podría salvaguardar la unidad del mundo portugués, que para él era lo primordial. Esas consideraciones, añadidas al hecho de que intuía que detrás del golpe estaba la mano de su mujer, le hicieron desconfiar. Su viejo instinto de superviviente se puso en marcha. Se reunió con sus consejeros para analizar la situación.