El imperio eres tú (6 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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La suya había sido una torpeza de mujer desesperada. El día de la partida de sus dos hijas mayores a España, Carlota quiso acompañarlas y permaneció a bordo del
Sebastião
todo lo que pudo, hasta dejar atrás el Pan de Azúcar. Agarrada a la borda, cerró los ojos: por un momento se encontraba donde siempre había querido estar desde que había llegado a Río, en la cubierta de un barco que la devolvía a Europa. Pero la ensoñación duró poco. Un bergantín abordó el buque. Venían a recogerla. Carlota se despidió de su hija Isabel, la que iba a casarse con su hermano Fernando, y de paso convertirse en lo que Carlota siempre soñó ser, en reina de España. La boda de su otra hija, María Teresa, sería con su primo Gabriel de Borbón. Con el corazón herido, Carlota desembarcó en Praia Vermelha y permaneció largo tiempo sentada en la arena, viendo cómo el barco desaparecía en el horizonte, llevándose sus mejores sueños y dejándola un poco más sola.

9

Mientras tanto, en Viena, se acercaba el día del casamiento por poderes. El acto religioso, que fue precedido por la renuncia de Leopoldina a la nacionalidad austriaca, fue fijado para el 13 de mayo, día del cumpleaños de don Juan. La archiduquesa, que era supersticiosa, consideró que era un día aciago, y rogó a Marialva que lo pospusiese. Su madre había fallecido un día 13 y también otro 13 Austria había perdido una gran batalla… Quizá no fuese la superstición lo que empujase a Leopoldina a pedir la elección de otra fecha, sino algún inexplicable presentimiento:
«No podéis imaginar
—escribió a su hermana
— cuántas ideas y sentimientos pasan por mi cabeza, dividida entre la alegría de mi enlace tan feliz y el dolor de la separación de todo lo que me es querido.»
Se debatía en un conflicto de emociones:
«Estoy llena de angustias, pero no desanimada, porque confío en la Divina Providencia que sin duda me dejará ser feliz, pues en caso contrario no habría recibido este destino.»
Marialva no pudo satisfacerla y el 13 de mayo de 1817 tuvo lugar en la Capilla Imperial del palacio de Viena el casamiento por poderes de la archiduquesa Leopoldina con don Pedro, príncipe heredero del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, representado por el archiduque Carlos, hermano del emperador y primer vencedor militar de Napoleón. La suerte estaba echada, ya no había vuelta atrás. Para Leopoldina daba comienzo el viaje de su vida.

Marialva, empeñado en celebrar la boda con mayor pompa y esplendor que nunca, había ordenado construir un palacio de verano en la finca imperial de Augarten con capacidad para entretener a dos mil personas. Los cuarenta platos del convite fueron servidos en bandejas y cubertería de plata sobre vajilla de la porcelana más fina. En la mesa de honor, excepto la cristalería de Bohemia, todo era de oro macizo: los cuchillos, los tenedores y los platos. Marialva observaba triunfalmente el asombro de sus invitados. Había conseguido emular el esplendor de las recepciones de los emperadores mogoles de la India que conocía por haber leído las crónicas de los primeros viajeros portugueses. El ufano marqués estaba henchido de orgullo: había realizado espléndidamente la tarea que le había sido encomendada por su rey.

Leopoldina se mostraba feliz, disimulaba sus dudas y sus miedos:

—No os preocupéis por el largo viaje —les decía a sus amigos—. Para mí no existe mayor placer en este mundo que ir a América.

A su hermana le escribió esos días lo siguiente:
«Sí, tengo valor, pues sería inútil tener miedo. El viaje no me asusta, creo que está predestinado.»
Su profunda fe en Dios explicaba que una joven como ella no tuviese miedo de enfrentar los peligros de un viaje tan largo a una colonia tan extraña y agreste como lo era Brasil en comparación con Europa en aquella época, dejando atrás todo lo que conocía y amaba, sus parientes, sus amigos, su confort, sus costumbres, su mundo. Leopoldina era profundamente devota y piadosa, pero no expresaba sus verdaderos sentimientos religiosos a casi nadie, excepto a sus amigas más íntimas y a sus hermanas. Durante su noviazgo se había dedicado a escribir en un cuadernillo forrado de seda verde una especie de diario religioso que llevaba el título de
Mis resoluciones - Viena 1817
. En el primer capítulo se comprometía a levantarse y acostarse
«siempre a la misma hora, evitando el exceso de sensualidad durante el reposo».
Los viernes y sábados prometía hacer algunas pequeñas mortificaciones, como
«prohibirme comer algún plato en el almuerzo, o esquivar alguna actividad divertida, pero todo eso sin que nadie lo note».
Más adelante, se comprometía a repartir el mayor número de limosnas posible,
«evitando gastar en todo lo fútil para poder auxiliar a un mayor número de desgraciados».
Por formación y por carácter, era lo más opuesto a su marido que pudiera imaginarse:
«Mi corazón estará eternamente cerrado al espíritu perverso del mundo. También estarán lejos de mí el lujo nocivo, los ornamentos indecentes, las frivolidades y las
toilettes
escandalosas… Guardaré inviolablemente la fidelidad debida a mi marido y evitaré toda familiaridad con personas de otro sexo.»

Así era la esposa que embarcó el 15 de agosto de 1817 a bordo del
Dom João VI
, un setenta y cuatro cañones de los cuales se habían sacado sesenta para hacer sitio y dar cabida a un nutrido séquito compuesto por damas de compañía, mayordomo, seis aristócratas húngaros, seis guardias austriacos, un bibliotecario, un consejero religioso y un capellán. Sus eminencias fueron recibidas por la tripulación en fila, y los marineros lucían uniformes de gala de terciopelo rojo y lanzaban vivas a la hija del emperador. Una orquesta encargada de distraerla durante la travesía y formada por dieciséis músicos ensayaba en cubierta mientras eran estibadas en la bodega cuarenta y dos cajas, de la altura de un hombre cada una, que contenían, aparte de su ajuar, su biblioteca, sus colecciones y regalos para su familia política. Para una joven que nunca había conocido otro ambiente que no fuese el de su familia, la despedida fue dura. En aquel momento, su entusiasmo romántico por el Nuevo Mundo y el amor que sentía hacia su marido desconocido fueron remplazados por el desgarro que suponía separarse de sus padres, de sus amigos, de los paisajes de castillos, verdes prados y montañas nevadas que la habían acompañado desde su más tierna infancia. A su llegada a Livorno de noche, vio el mar por primera vez. Luego descubrió los navíos iluminados, como dos flamantes colosos, reflejándose en las aguas tranquilas de la bahía. Se puso a temblar de emoción.

Sin embargo, no iba sola; en otro barco, el
Austria
, viajaba un grupo de científicos, protagonistas de la que se convertiría en la más famosa expedición científica de la época, encabezada por el botánico bávaro Von Martius, de veintitrés años, su colega Von Spix, un experto en mineralogía, un zoólogo, un entomólogo, y varios artistas, incluido el pintor Thomas Ender. La boda de Leopoldina sirvió de pretexto para que se iniciase una de las mayores aventuras científicas del siglo XIX, durante la cual los expedicionarios recorrerían más de diez mil kilómetros por el interior de Brasil, descubriendo tribus, catalogando especies desconocidas de animales y plantas, trazando mapas y describiendo minerales. Don Juan podía estar contento: su nuera no sólo aportaba el prestigio de su dinastía, sino también la cultura de Europa al corazón mismo de Sudamérica.

Cuando se levantó viento y llegó el momento de zarpar, el ancla quedó enrocada en el fondo, y los marineros tuvieron que efectuar difíciles maniobras para izarla, con un mar cada vez más encabritado. Al sacarla, vieron que venía enganchada a una ancla de piedra del tiempo de los etruscos. Como eran supersticiosos, interpretaron aquel percance como un mal presagio.

10

«¡Jodido hijo de su madre!», clamaba Carlota Joaquina refiriéndose a su hijo mientras se acicalaba para ir a San Cristóbal. Vivía lejos, a unos veinte kilómetros, en un lugar muy distinto a la finca de su marido, con otro tipo de encanto. Era una mansión tropical ubicada al borde de la playa de Botafogo. A Carlota le gustaba oír el oleaje desde su dormitorio; decía que la cercanía del mar le era saludable. Vivía con sus tres hijas pequeñas, y parte del tiempo con su hijo Miguel, el gamberro mayor del reino, que aunque oficialmente residía con su padre y su hermano en San Cristóbal, pasaba largas temporadas con ella. «Está muy enmadrado», comentaban los criados.

Salió muy maquillada para disimular el constante enrojecimiento de su nariz. Tenía el pelo rizado y ralo, el rostro afilado, y lucía una piel áspera por las cicatrices de viruela. Nunca le apetecía ver a su marido, pero esta vez era una necesidad. El problema era grave. Acababa de enterarse a través de una de sus peluqueras de que Pedro había dejado embarazada a la bailarina francesa, «esa puta», como la llamaba. Aparte de deslenguada, era dura y porfiada. Que no hubiera conseguido utilizar el pretexto de la boda para forzar el regreso de la familia a Portugal no significaba que estuviera en contra del enlace. Al contrario, era perfectamente consciente de que esa unión era un negocio buenísimo, y no estaba dispuesta a renunciar a que su hijo se convirtiese en yerno del emperador Francisco II en un momento en que, derrotado el imperio napoleónico, la Santa Alianza irrumpía como una gran potencia. Aquella boda no sólo representaba una oportunidad para enriquecer a su hijo, sino que esperaba que la influencia austriaca le amansara. Además, aquella unión traería algo de civilización a Brasil y acercaría al país a aquella Europa que tanto añoraba. Aunque siempre había despreciado Portugal, ese país pequeño y atrasado que, bajo la batuta de su marido, no había conseguido unirse con España, lo prefería mil veces a Brasil, «país de negros y piojos», como lo llamaba.

—¡Decidle al cochero que a San Cristóbal! —gritó a su criado mientras subía por una escalerilla especial que, al ser tan pequeña, necesitaba para subir a los carruajes.

No entendía por qué su hijo se rebelaba contra la anunciada boda. «Que tenga a esa puta francesa de amante, pero que se case con la austriaca, coño, lo uno no quita lo otro», le soltaba a su secretario. «¿No me casaron a mí cuando todavía era niña? Se suponía que mi boda debía servir para estrechar los vínculos entre países vecinos, y mira, ¡yo encerrada en Brasil, Portugal bajo la bota de los franceses y el Imperio español descoyuntándose!»

En la época en que fue decidida la boda de la infanta Carlota, los Borbones y los Braganza buscaban fortalecer la península Ibérica, amenazada por las rivalidades entre las grandes potencias de la época, Francia y Gran Bretaña. Su boda la habían urdido su abuelo, el rey de España Carlos III, y María I de Portugal, la reina loca que acababa de morir. Carlota siempre estuvo resentida por el hecho de que ni su padre ni su madre pareciesen afectados por perder tan pronto a su hija. Le costó entender que era ley de vida: los hijos de la realeza rara vez tenían padres que les prestasen atención. Las princesas se casaban por deber, y punto. En sí mismo, aquello ya era considerado un gran honor. Sin embargo, la indiferencia de sus padres ante sus sentimientos de niña le dejó una llaga en el alma.

«Nunca…, nunca olvides que eres una Borbón», le había dicho su abuelo al despedirse bajo el porche del palacio de Aranjuez, un día soleado de primavera cuando Carlota Joaquina marchaba para Portugal a encontrarse con un marido que no conocía. Acababa de cumplir diez años. El monarca la miró directamente a los ojos como si quisiese subrayar la importancia de su último consejo y la apretó fuertemente contra su pecho. Nunca más volvería la niña a ese lugar, ni volvería a ver esa figura seria y austera que encarnaba la grandiosidad de un imperio a punto de extinguirse, y la nostalgia iba a carcomerle el corazón. Tampoco nunca olvidaría las palabras de su abuelo, al que adoraba. Toda su vida les fue fiel, aunque para ello tuvo que conspirar contra su marido, su familia política, su país de adopción. Hasta intentó usurpar el trono de su esposo para que los Borbones reinasen sobre la Península entera. Cuando Napoleón colocó a su hermano Fernando como rey, ella puso sus ojos sobre el trono de España. Luego quiso ser virreina de La Plata. Seguía elucubrando planes grandiosos para encontrar su lugar en un mundo que se desmoronaba.

—¡Ésos! —gritaba desde el interior de su carruaje a sus guardias de corps, que la escoltaban a caballo e iban siempre con el sable desenvainado—. ¡Me están faltando el respeto!

A su paso, todos los transeúntes debían apearse de sus monturas y, sombrero en mano, arrodillarse con una reverente inclinación. Los que se negaban eran amenazados por los escoltas de la reina, con el sable o con el látigo. En sus paseos diarios, obligaba hasta a los diplomáticos extranjeros y a los comandantes de los navíos de guerra a apearse de sus carruajes, lo que provocaba incidentes desagradables. El propio lord Strangford, el altivo embajador de Gran Bretaña, había recibido en 1814 varios latigazos por no estar de acuerdo con aquel protocolo que le parecía servil y anticuado. Con quien no pudo Carlota fue con el embajador de Estados Unidos, Thomas Sumter, que en una ocasión fue insultado por uno de sus escoltas por no arrodillarse. Sólo se había quitado el sombrero. El americano, hijo de un héroe de la revolución contra Gran Bretaña, se encaró y mandó decirle que a partir de ese momento se defendería pistola en mano, y de hecho, en dos ocasiones más, obligó a los esbirros de Carlota a retroceder. Poco más tarde, la esposa de Sumter fue alcanzada por una pedrada que le causó una grave herida en el rostro; nunca se descubrió al autor, pero en Río todos sospechaban que doña Carlota había estado detrás del atentado. Sí, era vengativa y también peligrosa.

A pesar de todo esto, hubiera podido ganarse la simpatía de la gente si no hubiera sido por su desmedida soberbia. Su poco agraciado aspecto físico contrastaba con su altivez imperial. Apenas medía metro y medio, pero tenía una idea muy alta de sí misma: al fin y al cabo, sin contar con su herencia española, era tetranieta de Luis XIV, el rey sol, y tataranieta de Luis XV, los reyes más carismáticos de toda la historia de Francia. Esa sangre azul que hervía en sus venas le hacía menospreciar las ideas avanzadas que recorrían Europa y todo lo que tuviera que ver con el pequeño país donde le había tocado vivir nada más casarse, incluido su marido. ¿Qué eran los Braganza comparados con los Borbones? Unos advenedizos, meros nobles de provincia, según ella.

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