Ambos hermanos habían crecido un poco a la buena de Dios, producto de un entorno familiar donde casi nadie daba importancia al saber y a la cultura, en un ambiente donde se consideraba lo más natural del mundo que el hijo de un europeo o criollo tuviese su propia esclava para su disfrute sexual, donde lo que se valoraba era que los jóvenes anduviesen pronto con mujeres, que fuesen conquistadores, desfloradores de mocitas y que utilizasen gestos y palabras obscenas para no ser tildados de afeminados. Eso era válido en todo el espectro social, de la plebe a la corte.
Antes de llegar a Brasil, cuando aún vivían en el palacio donde nacieron, allá en Queluz cerca de Lisboa, las criadas brasileñas, con su piel canela y su desparpajo, habían contribuido eficazmente al despertar de sus sentidos. De la sexualidad precoz de Pedro habían sido víctimas las doncellas que de niño le lavaban la ropa, le vestían y le acicalaban los días de gala. Rosa, la enana brasileña que se había convertido en mascota de su abuela la reina María, se dejaba manosear entre los muslos cuando no había nadie alrededor.
Aunque de pequeños hacían todo lo posible para huir de las restricciones que les imponía su condición de príncipes, Pedro y su hermano Miguel no tenían más remedio que asistir a las ceremonias oficiales. Ambos se aburrían, aunque Pedro las soportaba mejor. De niño hacía como su padre, extendía la mano para recibir los besos reverenciales de los adultos, pero pobre del chiquillo que se le acercaba porque entonces la levantaba bruscamente y le daba un fuerte manotazo en la barbilla. Y contenía la carcajada mientras los padres se llevaban a su estupefacto retoño para evitar un escándalo.
Le llamaban don Pedro desde que tenía uso de razón. Al principio, su destino no era ser el primero en la línea de sucesión, porque no era el primogénito. Eso es algo que le correspondía a su hermano mayor, que se llamaba Antonio. Hasta que un día, siendo muy niño, Pedro sintió un gran revuelo a su alrededor; vio a su madre llorar y a su padre invocar, con el puño alzado al cielo, la maldición de los Braganza, una leyenda nacida siglos atrás después de que un rey de Portugal agrediese a patadas a un monje franciscano que le pedía limosna. El fraile, en represalia, juró que jamás un primogénito varón de los Braganza viviría lo bastante para llegar al trono. Y aquella maldición se repetía, generación tras generación, con una precisión escalofriante. A través de un ventanal del palacio de Queluz, el pequeño Pedro vio alejarse un cortejo de gente vestida de negro por una alameda bordeada de cipreses, encabezado por un grupo de cortesanos que llevaba a hombros un pequeño féretro blanco. Le dijeron que en esa caja iba su hermano mayor derecho al cielo. Había muerto de fiebres a los seis años de edad. Dentro del palacio sólo se oía el alarido desesperado de su abuela, la reina María, que ya estaba senil. Más tarde, cuando regresaron los integrantes del cortejo y el ambiente se hubo serenado, unos potentes brazos le levantaron del suelo. Era su nodriza, que llevaba la cabeza cubierta con una mantilla negra y tenía los ojos enrojecidos; le miró fijamente a la cara, tan parecida a la de su hermano muerto, y le dijo: «Pedro, ahora tú, un día, serás rey.»
Entonces su vida cambió. Hasta ese momento, su padre no se había preocupado de dar a su hijo más formación que la que él había recibido como segundo en la línea de sucesión. Es decir, bien poca. ¿Para qué instilar nociones de historia, geografía o el arte de gobernar a un niño si en principio no estaba destinado a reinar? Ése era el razonamiento de la época.
Treinta años antes, tampoco don Juan había recibido una educación esmerada porque quien estaba destinado a reinar era su hermano mayor, José, un joven apuesto, inteligente, de carácter decidido e independiente que no pudo escapar a la maldición y murió a los veinticinco años de edad. De pronto, don Juan y su mujer Carlota Joaquina se vieron catapultados a un lugar de preeminencia, el de príncipes y futuros herederos del trono. Ella estaba feliz porque era ambiciosa, pero él se sentía desdichado. Más tarde, don Juan, o Juan el Clemente, como le llamaban sus vasallos, asumió la regencia cuando la reina María fue declarada incapaz de gobernar debido a su enajenación mental, pero lo hizo a regañadientes. Le daba pánico enfrentarse a responsabilidades para las que nunca se había sentido preparado y que nunca había deseado. Era un hombre indeciso, tímido, indolente, miedoso, chapado a la antigua. Nunca había mostrado interés especial ni por las letras ni por las ciencias ni por la forma de gobernar. De hecho, siempre redactó mal, con errores de ortografía y sintaxis. Toda su vida había vivido en compañía de frailes y, en el fondo, él se sentía también un poco monje. Aficionado a la música sacra, su mayor vicio era la glotonería, y si de joven le gustaba cazar, era sólo porque le permitía hartarse de carne de venado.
Al morir su hijo primogénito, don Juan quiso recuperar el tiempo perdido con Pedro y le designó un tutor que tuvo muchas dificultades para mantener la atención del niño, nada acostumbrado a estudiar. Una vez llegados a Brasil, siguió cuidando de que su hijo tuviera buenos maestros, hombres como fray Antonio de Arrábida, confesor y preceptor de religión, un hombre culto y piadoso, que supo inculcar en Pedro cierto respeto por el conocimiento humanista. O João Rademaker, un diplomático de origen holandés que hablaba casi todos los idiomas europeos y que le enseñó rudimentos de matemáticas, lógica, historia, geografía y economía política. Pero ninguno de los dos tuvo un ascendiente real sobre su espíritu indómito, ninguno le dejó su impronta. ¿Cómo hubiera sido posible, si nunca le exigieron más de dos horas de estudio formal al día? El esfuerzo de concentrarse le dejaba mentalmente agotado. Cuando se aburría con una lección, simplemente dejaba plantado al tutor y se largaba. Se iba a las cuadras reales a domar a sus potros y hacía restallar su grueso látigo de carretero mientras repartía órdenes entre los esclavos. El trato con la gente común le permitió muy pronto superar la conciencia de ser alguien excepcional. Comunicativo, curioso, alerta, nervioso, le gustaba reírse de los chistes verdes que le contaban en las cuadras, calles y plazas, ir de tabernas apenas frecuentadas por los europeos, y hacerlo disfrazado con una capa y un sombrero de ala ancha, haciéndose pasar por
paulista
para beber, jugar, cantar, puntear el
berimbao
o tocar la
marimba
. En los tugurios se divertía bailando el
lundu
angoleño, precursor impúdico de la samba que la Iglesia había prohibido porque empezaba por una «invitación al baile» en la que el hombre y la mujer se frotaban los ombligos. O corría a zambullirse desnudo en la playa. Cuando un día fue descubierto por un grupo de señoras de la corte, soltó una sonora carcajada, pero no corrió a taparse, sino que se plantó ante ellas, provocador, mostrando sus partes con insolencia y orgullo.
Su padre le reprendía poco, de manera que nunca permitió que su hijo se disciplinase. No lo hizo sólo por ser blando, o porque siempre estuviera demasiado concentrado en los asuntos de Estado como para ocuparse de su familia, sino porque sabía que Pedro, a pesar de lo revoltoso y sano que parecía, era víctima de un mal que había heredado del linaje de su madre, del lado español. Sólo se había manifestado una vez, y de forma suave, después de que su padre le hubiera reprendido por haberse portado mal en misa. El niño se quedó unos segundos con los ojos en blanco, presa de convulsiones, y un hilo de saliva corría por la comisura de los labios. Don Juan no necesitó hablar con médico alguno para adivinar la naturaleza de aquel mal. La epilepsia era una vieja conocida de la familia. El ataque había sido muy leve, pero todos sabían que esa enfermedad no tenía cura, y que volvería a manifestarse, tarde o temprano. Don Juan pensaba que no convenía contradecir al chico, enfrentarse a él o ponerle nervioso. Le habían contado que a Napoleón, de niño, evitaban castigarlo después de que una vez fuese obligado a comer de rodillas, lo que le había provocado un ataque epiléptico. El entorno de don Pedro sabía que no era grave y que se podía convivir con la enfermedad. ¿No decían que Sócrates también era epiléptico? ¿Que Napoleón padecía ataques los días de gran tensión? El caso es que, por este motivo, Pedro disfrutó de una libertad inusitada.
De su padre, Pedro había heredado una inteligencia sutil, una bondad natural, un cierto sentido de la supervivencia, la cicatería con el dinero y la afición por la música. Tocaba el clarinete, la flauta, el clavicordio y algo de violín. De su madre, la española Carlota Joaquina, hija de Carlos IV, heredó la pasión por los caballos, un fuerte espíritu de independencia, la sangre caliente y un insaciable apetito por los devaneos amorosos: desde criadas negras hasta hijas de altos funcionarios de la corte, todas estaban expuestas a su audacia cuando regresaba de sus cacerías y huroneaba en las habitaciones del servicio. Aunque últimamente las dejaba en paz, pues le daba por irse a la ciudad a ver a la muchacha que le quitaba el sueño. Nunca imaginó que su corazón daría semejante vuelco cuando vio por primera vez a esa bailarina francesa ejecutarse con tanta gracia en el Teatro Real de Río de Janeiro. A pesar de su corta edad, se creía fogueado en cuestiones de mujeres, pero nunca hasta entonces había sufrido la dentellada del amor.
2
Una noche, en la taberna La Corneta de la calle Violas, conoció al que sería su mejor amigo durante el resto de su vida. Vestido como los habitantes de São Paulo, los famosos paulistas conocidos por su espíritu conquistador e independiente, y acompañado por dos mozos de cuadra del palacio, estaban siguiendo el duelo de guitarra de dos cariocas (así es como llamaban a los oriundos de Río de Janeiro). Ambos competían por los aplausos del público, inventando versos a medida que rasgaban sus instrumentos. Uno de los músicos, un negro grandullón, debió de reconocer al príncipe porque le cantó unos versos irreverentes que hicieron reír a la multitud pero que enfurecieron a Pedro, quien al quitarse la capa reveló su identidad:
—Soy el príncipe heredero Pedro —dijo, antes de ordenar a su compañero—: ¡A por él! ¡Dale su merecido a ese negro!
Pero el guitarrista ya estaba huyendo, así como la mayoría de los hombres del local, mientras las mujeres se escondían debajo de las mesas para evitar ser aplastadas en el tumulto de la salida.
Uno de los que se habían mofado del príncipe adolescente permaneció en el tugurio, desafiante. Era un portugués de unos veinticinco años, que llevaba una especie de barretina. El mozo de cuadras de Pedro se abalanzó sobre él con el bastón alzado, pero el portugués lo evitó, lo agarró del pescuezo y lo tiró al suelo. Luego lo levantó por el cuello y el pantalón como si fuera un muñeco, se acercó a la puerta trasera del establecimiento y lo tiró al patio. Entonces, dirigiéndose al enfurecido príncipe, el hombre se quitó la barretina e hizo una reverencia pronunciada, describiendo un arco con su gorro y, casi tocando el suelo, dijo con un esbozo de sonrisa: «Francisco Gomes da Silva, para servir a su alteza.» Sorprendido y admirado por la teatralidad del parroquiano, Pedro estalló de risa:
—Qué bromista… ¡Menudo tipo eres!
Así fue como el príncipe encontró a su comodín, y así lo bautizó esa noche: el Chalaza, el Comodín. Don Quijote había encontrado a su Sancho Panza, sólo que el Chalaza era alto y de buen ver. Conocido por ser un gran contador de historias, era ingenioso y bromista, cantante de baladas, experto bailarín de
lundu
, mujeriego, bebedor y peleón. Tenía todas las cualidades para divertir a un príncipe. Juntos corrieron múltiples aventuras, siempre de noche y en tugurios de mala muerte. Para Pedro, el Chalaza, ocho años mayor que él, fue como un maestro de la mala vida y de la calle. Sus bromas les valieron serios problemas, y una vez el príncipe tuvo que rescatar a su amigo de una taberna en la que había provocado una pelea descomunal. Para sacarle de los apuros a los que su afición al licor de caña irremediablemente le conducía, el Chalaza siempre podía contar con el sobrio Pedro, que nunca fue bebedor.
Era lógico, pues, que los padres de la clase adinerada, tanto brasileños como portugueses, redoblasen la vigilancia sobre sus hijas cuando el príncipe merodeaba. En una ocasión, un acaudalado comerciante llegó a echarle de su casa, harto del acoso al que sometía a su hija. Poco antes de quedarse prendado de la francesa, le daba por acercarse a caballo a los palanquines portados por esclavos.
—Fíjate en los que tienen las cortinillas corridas —le había dicho el Chalaza—. Seguro que dentro viaja una mujer…
Desde lo alto de su montura, descorría la cortinilla y, si le gustaba la pasajera, se quedaba flirteando con ella.
Ahora que se había enamorado de la bailarina francesa no hacía esas cosas, aunque tampoco era la primera vez que una mujer del espectáculo le arrebataba el corazón. Ya le había ocurrido con la actriz Ludovina Soares, una belleza morena y vivaracha que pasó de gira por la ciudad. El Teatro Real, construido por su padre para dar a Río de Janeiro un aire cosmopolita, que buena falta le hacía, era un imán que atraía a artistas del mundo entero. Con sus ciento doce palcos y un aforo de mil personas, inspirado en el Teatro de la Ópera Cómica de París, la sala Favart, tenía una acústica impecable capaz de satisfacer la inclinación de los Braganza por la música, una pasión que les venía de antiguo. ¿No tenía el antepasado José I una sala de ópera en cada uno de sus palacios, en Lisboa, en Salvaterra y en Queluz? Cuando vivían en Portugal, los músicos y cantores de la capilla de la reina María eran reconocidos en toda Europa por su excelencia. Era tal la afición de don Juan por la música que no reparaba en gastos a la hora de hacer venir a los más famosos
castratti
de Italia. Vestidos de trajes de terciopelo púrpura, con sus rostros adiposos cubiertos de una gruesa capa de maquillaje, cantaban el
Miserere
de Pergolesi y los oratorios de Haendel con una gracia etérea que, según los expertos, rivalizaba con el coro de la Capilla Sixtina. Don Juan no se avergonzaba de llorar en público cuando oía esos cantos agudos que removían los cimientos de su ser.
Desde su inauguración hacía dos años, el teatro se había convertido también en el centro de todas las manifestaciones políticas y sociales, en el foco de la vida pública. Sin embargo, no olvidaba su vocación de sala de espectáculos, y todo el año ofrecía de manera regular un repertorio de óperas, sinfonías, ballets, dramas trágicos y comedias. Acudían músicos y compañías de teatro como la que había traído a Ludovina Soares.