El imperio eres tú (33 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Y señaló las piernas. Luego siguió hablando:

—Estoy tan desesperada que he venido, por consejo de mi hermano, a rendirme a vuestros pies. Disculpad mi atrevimiento, pero… seguro que entendéis lo que es ser madre…

En ese momento alzó la vista hacia el príncipe y se quedó sin poder continuar la frase, deslumbrada por aquel hombre que parecía flotar por encima de los escollos de la realidad y que sin embargo la escuchaba con atención. Sintió entonces, en lo más profundo de su ser, que aquel príncipe de cuento, de ánimo resuelto, iba a ayudarla, y mucho. También sintió un leve temblor al verse reflejada en aquellos ojos lánguidos enmarcados por patillas de lince.

—¿Qué hace vuestro marido?

—Es militar también, capitán de milicia de Minas…

—¿Cuántos hijos tenéis?

—Tres, alteza…, pero mi marido quiere…

Siguió contando las maniobras turbias que su marido estaba tramando para presionar a la justicia y quedarse con sus hijos. Pedro estaba absorto por aquel rostro de piel dorada aureolado de grandes rizos de cabello negro, por esos ojos oscuros y almendrados, esa boca sensual y esa mirada cálida que le acariciaba al corazón.

—¿Cómo os llamáis?

—Domitila…

Le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Era más alta de lo que parecía de rodillas, era espléndida y juvenil; se desplazaba con altivez natural y unos movimientos suaves, casi felinos. El pliegue de sus pechos generosos que subía por el escote y su olor a jabón y a agua de rosas le excitaban. Le pareció tan distinta de la gente común que no entendía cómo su marido podía haberla maltratado. Domitila, a pesar de la historia trágica que estaba viviendo en ese momento, era voluptuosa en sus gestos, dulce como sólo una brasileña podía serlo. Su sonrisa, que dejaba ver el contraste entre sus dientes muy blancos y su tez canela, tenía un punto de malicia. Era una hermosa flor tropical necesitada de protección. Y Pedro, que estaba cerca de la cima, vio a aquella Dulcinea como uno de sus sueños quijotescos hecho realidad:

—No os preocupéis por las malas andanzas de vuestro marido; ahora mismo tomaré medidas para asegurar vuestra protección y la de vuestros hijos.

—Alteza —contestó Domitila, conmovida—. No hay en la tierra suficiente riqueza para agradeceros el gesto… Que Dios os devuelva el doble.

Pedro la miró y esbozó una sonrisa pícara. Sí, esa riqueza existía, pensó, y se encontraba en esos pechos turgentes tras el vestido ajustado, en ese cuerpo que adivinaba de miel y seda, en esa voz cantarina y melosa como la pulpa de un mango. Domitila bajó la vista y se ruborizó.

51

Pedro no consiguió arrancarse del alma a aquella mujer y al día siguiente la mandó llamar a su despacho de ese mismo palacio del gobernador donde se hospedaba. El Chalaza hizo de mensajero, y a la caída del sol, siempre a la misma hora en los trópicos, apareció por una puerta trasera con Domitila, a quien dejó a solas con el príncipe. A Pedro esta segunda impresión confirmó la de la víspera y tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para controlarse y no cogerla entre sus brazos y montarla a horcajadas en ese mismo momento en el diván de su despacho, que era lo que le pedía el cuerpo. Se relajó respirando profundamente el aire cargado de humedad y de aromas de fruta madura y pasó a darle buenas noticias: ya estaba haciendo gestiones ante la justicia para que no le quitasen la custodia de sus hijos. Había hecho saber a su marido que contaba con el apoyo del príncipe, que ya no estaba sola.

—Ya no se atreverá a importunaros más —le dijo.

Domitila suspiró profundamente y le dio las gracias «de todo corazón», lamentándose de su mala suerte al haber caído con un marido tan «bruto y celoso», como lo definió. Le contó que se había casado a los quince años. Ahora tenía veinticuatro; era, pues, un año mayor que el príncipe. También le dijo que tenía sangre española en sus venas que le venía por parte de su abuelo, mezclada con gotas de sangre indígena, de los tapuyo:

—Mi árbol genealógico cuenta con un cacique guaraní… —le confesó.

Pedro seguía fascinado por aquella mujer que le había quitado el sueño desde el mismo momento en que la conoció. No tenía una educación que le permitiera brillar, era más bien inculta, apenas sabía escribir y leía con cierta dificultad. Pero su cuerpo, su gracia, su mirada, su sonrisa y su voz compensaban con creces su falta de cultura. Estaba frente a una mujer que era lo contrario de Leopoldina. Siempre bien arreglada y seductora, sabía usar cuatro detalles de tocador para agradar a un hombre y hacerse querer. La austriaca nunca se había preocupado de cultivar su feminidad. Apenas usaba maquillaje, nunca le gustaron los vestidos, nunca se encaprichó de un perfume, nunca se puso una flor en el pelo ni carmín en los labios. Llevaba ropas anchas porque siempre había tenido aversión por los corsés y las fajas, y nunca usaba joyas. Su pasión, que eran los libros, aún la distanciaba más de su marido. Mientras él acercaba su rostro al cuello fragante de Domitila, que fingía estupor y apuro, a seiscientos kilómetros, en el palacio de San Cristóbal, Leopoldina estudiaba, rodeada de libros, varias Constituciones, entre ellas la norteamericana, para extraer las ideas con las que redactar una carta magna brasileña. Si bien la fidelidad de Leopoldina era incuestionable, Domitila, no le escondió a Pedro la razón por la que su marido había querido matarla y que no había sido otra que los celos que tenía de un elegante oficial de ojos azules llamado Francisco de Lorena que, según ella, había intentado seducirla.

—¿Intentó seduciros u os dejasteis seducir?

Domitila le miró y esbozó una sonrisa cómplice. Tenía al príncipe a dos centímetros de su rostro, podía oler su aroma difuso a cuero, humo y caballo, cada respiración era como una brisa que le rozaba el rostro. Pedro no se apresuró, quiso hacer durar el momento, tensar la cuerda del deseo al máximo. Aquélla no era una esclava atrapada al vuelo, una cortesana de moda con la que divertirse un rato para acabar luego defraudado, como tantas veces. Quería enamorarla para gozar plenamente del amor. Para él era muy fácil conseguir desahogarse; lo más difícil, y casi imposible, ya fuese porque las intimidaba, se imponía a ellas o simplemente porque compraba sus servicios, era aplacar su apetito de amor insatisfecho. Sabía que para conseguirlo, para elevarse al firmamento, las mujeres tenían que desearle como hombre, no sólo como príncipe.

Desde el momento en que la conoció, intuyó que estaba frente a una mujer que podía aportarle esa satisfacción que tanto ansiaba, esa felicidad que sólo había conocido fugazmente en su juventud con Noémie. Giró el rostro y posó sus labios sobre los de ella, que sintió mórbidos y calientes. Ella lo recibió con un profundo escalofrío que trató de controlar con una risa nerviosa. Luego le cogió las manos mientras lo escrutaba con los ojillos entreabiertos y una vaga sonrisa. Él acarició esos dedos largos y finos entre los suyos y los masajeó largamente. Luego sus manos callosas empezaron a desabrochar el vestido pero ella lo interrumpió. ¿No era ir demasiado rápido?, parecía preguntarle con la mirada. Pedro se quedó clavado en su sitio, mudo, sin saber muy bien cómo seguir. ¿Jugaría ella el papel de la hembra ultrajada? ¿Se ajustaría el pelo y la ropa y se marcharía disculpándose? Así se lo hizo creer durante la eternidad de unos segundos. Hasta que por fin se le aproximó y con dedos expertos le desabotonó la gruesa chaqueta de su uniforme militar, como queriendo dejar sentado que, de puertas adentro, ella marcaba las pautas ante las que él debía rendirse. Pedro siguió el juego, se dejó llevar y, fundidos en un abrazo, cayeron en el diván. Al pasar sus dedos ásperos bajo el vestido blanco de crepé, dio con las cicatrices de las puñaladas, en los muslos, a la altura de sus generosas caderas, y esas huellas de un pasado escabroso exacerbaron aún más su deseo. Abandonándose en el deleite más absoluto y ajenos al mundo que les rodeaba, rodaron por el suelo enlazados de piernas y brazos, acalorados, mojados y soltando gemidos. Domitila resultó ser la amante experimentada, desinhibida y divertida que Pedro había intuido. Cuando él recuperó el resuello después de los últimos espasmos, se quedó largo rato admirando ese cuerpo color bronce de líneas largas y firmes, los pezones oscuros, el trasero y los muslos gruesos adornados con la firma indeleble del marido, la cintura estrecha, las manos finas, el cuello largo y palpitante. Sintió un nuevo placer al recorrerle las fibras de sus músculos algo parecido al relajo provocado por el opio que alguna vez le habían administrado después de sus crisis epilépticas, una alegría interior que le despejaba la mente y que no había conocido desde las tardes de amor con la bailarina francesa. Supo entonces que, después de tantas y tantas aventuras que le habían dejado más vacío que satisfecho, por fin había encontrado la horma de su zapato.

En las noches siguientes, los vecinos se acostumbraron a ver llegar una silla de manos portada por dos esclavos que se detenía frente al antiguo convento de los jesuitas y de la que descendía una sombra envuelta en una mantilla que se adentraba por una puerta abierta misteriosamente, que volvía a cerrarse en seguida. El príncipe apenas disimulaba en público los sentimientos que la joven le inspiraba, y la recibía todas las noches, hasta altas horas de la madrugada. Esta vez, estaba decidido a seguir el dictado de su corazón hasta sus últimas consecuencias. Ahora estaba solo en la cúspide del poder, su padre estaba lejos y su madre no podría conspirar contra su felicidad como lo había hecho obligándole a sacrificar su amor por Noémie. Ahora no existía autoridad en el mundo capaz de someterle al mismo chantaje. Nunca más se enfrentaría al dilema de tener que escoger entre ser príncipe o ser hombre. Había encontrado la felicidad y esta vez no dejaría que nadie se la arrebatara.

52

A pesar de que no le gustaba gobernar, Leopoldina se tomó muy en serio sus obligaciones como sustituta de su marido:
«Tened la seguridad
—escribía a su esposo
— se que prefiero, después de haberme dado tantas pruebas de confianza, perderlo todo, inclusive la vida, antes que faltar a mis deberes con Brasil.»
Era cierto, pues trabajaba con rigor, presidiendo el Consejo de Ministros y dando audiencias públicas el mismo día y a la misma hora en que lo hacía su esposo. Estaba en perfecta sintonía con Bonifacio, a quien desaconsejó, por ejemplo, el nombramiento de un nuevo gobernador de Santa Catarina porque dudaba de su lealtad hacia la monarquía. El paulista le hizo caso. También optó Leopoldina por no festejar el aniversario de la revolución portuguesa, y dejar pasar tan señalada fecha en silencio.

Sin embargo, la entrada del bergantín
Tres Corações
en la bahía vino a alterar aún más la volátil atmósfera que se respiraba en la ciudad. El barco traía los últimos decretos de las Cortes de Lisboa que, en ausencia de su marido, le fueron entregados directamente a Leopoldina. Se sentó a leer la documentación en su despacho y, a medida que lo iba haciendo, fue invadida por un alud de sentimientos, donde se mezclaban el miedo y la indignación. Miedo porque se daba cuenta de que el enfrentamiento violento era inevitable. E indignación porque las Cortes no buscaban la conciliación sino perpetuar una injusticia. Acalorada y alarmada, ordenó reunir de urgencia el Consejo de Estado, bajo su presidencia, para comunicar a los ministros el contenido de los despachos.

De pie en la misma sala donde su suegro Juan VI había reunido tantas veces a su consejo, la austriaca, vestida con un traje azul y con el pelo recogido en un moño, les comunicó en tono grave que los diputados de la metrópoli retiraban a su marido los poderes de regente y reducían su papel al de simple delegado de la nación portuguesa.

—Además, quedan anuladas todas las medidas tomadas por este gobierno, nos mandan restituir las juntas administrativas en todas las provincias, tal y como indica la odiosa ley del 29 de septiembre…

Un murmullo de reprobación se elevó entre los asistentes. Leopoldina pidió silencio con un gesto de la mano, y prosiguió:

—Nos amenazan con llevar a los tribunales a todos los que firmaron la petición para que mi esposo permaneciera en Brasil.

El murmullo se convirtió en una airada protesta. Hubo algún que otro insulto contra las «facciosas Cortes» y la princesa continuó:

—Lo que está claro es que las Cortes ni están listas para negociar con mi marido o su gobierno aquí representado, ni están dispuestas a conformarse con la política del señor Bonifacio.

La sala estaba muy alborotada, pero Leopoldina prefirió esperar unos minutos, como si quisiese darles tiempo para asimilar lo que habían escuchado, antes de comunicarles cuál era la guinda que coronaba el pastel. Utilizando el martillito de madera de su suegro, pidió silencio y continuó:

—Señores, los despachos del bergantín también nos anuncian la inminente llegada de un ejército portugués de siete mil doscientos hombres para subyugar a Brasil.

Guardó los documentos y se sentó a la cabecera de la mesa de madera maciza que desprendía un difuso aroma de selva. Un tenso silencio remplazó la algarabía anterior. Los ministros estaban atónitos ante lo que se presentaba como una evidencia: el choque era inevitable, habría guerra.

Después de una larga deliberación en la que ofreció una exposición detallada del estado de los negocios públicos, Bonifacio fue muy claro:

—Señores, alteza… Ha llegado el momento de dejar de contemporizar con nuestros enemigos. Brasil ha hecho todo lo humanamente posible para mantenerse unido con dignidad a Portugal, pero Portugal insiste en sus nefastos proyectos de devolvernos al estado de miserable colonia. Propongo escribir a don Pedro para que, sin mayor dilación, su alteza real tenga a bien proclamar la separación.

Volviéndose hacia Leopoldina, preguntó:

—¿Qué decís, alteza?

—Sanciono vuestras palabras, señor, así como la deliberación del Consejo. Y quiero que sepáis que lo hago con entusiasmo.

Sus palabras sorprendieron por su espontaneidad y sinceridad, tanto que fueron recibidas por un fervoroso aplauso. Bonifacio intervino de nuevo:

—Señores, ¿estamos todos de acuerdo? ¿Alguien tiene algo que objetar?

Nadie levantó la mano ni pidió la palabra. Reinaba la unanimidad. Sólo se oyó la frase de uno de los ministros que fue recibida por risas y por un gesto de rubor de la princesa: «¡Siempre hay una mujer en el origen de todas las grandes hazañas!»

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