—¡Nunca podríais serlo!
—No estés tan segura… —fue la extraña respuesta. Aquellos a quienes el Emperador ha vencido y en ocasiones ajusticiado lo consideran injusto y malvado, pese a que siempre haya intentado llevarlos por el camino de la verdadera fe. Aunque cueste creerlo, prefieren continuar adorando a sus ídolos o viviendo como las bestias, y eso los obliga a odiarnos y a no aceptar nuestro origen divino.
—¿Qué se puede esperar de los salvajes?
—¡Dímelo tú! ¿Qué se puede esperar de quienes no creen que nuestra sangre se haya mantenido intacta desde el día en que acabó el diluvio? Para ellos no somos dioses, y por lo tanto no tenemos derecho a gobernar el Imperio o a decirles cuándo tienen que trabajar o cuándo deben descansar… —La reina Alia agitó una y otra vez la cabeza como si estuviera intentando desechar un mal pensamiento, y al poco continuó en idéntico tono—: ¿Nunca te has planteado la más mínima duda con respeto a nuestro origen?
—No.
—¿Por qué?
—Porque tampoco me he planteado que el día no sea día, la noche, noche, la montaña, montaña, o el río, río. La luz, los colores o los olores están ahí, y son tan auténticos como vuestra divinidad.
—¿Y qué pensarás el día en que el Emperador muera sin descendencia?
—Que el mundo habrá acabado.
—Pero no habrá acabado, Sangay…, —musitó muy quedamente la reina negando una y otra vez con la cabeza—. El mundo no se acaba ni siquiera con la muerte de los dioses. Puede que se acabe una forma de entender ese mundo, pero no el mundo en sí mismo. —Hizo un gesto hacia la pequeña, que continuaba alimentándose—. Tu hija crecerá, se hará mujer y necesitará otro Emperador en el que confiar, pero dudo que lo consiga, puesto que nuestra estirpe se habrá extinguido… —Se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal que daba al jardín y contempló la lejana silueta de la fortaleza de piedra, allá en lo alto de la ciudad. Durante un largo rato nada dijo, observada por una princesa cuyo único gesto fue el de cambiar de pecho a la niña, pero por último, y sin dejar de mirar hacia el exterior, reinició su extraño monólogo—: Mi padre me enseñó que la principal razón por la que el Incario ha progresado y se ha engrandecido se debe a que durante generaciones sus gobernantes dedicaron todo su esfuerzo e inteligencia a conquistar o administrar, sin tener que perder energías en combatir a enemigos internos. La lucha por el poder desgasta y envilece a los hombres, al tiempo que arruina a los pueblos, y lo que en verdad me asusta es que si no soy capaz de darle un hijo a mi esposo, todo cuanto se ha conseguido se perderá definitivamente.
—El Emperador vivirá muchos años.
—Los muchos años de un hombre son apenas un suspiro en la historia de una nación. De niña me enseñaron a amar al hombre junto al que deseo vivir y morir, pero también me enseñaron que por encima de él está el destino del Incario.
—Entiendo que debe de resultar muy difícil vivir siendo mitad mujer y mitad diosa… —señaló Sangay Chimé, que a cada momento se sentía más confusa—. Sé que de ahora en adelante viviré con la angustia de no saber dónde se encuentra mi esposo, y de cómo podré arreglármelas para educar sola a mi hija, pero me consta que ésos son problemas a los que muchas mujeres han tenido que enfrentarse. ¡Pero el tuyo!… —exclamó—. El tuyo se me antoja una carga insoportable. Vivir con el convencimiento de que de ti depende que los auténticos hijos del Sol continúen o no rigiendo el destino de millones de seres humanos puede acabar por volverte loca.
—¿Y crees que no lo pienso? —respondió la reina regresando a su lado para extender la mano y acariciar la mejilla de Tunguragua, que le dedicó una luminosa sonrisa—. A menudo me sorprendo a mí misma hablando sola, o cantándole canciones de cuna a un niño que se niega a nacer.
—Me duele oírte hablar así…
—Y a mí que tengas que escucharlo, pero eres quizá la única persona de este mundo con la que no me importa sincerarme… ¡Qué pequeña es! —exclamó tomando entre dos dedos la manita de la niña—. ¡Qué pequeña y qué linda!
De improviso dio media vuelta y salió de la estancia sin tan siquiera despedirse, como si el hecho de haber sentido aquel tibio contacto le hubiera provocado un dolor insoportable.
Sangay Chimé permaneció unos instantes confusa y desasosegada, sintiendo como suyo aquel dolor, pero por fin bajó la vista para clavarla en los brillantes ojos que la miraban sin apartar los labios de su pezón.
—¿De qué le sirve ser reina? —inquirió como si la criatura pudiera darle una respuesta—. ¿De qué le sirven todas sus riquezas y el poder sobre la vida y la muerte? ¿De qué le sirve que la sangre del Sol corra por sus venas? Nada de ello se puede comparar al hecho de saber que mi leche está fluyendo de mi pecho a tu boca, y el día que tu padre regrese, que sé que lo hará, te daremos un hermanito para que puedas jugar. Y ese día, ningún reino de este mundo podrá compararse al nuestro…
A
l sur del desierto, el extenso país de los
araucanos
era ciertamente hermoso, con caudalosos ríos, lagos cristalinos, nevados picachos, frondosos bosques e inmensas extensiones de tierra fértil que nadie parecía tener excesivo interés en cultivar.
Rusti Cayambe lo recorrió al frente de sus hombres, librando escaramuzas aquí y allá, venciendo en ocasiones y saliendo malparado en otras, pero siempre decidido y animoso, puesto que muy pronto llegó a la conclusión de que sus desperdigados enemigos nunca se pondrían de acuerdo a la hora de unirse con el fin de aniquilar definitivamente a su reducida pero muy bien entrenada tropa.
Sus soldados aparecían y desaparecían de improviso aquí y allá, marchaban a veces a paso de carga durante días enteros o se escondían en remotos rincones en los que permanecían al acecho sin que el menor movimiento delatara su presencia, hasta el punto de que podría creerse que se habían convertido en un pequeño ejército de fantasmas, capaces de estar en tres lugares o en ninguno al mismo tiempo.
La agreste cordillera, los vírgenes bosques y su extraordinaria habilidad para escabullirse les permitió mantenerse durante largos meses sobre un territorio hostil sin sufrir más que media docena de bajas, por lo que Rusti Cayambe no tuvo ocasión de demostrar si se trataba o no de un astuto general, pero sí de evidenciar que en su pecho anidaba un escurridizo guerrillero al que cuadraba a la perfección el apelativo de Saltamontes.
Al fin, justamente el día en que se cumplía un año de su salida del Cuzco, reunió a sus hombres con el fin de transmitirles la buena nueva que tanto tiempo llevaban aguardando.
—Ya hemos visto cuanto necesitábamos ver —dijo—. Es hora de volver a casa.
Muchos se abrazaron.
Ni una sola palabra de protesta había salido nunca de sus labios, pero resultaba evidente que se encontraban agotados y ansiaban, desde meses atrás, regresar junto a los suyos.
—¿Qué camino cogeremos? —quiso saber Pusí Pachamú—. La costa o la montaña.
—¡Ninguno de los dos! —fue la firme respuesta—. Volveremos por mar.
—¿Por mar? —se aterrorizó más de uno—. ¿Cómo pretendes volver por mar si ni siquiera tenemos embarcaciones?
—Las construiremos.
—¿Y de dónde piensas sacar la
totóra
?
—Esta vez no serán de totóra —sentenció su superior, seguro de sí mismo—. ¡Ya está bien de
totóra
! Construiremos resistentes balsas de troncos y permitiremos que la corriente que tanto nos costaba vencer nos empuje hacia el norte…
—¿Y cómo sabes que la corriente sigue ahí?
—Porque si está el mar, está la corriente.
—¿Estás seguro? —inquirió alguien.
—No. No estoy en absoluto seguro, pero ya tendremos ocasión de comprobarlo.
—¡Al menos eres sincero! —reconoció un sonriente Pusí Pachamú—. No estás seguro de nada, pero aun así pretendes intentarlo… —Se encogió de hombros—. ¡Bien! —admitió—. Al fin y al cabo tanto da un camino como otro, y las mismas posibilidades tenemos de salir con bien. ¡Aborrezco el mar, pero se hará como tú ordenes!
Así se hizo.
Buscaron un tranquilo río en cuyas orillas crecían gruesos árboles de magnífica madera, construyeron cuatro sólidas balsas, las unieron entre sí por medio de resistentes maromas y se dejaron llevar aguas abajo hasta desembocar en un mar gris, frío y revuelto, pero que de inmediato los arrastró mansamente hacia el norte.
Fue un viaje largo, incómodo y accidentado, puesto que una agitada noche de tormenta una de las balsas se soltó y jamás volvieron a saber nada de ella, ni de sus seis ocupantes, pero al fin, entre la bruma de la costa, hizo su aparición la pequeña ensenada de la que habían partido tantísimo tiempo atrás, y en la que la minúscula guarnición que se mantenía a la espera de un milagro en el que ya nadie creía tuvo que frotarse los ojos al advertir cómo un puñado de harapientos famélicos y desgreñados se dejaba caer sobre la arena para dar gracias a los dioses entre risas y llantos.
—¡Envía al más veloz de tus hombres al Cuzco! —ordenó de inmediato Rusti Cayambe al oficial que se había quedado al mando—. Que comunique al Emperador que el general Saltamontes y catorce de sus hombres están de regreso tras haber explorado el país de los
araucanos
.
La princesa Sangay Chimé recibió la buena nueva con la naturalidad de quien ni por un solo instante ha abrigado la menor duda al respecto, y si lloró de alegría no fue por el hecho de saber que su esposo estaba vivo, sino por el hecho de saber que estaba cerca.
Su corazón jamás la había engañado, y durante aquel largo año le había estado susurrando una y otra vez que cada noche Rusti Cayambe cerraba los ojos pensando en ella y en la pequeña Tunguragua.
Y si cerraba los ojos cada noche, no cabía duda de que estaba vivo.
Y si estaba vivo, se las arreglaría para volver a casa.
Ahora volvía.
Había alcanzado los confines del Imperio, había llegado mucho más allá que ningún otro inca, y retornaba cumpliendo la promesa que le hiciera en el momento de marchar.
Tomó de la mano a su hija y acudió a postrarse ante el pequeño altar de los dioses protectores del hogar que se abría al fondo del jardín, pero al poco le llegó muy claro el cántico de la entusiasmada multitud:
¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
La hija del Sol,
la esposa del Sol,
la madre del Sol.
¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
La luz que nos ilumina,
el aire que respiramos,
el calor que nos da la vida.
Se encaminó a recibir a quien la honraba con aquella suprema muestra de amistad acudiendo a compartir con ella su alegría, y al advertir con cuánto amor la reina la estrechaba contra su pecho, llegó a la conclusión de que no podía existir en este mundo un ser que se sintiera más maravillosamente feliz de lo que ella se sentía.
—El Emperador me ha pedido que bendiga especialmente este hogar y a todos los que en él habitan… —fueron las primeras palabras de la recién llegada—. Nunca, nadie, excepto yo, naturalmente, le ha proporcionado tantos buenos ratos y tantas satisfacciones como tu esposo y tú.
—¡Me abrumas!
—Y ello me alegra… —respondió la reina con una amplia sonrisa—. Y nada me alegrará más que el hecho de que me continuéis dando razones para abrumarte con mi afecto y mi agradecimiento… Ya hemos decretado que se celebre una gran fiesta el día en que Rusti Cayambe entre en el Cuzco… Durará cinco días y cinco noches, y se permitirá que hasta los más humildes puedan beber chicha y mascar coca… ¡La ocasión lo merece!
Pero fue aquélla una gloriosa fiesta que jamás llegó a celebrarse.
El mismo día en que un
chasqui
acudió corriendo para notificar que el general Saltamontes y sus hombres se encontraban a tan sólo dos jornadas de marcha, el capitán de la Guardia Real acudió a arrojarse a los pies del Emperador y, tras permanecer unos instantes en silencio, como si las palabras se negaran a aflorar a sus labios, balbuceó con voz temblorosa:
—Desearía solicitar vuestro perdón, mi señor.
—¿Perdón por qué?
—Por ser portador de terribles noticias.
—¿Acaso eres culpable de algo más?
—¡No, mi señor!
—En ese caso, si la mala noticia nada tiene que ver contigo, quedas perdonado… Di lo que tengas que decir.
El pobre hombre aún dudó —se advertía que estaba sudando un sudor frío y que todo él temblaba como una hoja—, y por último, con los ojos clavados en el suelo, que casi le rozaba la frente, musitó:
—La princesa Ima tiene un amante.
Fue como si se hubiera hecho de noche de improviso, o la tierra hubiera cesado de girar. El Inca inició un gesto, pero se quedó con la mano en el aire y la mirada clavada en el vacío más absoluto, al punto que cabía imaginar que se había congelado, o que su cerebro se negaba a transmitir una sola orden al resto de su cuerpo.
El capitán de la Guardia Real ni tan siquiera osaba respirar.
El aire se negaba a descender a los pulmones del Emperador.
Su mente permaneció en blanco, fuera de este mundo, perdiendo unos instantes de su vida que jamás conseguiría recuperar.
Al fin, tras lo que podría considerarse casi una eternidad, balbuceó a su vez:
—¿Qué es lo que has dicho?
—Que vuestra hermana Ima tiene un amante, mi señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Dos de mis hombres escucharon lamentos en el pabellón del jardín, y acudieron a inspeccionar, sorprendiéndola copulando totalmente desnuda.
—¿Estás plenamente seguro de que se trataba de la princesa?
—Desgraciadamente sí, mi señor. Intentó comprar el silencio de mis soldados con toda clase de promesas y presentes, pero sabéis que os son fieles hasta la muerte.
—¿Quién es él?
Nuevo y comprometido silencio, y nuevo temblor en la voz hasta que el desgraciado se atrevió a mascullar:
—Un esclavo, mi señor.
—¿Un esclavo? —se horrorizó el Emperador, al que hasta los gruesos muros del palacio parecían querer venírsele encima.
—¡Así es, mi señor! Un esclavo
auca
.
—¡Un esclavo
auca
! —repitió el Inca, que evidentemente continuaba negándose a que semejante pesadilla pudiera tener el menor fundamento—. ¡Un salvaje de las selvas de oriente!
¡Una bestia que está más cerca de los monos que de los propios seres humanos! ¡Me niego a creerlo!