El Inca (15 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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—Tampoco he dejado de respirar ni un solo día. Ni de comer, beber o dormir… Y sé que podría pasarme sin comer, beber o dormir… ¡Incluso tal vez sin respirar!… Pero jamás podría pasarme sin verte.

—¡Pues ya va siendo hora de que empieces a hacerlo!… —replicó ella al tiempo que abandonaba la estancia—. ¡Ya va siendo hora!

Los meses que siguieron fueron terribles, puesto que cabría asegurar que el temible Cóndor Negro había extendido sus alas de una punta a otra del Incario.

El Emperador vagaba como alma en pena por los fríos salones de palacio buscando a su amada en cada rincón, o dejaba pasar las horas en el Jardín de Poniente, allí donde nada era natural, puesto que desde los árboles hasta las flores, pasando por infinidad de figuras de animales, todo estaba meticulosamente tallado en un oro muy fino que devolvía multiplicados los rayos del sol del atardecer.

Aquel inimitable jardín, que cientos de orfebres habían tardado casi medio siglo en concluir, constituía sin lugar a dudas la más fabulosa demostración de riqueza y poderío que ningún soberano del planeta hubiese exhibido a lo largo de la historia, pero para el Emperador, que había crecido jugando al escondite entre sus parterres, o disparando su honda contra los pájaros con ojos de esmeraldas que se posaban en sus ramas, no era más que uno de los tantos lugares de recreo que acostumbraban a sumirle, con demasiada frecuencia, en la nostalgia.

Por aquel jardín, dio sus primeros pasos, cogido de la mano de su hermana.

Sentado en aquel jardín, admiró por primera vez la firmeza de los pechos de su hermana.

A la luz de la luna de verano de aquel jardín, amó cientos de veces a su hermana.

¡Su hermana, su maestra, su amiga, su esposa, su consejera, su amante!…

Y las seis le habían abandonado al mismo tiempo.

Acostumbrado a buscar a una u otra según el día, según las horas, o según el estado de ánimo en que se encontrara, de improviso se había quedado huérfano de todas ellas, por lo que su existencia se había convertido en un erial tan desolado como el mismísimo desierto de Atacama.

¿Qué le había quedado aparte de un jardín de oro, diez palacios, veinte ciudades, más de mil pueblos y cuatro millones de súbditos?

¿De qué le servían sus ejércitos, sus fortalezas o sus templos, si la voz que tanto necesitaba escuchar no resonaba en sus oídos?

¿De qué le valían los incontables rebaños de llamas, alpacas o vicuñas, si los ojos que le tenían que mirar no le miraban?

¿Qué obtenía con haber nacido hijo del Sol si la luz de la luna no alumbraba la desnudez que tanto ansiaba?

Fueron tiempos terribles.

Si el Emperador sufría, el Imperio sufría.

Si el Emperador rugía, el Imperio temblaba.

Y aunque de sus labios no surgiera ni siquiera un lamento, todos sabían que el corazón de su señor estaba rugiendo.

—¿Qué podemos hacer por él? —quiso saber Rusti Cayambe cuando al cabo de casi medio año resultó evidente que la situación no presentaba trazas de mejorar.

—Nada… —fue la convencida respuesta de su esposa—. Lo único que no se le puede demostrar al Inca es compasión. Si le traicionas, le ofendes o le faltas al respeto te convertirá en
runantinya
o tal vez, con muchísima suerte, te perdonará, pero si le demuestras compasión al hijo de un dios, estarás condenado para siempre.

—¿Por qué?

—Porque los poderosos y los dioses son así. Compadecerlos significa obligarlos a descender de su pedestal, y eso sí que no admite perdón. En estos momentos es mejor dejarle tranquilo.

—¡Pero se está consumiendo!

—Lo sé, pero la única que puede hacerle reaccionar es la reina. Intentaré que me escuche.

La reina Alia accedió a recibir a su amiga de siempre en la diminuta celda del Templo de las Ñustas en que permanecía recluida, y que por todo mobiliario no contaba más que con una manta extendida sobre el frío suelo y con una mísera escudilla en la que le servían dos veces al día unas simples gachas de maíz.

—¿Por qué haces esto? —quiso saber la impresionada Sangay Chimé acomodándose a su lado—. ¿Por qué pones en peligro tu salud y con ello la felicidad y el futuro de millones de seres que te aman?

—Porque necesito fortalecer mi espíritu… —fue la calmada respuesta acompañada de una casi imperceptible sonrisa—. Y de paso mi cuerpo… —añadió—. Toda una vida de lujos, comodidades y abundancia no han dado el fruto apetecido, porque tal vez yo sea como esos cactus a los que el exceso de agua pudre las raíces. La mayoría de las mujeres del pueblo comen lo justo, duermen en el suelo, pasan frío y traen al mundo hermosos niños… ¿Por qué he de ser yo diferente?

—¿Porque tú eres la reina?

—¡Te equivocas!… No soy la reina; soy el zángano. Millones de abejas trabajan de sol a sol con la esperanza de que yo haga mí trabajo aportando la descendencia, pero yo nada aporto.

—¡Te martirizas en exceso, y eso no es bueno! Ni para ti ni para el Emperador, que vaga como alma en pena… Si me permites que le hable a la amiga, y no a la reina, te diré que a mi modo de ver tu obligación es regresar junto a tu esposo, amarle apasionadamente cada noche y esperar, con calma, a que la naturaleza haga el resto.

—¡Fácil resulta decirlo para quien parió a los nueve meses de casarse! —puntualizó su interlocutora sin poder evitar en esta ocasión una ancha sonrisa—. Y lo que en verdad me sorprende es no verte nuevamente embarazada.

—Ni volverás a verme hasta que tengas a tu hijo en brazos.

—¿A qué te refieres?

—A que las mujeres hemos hecho una promesa: ningún niño volverá a nacer en el Cuzco hasta que haya nacido el nuevo Emperador.

—¡Pero qué estupidez es ésa! —se alarmó la reina—. ¿A quién se le ha ocurrido?

—A todas y a ninguna —fue la tranquila respuesta—. Lo único que pretendemos es presionar a los dioses.

—Los dioses nunca se dejan presionar… —le hizo ver la otra—. Lo sé muy bien puesto que mi vida ha transcurrido entre dos de ellos: mi padre y mi esposo.

—No me refería a esa clase de dioses. Me refería a los dioses de la fertilidad, que por lo visto son demasiado traviesos puesto que se complacen en preñar a la pobre muchacha que preferiría casarse luciendo las blancas sandalias de la virginidad, mientras se niegan a escuchar a quien con más fervor se lo suplica.

—¡Se me antoja una chiquillada, y ordeno que no se siga adelante con semejante tontería! El Incario necesita hombres que el día de mañana gobiernen y lo engrandezcan. Es más que posible que yo nunca tenga un hijo, y eso haría que se perdiese toda una generación.

—Lo que está claro es que jamás conseguirás tener un hijo mientras continúes aquí… —sentenció la princesa Sangay Chimé señalando con un amplio ademán la diminuta estancia—. El Templo de las Vírgenes, en el que no ha puesto los pies un solo hombre en doscientos años, no es a mi modo de ver el lugar ideal para quedarse embarazada… ¡Vuelve junto a tu esposo, calienta su cama, alegra su corazón y haz feliz a tu pueblo!

—Aún no estoy preparada.

—¿Qué más necesitas?

—La muerte de Ima está aún demasiado cercana. Aunque quizá nunca supe demostrárselo, yo la quería…

—Lo sé.

—Tú sí, pero me temo que ella no.

—¿Qué te hace pensar eso?

—La forma en que murió. Si yo no hubiera estado siempre tan dedicada en cuerpo y alma al Emperador, habría sabido darle un poco del amor que tanto necesitaba.

—¿Es por eso por lo que te castigas? —quiso saber la princesa—. Si es así te diré que estás añadiendo un error a tu error, puesto que con tu actitud castigas a millones de inocentes que se sienten abandonados. El pueblo necesita un espejo en que mirarse: el de sus soberanos, que los dirigen y los protegen. Pero ahora, con su reina enclaustrada y su Emperador desorientado, no sabe adónde volver los ojos, puesto que jamás le enseñaron a valerse por sí mismo. —Le aferró con fuerza las manos, y su voz sonó casi agresiva al añadir—: Si en verdad crees que te equivocaste, paga por ello, pero no obligues a pagar tu deuda a los demás.

—¿Crees que ésta es forma de hablarle a tu reina?

—¡En absoluto, mi señora! Pero sí creo que es la forma de hablarle a una amiga, y lo cierto es que aquí, en este cuartucho miserable, puedo ver a una amiga, pero nunca a una reina.

—Si no te quisiera tanto te mandaría azotar.

—¡Hazlo si te apetece, pero no creas que por ello evitarás que te diga lo que pienso!

—¡No hace falta que lo jures! A ti no te hacen callar ni cosiéndote los labios… ¡Está bien! —concluyó—. ¡Meditaré sobre cuanto me has dicho!

—¿Cuánto tiempo?

—¡No lo sé! ¡No me atosigues!

Capítulo 10

—¿V
olverá?… —inquirió ansiosamente Rusti Cayambe en el momento mismo en que su esposa hizo su aparición en la amplia terraza en que se encontraba jugando con Tunguragua a hacer girar grandes trompos de colores.

—¡Volverá!

—¿Cuándo?

—Eso sí que no sabría decírtelo… —replicó ella sin poder evitar encogerse de hombros—. Se encuentra muy confundida, puesto que, tal como imaginaba, algo terrible se esconde tras la desaparición de la princesa Ima. Si realmente su muerte se hubiera debido a causas naturales, la reina debería estar triste, pero no creo que tuviera por qué sentirse culpable.

—¿Culpable?… —se sorprendió él—. ¿Culpable de qué?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —protestó ella—. El sentimiento de culpabilidad suele ser propio y exclusivo de cada persona. He oído decir que los montañeses ni siquiera experimentan el menor remordimiento cuando violan, incendian o asesinan. También puede ocurrir que la reina únicamente se sienta aplastada por el peso de sus responsabilidades.

—Y no es para menos… —sentenció su esposo—. Uno de mis capitanes acaba de regresar de Cajamarca y me ha contado que el gobernador está consultando a sus consejeros sobre la conveniencia de dejar de someterse al poder central en el caso de que la línea sucesoria no se encuentre perfectamente definida… Y si una provincia consigue independizarse, todas querrán seguir su ejemplo.

—Eso significaría la desmembración del Imperio, el caos, y probablemente una guerra civil de incalculables consecuencias —admitió la princesa con la naturalidad de quien da algo por sobreentendido—. La reina lo sabe, y sabe también que las ambiciones que llevan siglos aletargadas comienzan a florecer como la semilla enterrada a la que empapa el agua.

—¿Y qué podemos hacer?

—Rezar.

—¿Eso es todo? —se escandalizó Rusti Cayambe—. ¿El Incario amenaza con desintegrarse, y lo único que podemos hacer es rezar? ¡Me niego a aceptarlo!

—¿Y qué otra cosa se te ocurre? —inquirió su esposa al tiempo que tomaba a la niña en brazos puesto que se estaba quedando adormilada con la cabeza apoyada contra el muro—. Si el dios de la Guerra despertara y nos invadieran los
chancas
, que siempre han demostrado ser nuestros más encarnizados enemigos, saldrías a su encuentro y estoy segura de que los derrotarías. Si el dios Pachacamac, «aquel que mueve la tierra», estremeciera una vez más el suelo bajo nuestros pies derribando templos, fortalezas y palacios, nos uniríamos para reconstruirlos como siempre hemos hecho… —Rozó con su mejilla el plácido rostro de Tunguragua, que se había dormido definitivamente recostada contra su pecho al concluir—: Pero si los dioses de la fertilidad se niegan a bendecir a la reina, nada podemos hacer más que suplicar… —Hizo un leve gesto hacia la criatura—. Voy a acostarla —musitó.

Desapareció en el interior de la habitación de la niña, dejando al general Saltamontes más confundido aún que de costumbre, puesto que la princesa solía tener la rara habilidad de desconcertarle, y tras unos instantes en los que se dedicó, de un modo casi automático, a recoger los trompos que habían quedado desperdigados por el suelo, se apoyó en la baranda de piedra a contemplar cómo el sol comenzaba a hundirse tras las montañas de poniente.

Aquélla era su hora predilecta del día, puesto que desde donde se encontraba podía admirar en su conjunto la magnificencia del Recinto Dorado con sus hermosos templos consagrados al Sol, la Luna, las Estrellas o la Lluvia, así como la prodigiosa extensión del Inti-Pampa, o Campo del Sol, cuyo centro estaba conformado por un gigantesco monolito de piedra negra recubierto de oro, al igual que de oro y plata eran también los rebaños de alpacas, llamas y vicuñas de tamaño natural que fingían pastar en la sagrada pradera de los dioses.

Cuando los últimos rayos de sol caían oblicuamente sobre los palacios, templos y mansiones del Cuzco Inferior, que era donde solían residir los Emperadores y la nobleza, extraía increíble reflejos de sus techos a dos aguas, ya que la mayor parte de ellos estaban construidos a base de «paja» idéntica a la de las casas del Cuzco Superior, pero con la única diferencia de que se trataba de una costosísima «imitación», puesto que había sido trenzada a base de finos hilos de oro puro a los que habilísimos orfebres habían conferido el aspecto de simple paja.

Por aquellos tiempos, en el interior del Recinto Dorado de la ciudad del Cuzco, el oro y la plata eran más comunes que la piedra o la madera, y al admirar por enésima vez la exquisita armonía de aquella ciudad sin parangón, el general Saltamontes no pudo por menos que sentirse profundamente orgulloso de sus raíces.

Él, que había llegado más lejos que ningún otro de sus compatriotas en sus viajes y exploraciones, y que por lo tanto había tenido ocasión de estudiar las costumbres y el grado de desarrollo de las primitivas tribus de más allá de las fronteras del Imperio, podía valorar, mejor que nadie, la abismal diferencia que existía entre la refinada cultura que habían sabido imponer los Incas y el secular atraso en que solían vivir sus vecinos.

Bajo los tejados que ahora contemplaba, fueran de oro o de paja, habitaban médicos, maestros, arquitectos, constructores de puentes, orfebres, astrónomos, historiadores, generales, sacerdotes y funcionarios dedicados en cuerpo y alma durante la mayor parte de su tiempo a la tarea de contribuir al progreso y el bienestar de sus conciudadanos.

Aquél era un mundo armónicamente estructurado en el que cada pieza había sido colocada en su lugar exacto, al igual que existía un lugar exacto para cada pieza, por lo que, a su modo de ver, nada tenía que ver con la barbarie y la anarquía que había descubierto justamente al otro lado del último fortín del Imperio.

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