El Inca (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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Él habría sabido advertir al Emperador que lo primero que había que hacer era cortar el paso hacia el puente de Pallaca si se pretendía que la batalla de Aguas Rojas significase el fin de Tiki Mancka.

Él habría sabido advertir al Emperador que el sol y la sal destrozarían en muy poco tiempo las frágiles
cabuyas
de las embarcaciones.

Y él sabía cómo hacerle frente a infinidad de problemas a los que el Incario se enfrentaba con frecuencia, pero en lugar de presidir el Gran Consejo se veía obligado a permanecer encerrado en el templo asistiendo a interminables bailes y monótonas cantinelas mientras una cuadrilla de inútiles gobernaban el reino.

¡No era justo! No era justo que un advenedizo, hijo de miserables «destripaterrones», alcanzase de la noche a la mañana el grado de general al mando de diez mil hombres y habitase en un palacio de ensueño, mientras que él, primo de reyes, tuviese que contentarse con dormir en una pequeña estancia sin apenas derecho a su propia intimidad.

¡No era justo!

Y no era justo que ahora, cuando al fin se le presentaba la oportunidad de demostrar quién era y cuál era su auténtica valía, la suerte se volviera en su contra hasta el punto de poner en evidente peligro su propia vida.

Permaneció largo rato tan inmóvil como una estatua de piedra, y cuando al fin logró dominar el temblor de sus piernas y alcanzar a duras penas el cercano templo, fue para enfrentarse al lloroso rostro de su adorado Xulca, que parecía encontrarse al borde de una crisis nerviosa.

—¿Pero qué has hecho?… —fue lo primero que inquirió casi a gritos el hermoso mancebo—. ¿Por qué te has empeñado en traer la desgracia sobre nosotros?

—¿De qué me hablas? —se sorprendió.

—¿Que de qué te hablo? —repitió el otro—. Te hablo de lo que ya toda la ciudad comenta, porque en palacio los muros tienen oídos. Te has atrevido a desafiar al Emperador, y nadie ha hecho nunca tal cosa sin acabar en los mismísimos infiernos arrastrando consigo a cuantos le rodeaban. ¡Nos has condenado! ¡A todos!

—Me he limitado a cumplir con mi deber como sumo sacerdote del Templo de Pachacamac.

—¿Tú deber? —casi chilló el otro fuera de sí—. Tu deber era limitarte a protegemos e intentar predecir cuándo se movería la tierra, pero lo único que has hecho es perdernos y conseguir que se muevan los cielos… ¿Qué va a ser de mí ahora? ¿Dónde estaré a salvo de los verdugos del Emperador?

—Yo te protegeré.

—¿Tú?… —fue la despectiva pregunta—. ¿Y cómo?… Bastante tienes con intentar conservar el mayor tiempo posible tu pellejo, y si de algo estoy seguro, es de que, al no poder actuar, de momento, contra ti, el Emperador me elegirá como blanco de su ira… ¡Yo me voy! —concluyó decidido.

—¿Te vas? —se alarmó Tupa-Gala, incapaz de aceptar que tamaña desgracia cayera también sobre sus hombros—. No puedes irte. Te necesito a mi lado.

—A tu lado estoy muerto… —musitó Xulca sorbiéndose los mocos.

—¿Y adónde piensas ir?

—Me vestiré de hombre y me iré al norte, donde tengo familia… Tal vez acepten acogerme hasta que todo esto se olvide…

—Pero mi amor…

—¿Amor?… —repitió el indignado jovencito en tono de profunda amargura—. ¿Qué sabes tú de amor?… Tú únicamente te amas a ti mismo, y tienes tan alto concepto de tu propia valía, que siempre me has considerado un simple pedazo de carne, bueno tan sólo para darte placer. Y eso no es amor; tan sólo es vicio.

—¡No es verdad!…

—Sí que lo es, y no me contradigas porque ya ni siquiera me asustas. Al fin te has atrevido a mostrar tu verdadero rostro, y te aseguro que a mi modo de ver resulta abominable… Quédate aquí asesinando niños, porque lo que es para mí, tú eres el muerto.

Tupa-Gala pasó el resto del día y toda la noche en vela, sentado en el suelo con la espalda apoyada en el muro y sin apartar los ojos de un lecho que había compartido con docenas de hombres maravillosos, y aunque aún se sentía joven y con capacidad de disfrutar de cientos de noches de pasión desenfrenada, no se llamaba a engaño y aceptaba que aquella forma de vida jamás regresaría.

Había sido en aquella misma estancia, la más amplia del templo y reservada desde siempre al sumo sacerdote, donde, siendo apenas un adolescente, su predecesor en el cargo le sodomizó por primera vez una tibia noche de verano, y había perdido ya la cuenta de a cuántos adolescentes había iniciado él mismo a lo largo de todos aquellos años.

Aquél había sido siempre un mundo aparte; un coto cerrado y privilegiado del que el resto de sus conciudadanos preferían mantenerse al margen, y ahora él, su máximo exponente, aquel que con más brío debería defenderlo, lo estaba poniendo en notable peligro.

Se maldijo a sí mismo una vez más, pero cuando el primer rayo de sol anunció la llegada de un nuevo día había tomado una decisión: en vista de que todo parecía perdido, no le quedaba otra opción que correr hacia adelante, sacrificar a la niña, y confiar en que su dueño y señor, el dios Pachacamac, no decidiera traicionarle.

Si la tierra no se movía, y el heredero al trono veía la luz sano y salvo, tal vez el Emperador acabara por aceptar que actuó de buena fe, y que aquel inevitable sacrificio era el camino que conducía a la salvación del Incario, librándole definitivamente de caer en el caos, la disgregación y la anarquía.

Capítulo 13

L
a princesa Sangay Chimé perdió el sentido en el momento mismo en que una docena de soldados se presentaron a la puerta de palacio y le arrebataron a su hija.

Ni siquiera gritó.

Ni siquiera lloró.

Se limitó a desvanecerse y a permanecer luego como alelada hasta el mismo momento en que su esposo llegó bramando de ira y amenazando con cortarle la cabeza a cuantos se habían atrevido a ponerle la mano encima a su adorada Tórtola.

—¡Cálmate! —fue todo lo que acertó a decir con un hilo de voz apenas audible—. Nada conseguirás con cortarle la cabeza a nadie. El Cóndor Negro ha venido a posarse sobre el techo de nuestra casa, y cuando algo tan terrible ocurre no se puede hacer nada.

—¿Cómo que no se puede hacer nada? —se asombró Rusti Cayambe—. ¡Me niego a aceptarlo! Reuniré a mis hombres, y…

—Tus hombres te adoran, lo sé… —admitió ella—. Pero ni siquiera cien mil de ellos bastarían para arrancar a Tunguragua de las garras de los dioses, porque sospecho que ésta es una de esas situaciones que esos mismos dioses propician para burlarse de los seres humanos, pues saben que a la larga todos saldrán perdiendo.

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Que nosotros perderemos a nuestra hija; Tupa-Gala, la vida; el Emperador, la fe en su poder, y la reina, su propia estima… Nadie saldrá ganando porque, al fin y al cabo, a «Aquel que mueve la tierra», si es que existe, poco le importa la vida de un niño más o menos. Cada vez que se manifiesta aplasta a cientos.

—¿Y piensas resignarte a que así sea?

—¿Y qué otra cosa podemos hacer?

—¡Luchar!

—¿Contra qué, o contra quién? —quiso saber ella—. Éste es el mundo en el que nos ha tocado vivir, y en el que nos considerábamos unos privilegiados porque se nos había concedido lujo, abundancia, comodidades, siervos, amor y consideración social… —Dejó escapar un hondo suspiro—. Y para colmo de bienes… ¡una hija maravillosa! Pero de pronto, cuando todo en la vida nos sonreía, viene el recaudador de impuestos de los dioses a devolvernos a la realidad, despojándonos de aquello que más nos importa…

—¿Y no se te antoja injusto?

—¡Desde luego! ¿Pero acaso tenemos derecho a desesperarnos?

—¡Sí!… —replicó Rusti Cayambe, seguro de lo que decía—. Tenemos todo el derecho del mundo. ¿Qué me importan los palacios, los lujos o los siervos? ¿Qué me importa la consideración social o mi rango de general? Estoy dispuesto a volver a ser un humilde capitán y a vivir en la vieja choza de mis padres, pero no estoy dispuesto a perder a Tunguragua.

—Pues ya la hemos perdido… —fue la desalentada respuesta de su esposa—. Hazte a la idea de que llegó la muerte y nos la arrebató, puesto que, de igual modo que nada se puede hacer contra la muerte, nada se puede hacer contra los caprichos de los dioses.

—¡Pero es que aún no está muerta! —le recordó él.

—Lo sé, y eso es lo que más me entristece, porque imagino que nos estará llamando, perdida y asustada. Tienen que conducirla hasta la cima de una lejana montaña, y durante todo ese tiempo sufrirá lo indecible porque creerá que la hemos abandonado.

—¡Señor, señor! —musitó, incapaz de contenerse, el general Saltamontes—. ¿Por qué has enviado sobre nosotros todo el peso de tu ira?

—Probablemente porque fui una insensata al rebelarme contra las normas establecidas —señaló ella—. Imaginé que tenía derecho a unirme a aquel a quien mi corazón había elegido, y ahora descubro que me obligan a pagar por ello.

—¡Pero el mismísimo Emperador bendijo nuestro matrimonio!

—Pero el Emperador no es dios, por más que se empeñe en creérselo… Si ni siquiera controla el destino de sus propios hijos, que se niegan a nacer, ¿cómo vamos a esperar que controle el destino de Tunguragua? Estoy segura de que se la están arrebatando de las manos al igual que nos la han arrebatado a nosotros.

—¡Pero si él quisiera!…

—¡Quiere, pero no puede!

—Bastaría con una orden suya.

—Esa orden podría acarrear el desmoronamiento del Imperio, y lo sabe —puntualizó Sangay Chimé, que se iba serenando por momentos—. El heredero aún no se encuentra firmemente afianzado en el vientre de la reina, por lo que su nacimiento continúa siendo una incógnita. Si una vez más se malograra, y el Inca hubiera cometido el imperdonable error de ignorar las costumbres y las leyes, los secesionistas tendrían razones más que suficientes para descalificarle, con lo que su larga dinastía se habría extinguido.

—Veo que razonas como un miembro de la nobleza y empiezas a tomarte las cosas con excesiva calma.

—«Soy» un miembro de la nobleza, pero la resignación nada tiene que ver con la calma —le hizo notar ella—. Mi alma está desgarrada y mi corazón revienta de ira, pero lo que más daño me causa es la impotencia. Lo único que deseo es morir, y no dudaría un segundo a la hora de dar mi vida por la de Tunguragua, pero me consta que no aceptarían el cambio. —Le miró directamente a los ojos—. ¿Qué podemos hacer más que pedir que los cielos nos concedan resignación? —quiso saber.

—Ya te lo he dicho…: luchar.

—¿Luchar? —repitió la princesa en tono de profunda fatiga—. ¿Luchar contra qué o contra quién? Ni siquiera el Gran Consejo se atrevería a desafiar a Pachacamac, que ha sido, desde el comienzo de los tiempos, el gran azote del Incario. Recuerda el terremoto de hace doce años. Dejó los campos sembrados de cadáveres, y el maestro de ceremonias perdió de golpe a tres de sus hijos. ¿Crees que lo ha olvidado? ¿Crees que no vive con el terror de que vuelva a suceder? Si Tupa-Gala amenaza con despertar a su señor, hasta el último consejero correrá como una ardilla.

—¡Le mataré!…

—Y yo te agradeceré que lo hagas, pero no ahora. Espera a que nazca el príncipe, y si el Emperador no lo ejecuta, arráncale el corazón y arrójalo al fondo del lago Titicaca para que su alma en pena pase el resto de la eternidad buscándolo inútilmente…

—¡Mi ama!…

La princesa se volvió molesta hacia la excitada nodriza que había hecho su aparición en la entrada del salón.

—¿Qué quieres ahora? —inquirió impaciente.

—¡Venga a ver esto!

Salieron a la terraza en la que Rusti Cayambe solía jugar cada tarde con la niña.

Ya era noche cerrada, pero una extraña claridad lo iluminaba todo, y cuando se aproximaron a la balaustrada y el Recinto Dorado se extendió bajo ellos, descubrieron que el sagrado Campo del Sol se encontraba completamente invadido por miles de cuzqueños, y que cada uno de ellos, fuera hombre, mujer o niño, portaba en la mano una pequeña lámpara de aceite.

Permanecían en respetuoso silencio, compartiendo su dolor al igual que tiempo atrás compartieron su alegría Sangay Chimé se esforzó por mostrarse fuerte y serena, pero al poco gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas, y su esposo tuvo que sujetarla por la cintura para conseguir que se mantuviera en pie.

Allí, bajo ellos, se encontraba todo un pueblo, ¡su pueblo!, intentando consolar a unos padres inconsolables, puesto que hasta el último de los presentes comprendía que la desgracia que se había abatido sobre ellos superaba cualquier capacidad de resistencia.

Permanecieron en la terraza largo rato, como hipnotizados por el mar de diminutas llamas parpadeantes, y al fin se encaminaron a la habitación de Tunguragua, se abrazaron a su muñeca predilecta y permitieron que un llanto incontenible ahogara por unos instantes su indescriptible pena.

Desde el ventanal de su dormitorio, la reina Alia contempló de igual modo a la multitud que no se había movido de su sitio, y al poco se encaminó a la estancia en la que su hermano solía pasar las horas cuando se encontraba inquieto o preocupado.

—¿Has visto lo que está sucediendo? —inquirió, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió en tono cortante—: Te eduqué para ser el único dueño de tu propio destino y siempre me había sentido orgullosa de mi obra, pero ahora advierto que por primera vez has perdido el control. Esos de ahí están intentando decirte algo y son tu pueblo, pero tú no lo escuchas.

—¡Lo escucho! —le contradijo él—. ¡Naturalmente que lo escucho! ¿Pero qué puedo responder? ¿Acaso uno solo de entre todos ellos es capaz de garantizar que la tierra no va a estremecerse? ¿Acaso me garantizas tú, su madre, que mi hijo va a nacer sano y salvo? —Extendió la mano y la colocó sobre el vientre que ya aparecía levemente abultado—. ¡Está aquí dentro! —dijo—. Apenas el grosor de un dedo me separa de él, y sin embargo aún lo siento muy lejos… —Movió de un lado a otro la cabeza, pesaroso—. ¡Si pudiera hablarme! Si pudiera decirme que se siente fuerte, seguro y decidido, y que ningún terremoto le obligará a desistir de su intención de ver la luz de su padre el Sol, te juro que en este mismo momento mandaría despellejar a quien tanto daño nos está causando… —Negó de nuevo—. Pero aún no me habla; ni siquiera me da una señal de que está vivo.

—¡Lo está!

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es parte de mí, y porque si estuviera muerto también yo lo estaría —fue la decidida respuesta—. Vive, crece y se fortalece día tras día… Y lo que más deseo es que el día de mañana se sienta tan orgulloso de ti como yo misma me siento… —Le tomó el rostro entre las manos, le obligó a mirarle directamente a los ojos y suplicó ansiosamente—: ¡Impide esa ceremonia!…

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