—¿A qué esperamos entonces?
—Hay que cargar con cuanto pueda arder. Buscaron cestos, madera y ropas, y a los pocos minutos ya estaban una vez más en marcha, siempre hacia el oeste, siempre hacia aquella invisible montaña que debería de encontrarse allí, por donde se había puesto el sol.
El camino, llano, resultaba, no obstante, muchísimo más difícil de recorrer que la más empinada de las montañas.
Los pies se hundían en el agua hasta casi las pantorrillas, y poco antes de la medianoche los enormes charcos empezaron a helarse, con lo que el mero hecho de mantener el equilibrio comenzaría a ser un tremendo problema.
A más de cuatro mil metros de altitud y en plena noche, la puna negra se convertía en el lugar más inhóspito y desolado del planeta.
—¡Vamos, vamos, vamos!…
Lo poco que quedaba de las sandalias se convirtió en un despojo; por consiguiente tuvieron que continuar descalzos, y ello motivaba que un frío mortal se adueñara de todo su cuerpo, amenazando con matarlos pese a que siguieran caminando como autómatas.
Sangay Chimé llegó al límite de sus fuerzas, perdió pie, cayó de bruces sobre una placa de hielo y lanzó un desgarrador gemido que rompía el alma.
—¡Tórtola! —fue lo último que dijo—. ¡Mi Tórtola!
La alzaron en brazos, la condujeron hasta un punto ligeramente más elevado y que permanecía seco y prendieron una hoguera con intención de que entrara en calor y volviera en sí, pero Rusti Cayambe llegó muy pronto a la conclusión de que tardaría demasiado tiempo en recuperarse.
Observó los rostros de los silenciosos soldados, comprendió de igual modo que le habían ofrecido cuanto cabía esperar de un ser humano, y acabó por señalar, convencido:
—¡Quedaos con ella! Mantened el fuego todo lo posible y procurad que no se congele. Continuaré solo.
—¡Voy contigo!… —replicó el más joven de los tres—. ¡Aún me quedan fuerzas!
—El camino es muy largo y no es tu hija.
—¡Lo es! —le contradijo el otro—. Desde que salimos del Cuzco, Tunguragua es hija de todos.
Su general le miró a los ojos, leyó en ellos la firmeza de su decisión y aceptó con un leve ademán de cabeza.
—¡Adelante entonces! —dijo.
Ninguna noche fue nunca más larga, más fría y más tétrica.
Ninguna tan angustiosa y agotadora.
Ninguna debió de existir en que la negra mujer de la guadaña persiguiera con más furia a dos hombres que se le escapaban chapoteando por entre el fango, el agua y el hielo.
El frío, se convirtió en el peor de los enemigos imaginables y el viento que descendía aullando de las cumbres les cubría el rostro de escarcha, cuarteándoles los labios y cegando sus ojos.
El alba ni siquiera tenía intención de anunciar su presencia cuando ya Rusti Cayambe avanzaba sin rumbo, perdida la conciencia, adelantando un pie tras otro sin que su embotado cerebro fuera capaz de emitir orden alguna, por lo que en el momento en que al fin se detuvo para lanzar una embobada mirada a su alrededor, descubrió con dolor y amargura que se había quedado solo.
El animoso muchacho que le venía siguiendo se había perdido en las tinieblas, y sin duda en aquellos momentos yacía boca abajo, transformado en un pedazo de hielo más del páramo.
Quiso gritar, llamándolo, pero tan sólo un ronco estertor surgió de su garganta, se frotó los brazos puesto que, de tanto tiritar; parecían querer desprendérsele, y tras cerciorarse de que no se adivinaba resto alguno de su acompañante, alzó los ojos hacia las estrellas, se orientó una vez más y reanudó su tambaleante marcha hacia poniente.
Al amanecer se encontraba ya casi a los pies del picacho. Aguzó la vista intentando distinguir cualquier rastro de presencia humana, pero no vio más que nieve.
Dio un nuevo paso, las piernas le fallaron y se quedó muy quieto, con una rodilla en tierra y el brazo en alto como buscando un punto de apoyo aun a sabiendas de que no encontraría más que aire.
Lanzó un sollozo.
Exhausto, con los pies sangrantes, las piernas laceradas y el cerebro embotado, gimió pidiendo ayuda pese saber como sabía que nadie acudiría nunca en su ayuda.
La puna negra era sin duda el confín del universo, un lugar maldito del que hasta los cóndores huían.
Permaneció completamente inmóvil durante un larguísimo período de tiempo, y quien le hubiese visto probablemente habría imaginado que se había convertido en una estatua de hielo que habría de permanecer en idéntica posición hasta el fin de los siglos.
Pero a sus espaldas surgió el sol.
¡El dios Sol!
Un sol que a semejante altura, sin una sola nube que le impidiera lanzar sus rayos verticalmente, a muy poca distancia de la línea equinoccial, abrasaba como plomo fundido, hasta el punto de que al cabo de una hora la sangre pareció comenzar a moverse, los músculos cobraron vida nuevamente, el aire descendió con más facilidad a los pulmones y la estatua de hielo emergió de un larguísimo sueño que le había llevado hasta las puertas mismas de la muerte para ponerse en pie tambaleándose como un borracho incapaz de controlar sus propios reflejos.
Cuando al fin Rusti Cayambe abrió de nuevo los ojos, resultó evidente que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba.
Dio dos cortos pasos y se cayó de culo.
Sopay, el Maligno, el peor de los demonios del averno, surgió de las profundidades de una laguna helada para tomar asiento a su lado y susurrarle al oído que cerrase de nuevo los ojos, se tumbara sobre la tierra ahora caliente y se olvidara de cuanto no fuera dormir durante horas.
Ya no podía hacer nada. Ya todo había acabado.
Estaba allí, al pie de una escarpada montaña, pero resultaba evidente que se había convertido en el único ser vivo del planeta.
Al final de aquella tétrica puna negra nadie había puesto los pies durante siglos.
—¡Duerme!… —musitó una vez más Sopay—. ¡Duerme y olvídate de todo!
—¡Tórtola! —le replicó con un hilo de voz—. ¡Mi pequeña Tórtola!
—¡Tórtola ha muerto… Duerme!
Por unos instantes Rusti Cayambe soñó que había regresado a los días en que se perdió en el desierto de Atacama.
Se sentía igual de vencido, igual de muerto. Los párpados le pesaban, los brazos parecían de plomo, las piernas se negaban a sostenerle y la misma voz repetía idéntico consejo:
—¡Duerme!
Primero se tumbó de costado, luego se puso a cuatro patas, más tarde de rodillas y por último consiguió erguirse aferrándose a lo único que ya le quedaba en este mundo: el nombre de su hija.
Recorrió una vez más con la vista las faldas del horrendo picacho, pero continuó sin distinguir rastro alguno de presencia humana.
Volvió la vista atrás y el páramo se encontraba igualmente vacío.
Incluso Sopay, el Maligno, había regresado a su cubículo del reino de las tinieblas.
Al ponerse en pie lo había vencido, pero sin duda era aquélla una inútil victoria que a nada conducía.
Escupió sangre, aspiró profundo y se puso de nuevo en marcha.
Una hora después iba dejando a su paso una roja mancha sobre la nieve de la montaña cuya cima no se encontraría a más de mil metros sobre el nivel del páramo. Pero que vista desde donde se encontraba podría considerarse casi en el otro mundo.
Y es que aquel perdido picacho andino se mostraba especialmente agreste y escarpado, con grandes zonas en las que las negras paredes aparecían como cortadas a cuchillo, libres de una nieve que no había tenido ni siquiera un punto al que aferrarse, mientras que en otras el terreno subía y bajaba formando pliegues en los que esa nieve se acumulaba de forma harto caprichosa.
Se vio obligado a dar un enorme rodeo con el fin de iniciar el ascenso por la cara que parecía la más accesible, sobrepasó una delgada roca solitaria que semejaba un vigía siempre atento y al cabo de una hora de avanzar a duras penas con la nieve hasta las rodillas giró a la izquierda y se la encontró de frente sentada bajo un saliente de piedra, con los ojos muy abiertos como si hasta el último momento hubiese deseado mirar cara a cara a la muerte.
El corazón le dio un vuelco y no pudo evitar emitir un ronco gemido.
Aquélla era tal vez su última esperanza.
La única aliada que le quedaba en este mundo, la fiel nodriza que había criado a la princesa Sangay Chimé y más tarde a su hija, Tunguragua, permanecía allí, muy quieta, luciendo la tétrica sonrisa que se asoma a los labios de cuantos mueren de frío.
Parecía viva. Tan viva como cuando jugaba a hacer bailar los trompos en la terraza del palacio, sentada sobre sus piernas y con las manos cruzadas sobre el halda, vestida con sus mejores galas, porque sin duda murió consciente de que tendría que pasar muchísimos años en el lugar en el que había decidido darse al fin por vencida.
Rusti Cayambe había demostrado ser un hombre fuerte y acostumbrado a vencer cualquier tipo de emoción, pero en aquellos momentos no pudo evitar que una lágrima rebelde asomara a sus ojos, puesto que tenía muy claro que aquél sería el aspecto que muy pronto tendría su propia hija, y probablemente él mismo, ya que no se sentía con fuerzas como para regresar por donde había venido.
Se encontraba agotado, tan deshecho como un viejo pantalón al que se le hubieran roto todas las costuras, y no se sentía capaz de encontrar un solo músculo de su cuerpo que respondiera sin rechistar a las órdenes que le enviaba su cerebro.
Permaneció un largo rato allí, sentado junto a un cadáver que era ya más bien una estatua de hielo, observando desalentado la inclinada pendiente que nacía bajo sus mismos pies, y al final de la cual no se distinguía más que un cielo azul resplandeciente.
—¡Vamos, vamos, vamos! —se dijo, pero sus piernas ni tan siquiera se movían—. ¡Vamos, vamos, vamos, cada minuto cuenta!
Pero los minutos pasaban y las fuerzas no acudían.
Se volvió a lanzar una última ojeada al cadáver pensando en que tal vez sería una buena compañía con la que pasar los próximos mil años, y fue en esos momentos cuando reparó en la pequeña bolsa oscura que le colgaba del ancho cinturón de lana.
Suplicó un milagro, extendió la mano y la arrancó de un golpe.
¡Loados fueran los dioses!
Aparecía casi mediada de verdes hojas, y contenía incluso una pequeña cantidad de cal.
¡Loados fueran mil veces los dioses que habían puesto sobre la tierra una planta sagrada para que acudiera en ayuda de los desesperados!
Masticó con ansia, se recostó contra la pared de roca, cerró los ojos y aguardó los efectos de algo que nunca había considerado una droga capaz de crear adicción, sino únicamente una planta medicinal que le ayudaba a vencer el hambre y superar la fatiga en los momentos difíciles.
Por fin se puso de nuevo en pie y extendió la mano con el fin de acariciar levemente el rostro de la difunta.
—¡Gracias!… —musitó.
Reemprendió la marcha trepando a gatas por la empinada pendiente, escupiendo sangre mezclada con la verde saliva, maldiciendo, resoplando y a punto a cada paso de resbalar de nuevo hasta el fondo de la barranca.
Se vio obligado a detenerse para tomar aliento por tres veces.
Incluso se tumbó de espaldas sobre la nieve para permitir que el sol le calentara las manos que eran ya una pura llaga, y cuando al fin alcanzó la cima del repecho, cerró los ojos y se encomendó al Gran Viracocha en un último esfuerzo por conseguir que se apiadara de todos sus sufrimientos y no hiciera que se enfrentara una vez más a un paisaje de nieve y rocas vacío y desolado.
Al fin se decidió a mirar y allí estaban.
A unos trescientos metros de distancia, y no más de doscientos de la cumbre, una veintena de soldados habían alzado un rústico campamento en la pequeña explanada que se abría hacia poniente.
Avanzó tambaleándose como un borracho aunque se esforzara por conservar una cierta dignidad, pero todos sus esfuerzos resultaban inútiles, puesto que cada cuatro o cinco pasos las piernas le fallaban, caía de rodillas y tenía que hacer un terrible esfuerzo con el fin de ponerse una vez más en pie.
Al poco advirtió cómo un hombre corría sin aliento a su encuentro para detenerse, observarle horrorizado por su aspecto e inquirir con voz temblorosa:
—¿Qué ha dicho el Emperador?
Rusti Cayambe permaneció como idiotizado, intentó hablar, pero ni siquiera acertó a pronunciar una sola palabra.
El capitán de la guardia se quedó muy quieto, como si no quisiera dar crédito a lo que estaba viendo, pero por último extendió la mano, apartó el lacio cabello que caía sobre el rostro del despojo humano que se encontraba frente a él y al poco dejó escapar una especie de desgarrado lamento:
—¡General!
E
l Emperador recorrió con la vista la masa humana arrodillada a sus pies, sin distinguir más que espaldas y cabezas, puesto que ninguno de los presentes osaba alzar los ojos del suelo, que tenían a un palmo de la nariz, conscientes de que aquel día su dueño y señor parecía muy capaz de ordenar que los dejaran ciegos por el simple delito de atreverse a mirarle sin su consentimiento.
Se veían obligados a aguardar a que les dirigiera la palabra, ya que no era aquélla una recepción habitual, y el estricto protocolo ordenaba que cuando el Emperador se sentaba en el trono luciendo la borla roja distintiva de su inmenso poder, no actuaba tan sólo como Inca, sino como un semidiós descendiente en línea directa del mismísimo Sol, y por lo tanto mirarle de frente significaba tanto como mirar al astro rey en pleno mediodía.
Algo terrible estaba a punto de ocurrir.
El miedo enrarecía el ambiente, la muerte se paseaba con su afilada guadaña entre las hileras de hombres atemorizados, y cada uno de ellos parecía estar temiendo que la ira del todopoderoso cayera directamente sobre su cabeza.
Aquel rostro, por lo general amable dentro de su natural severidad, aparecía ahora crispado, los ojos, a menudo levemente burlones, brillaban como carbones encendidos e incluso la voz, grave y profunda aunque conciliadora, dejaba entrever una tonalidad poco común que permitía entender al más lerdo que se avecinaban momentos difíciles.
El silencio, roto tan sólo por los gritos de las guacamayas del jardín, se prolongó durante largos minutos, y la quietud obligaba a imaginar que más que seres humanos, los presentes eran en realidad estatuas de piedra.