El Inca (26 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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—De mucho, porque nos habremos ganado a pulso el derecho a engendrar nuevos hijos, y a intentar ser felices pese a que Tunguragua siempre nos falte…

—¡La echo tanto de menos!… ¡Es tan hermosa! ¡Y tan dulce!

—Es dulce y hermosa, pero sobre todo es nuestra hija, y los dioses nos la concedieron para que cuidáramos de ella costara lo que costara.

—A veces pienso que nos están poniendo a prueba porque rompimos la ley que ordena que cada cual se debe casar con alguien de su rango —musitó ella—. Nos están obligando a demostrar que nuestro amor es lo suficientemente fuerte como para soportar el más duro de los trances.

—No creo que los dioses pierdan su tiempo en algo tan trivial —la contradijo Rusti Cayambe—. Y mucho menos si está en juego la vida de una niña. La culpa de todo es de Tupa-Gala, que a la larga será el mayor perjudicado, puesto que, ocurra lo que ocurra, tú y yo seguiremos juntos.

—Cuando te oigo hablar en ese tono tengo la impresión de que me estás preparando para lo peor.

Él la tomó de la barbilla y la obligó a que le mirara a los ojos.

—Lo peor ya ha ocurrido —susurró—. Lo peor es la incertidumbre… Si por desgracia Tunguragua muriese, sabríamos que ha dejado de sufrir, que nos espera en alguna parte, y que podremos empezar una nueva vida con la conciencia totalmente tranquila… —Agitó la cabeza, pesimista—. ¡Pero esto!… Intentar mantener a toda costa un hilo de esperanza es para mí lo más duro.

Ella se recostó contra su pecho buscando su protección, él la rodeó con el brazo, y al poco se quedaron dormidos, soñando con el momento de volver a acariciar a su pequeña.

Al alba ya estaban de nuevo en marcha y dos horas más tarde se toparon con un despreocupado muchachuelo que marchaba a buen paso sin cesar por ello de hacer sonar un caramillo al tiempo que arreaba a una veintena de alpacas, y que de improviso se detuvo, quedando como alelado al verlos.

—¿De dónde salen? —inquirió estupefacto.

—De las montañas.

—De «esas montañas» —repitió en tono incrédulo—. Nunca vi a nadie llegar por ese camino…

—Pues nosotros lo hemos hecho…

—¡Cuesta creerlo!

—¿Queda muy lejos la Calzada Real?

El pastorzuelo se volvió para señalar con ayuda del caramillo al fondo del cultivado valle que se abría a sus espaldas.

—Al otro lado del río.

—¿Has visto pasar por aquí a una gran procesión con músicos y soldados?

El rapaz meditó unos instantes y por último negó con un decidido gesto de cabeza.

—Dicen que últimamente ha habido mucho trasiego de
chasquis
que van y vienen, pero, aparte de eso, yo no he visto nada especial.

Sangay Chimé hizo un gesto hacia el rebaño.

—¿Nos darías un poco de leche?

—¡Toda la que quieran! —replicó el muchacho al que se advertía de lo más feliz ante una situación tan poco usual—. Esas malditas bestias lo único que dan es leche y problemas…

Se atiborraron de una leche tibia y reconfortante, reemprendieron el camino, y el sol estaba en su cenit en el momento en que vadeaban un riachuelo para poner al fin el pie en la hermosa «carretera» que descendía desde el Cuzco hasta la costa.

Tenía más de cinco metros de anchura y casi toda ella aparecía perfectamente empedrada puesto que conformaba una de las columnas vertebrales de la red viaria del Imperio, que con el tiempo llegaría a contar con más de cuarenta mil kilómetros de extensión, que abarcaban desde el río Ancasmayo, al norte, hasta el río Maule, en el extremo sur, y del océano Pacífico a las selvas amazónicas.

Caminos, puentes, ciudades y fortalezas conformaban los pilares del poderío económico y militar del Incario, y poner el pie sobre la Calzada Real o
capac-ñan
constituía un motivo de orgullo para sus habitantes.

Tomaron asiento en uno de los incontables peldaños de la gigantesca escalinata, y durante largo rato permanecieron muy quietos y en silencio, íntimamente satisfechos de haber coronado con éxito la casi increíble proeza de atravesar de parte a parte la abrupta cordillera oriental.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió por último el más joven de los soldados.

—Esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—El que haga falta… —puntualizó Rusti Cayambe—. Sabemos que pronto o tarde la procesión pasará por aquí.

—Pueden tardar días… O incluso semanas.

—Pues esperaremos días… O incluso semanas.

—¿Y no sería mejor subir a su encuentro?

—Necesitamos descansar.

—No, por lo que a mí respecta… —intervino Sangay Chimé—. Prefiero salir a su encuentro a quedarme aquí sin hacer nada. Tú mismo aseguras que la incertidumbre es siempre lo peor.

Su marido la observó con atención. Había adelgazado terriblemente, y bajo los antaño luminosos ojos se habían formado oscuras bolsas que indicaban que se encontraba al límite de sus fuerzas, pero esos mismos ojos reflejaban la magnitud de su determinación, y que parecía dispuesta a reventar antes que a renunciar a su empeño.

Volvió luego la vista a la parte alta del camino que trepaba en suave pendiente y anchos escalones formando una amplia curva hasta las cultivadas terrazas que dominaban el valle por levante, y tras meditar unos instantes, asintió con un leve gesto de cabeza.

—¡De acuerdo! —dijo al fin—. Dormiremos un rato y reemprenderemos el camino.

Pero apenas tuvieron tiempo de cerrar los ojos, porque al poco hicieron su aparición en la cima de la colina tres mujeres que descendían por la Calzada Real con los pasitos cortos y rápidos que caracterizaban a las campesinas de las tierras altas.

Las observaron mientras avanzaban como saltarinas ratitas multicolores hasta que al llegar a su altura se detuvieron casi en seco para saludar con todo el respeto que se esperaba de quienes comprendían que se habían topado con personajes de casta muy superior.

—¡Buenos días! —dijeron casi al unísono.

—¡Buenos días!

—¿De dónde venís? —quiso saber Rusti Cayambe.

—Del Cuzco, señor.

—¿Y hacia dónde os dirigís?

—A Chinchillape, señor.

—Un viaje muy largo.

Asintieron las tres a un tiempo.

—Muy largo, señor… —¿Por casualidad os habéis encontrado por el camino con la procesión del
capac-cocha
?

—Oh, sí, señor. ¡Naturalmente! Nosotras formábamos parte de la procesión del
capac-cocha
que se dirigía al Misti. Aceptamos formar parte de ella puesto que así podíamos regresar cómodamente a Chinchillape.

—¿Y por qué la habéis abandonado?

—Porque ya no existe más, señor.

—¿Cómo es eso? —intervino con voz temblorosa Sangay Chimé, que había palidecido de improviso—. ¿Qué ha ocurrido?

Fue en ese momento cuando la mayor de las mujeres se fijó en ella, entrecerró los ojos y al fin exclamó sorprendida:

—¡Yo te conozco! Tú eres la princesa Sangay Chimé, la madre de Tunguragua… Te he visto varias veces en casa de mi ama… —Se volvió a Rusti Cayambe, al que observó con mayor atención para añadir—: Y tú eres su marido, el general Saltamontes.

—¡Sí, lo somos! —se impacientó este último—. ¡Pero responde! ¿Qué ha ocurrido?

—Que ese hijo de puta de Tupa-Gala, y perdón por la expresión, señor, se dio cuenta de que nos estábamos burlando de él, por lo que decidió cambiar el lugar del sacrificio… Ya no será en el Misti.

—¡Que los dioses nos protejan! ¿Dónde entonces?

—En un picacho que se alza al final de la puna negra.

—¿Cuándo?

—Mañana. Ayer a mediodía Tupa-Gala nos abandonó en mitad de la puna, llevándose únicamente una pequeña escolta. Como apenas quedaban provisiones, nos ordenaron que cada cual regresara como buenamente pudiera. La mayoría ha vuelto al Cuzco, pero nosotras hemos preferido continuar viaje hasta casa.

—¿A qué distancia se encuentra ese picacho?

Las tres mujerucas se miraron, y resultaba evidente que no lo tenían muy claro. Cuchichearon entre ellas y, al fin, la que parecía llevar la voz cantante señaló:

—Nosotras partimos al amanecer y sólo hemos hecho tres pequeñas paradas. Si te das mucha prisa tal vez puedas alcanzar la
huaca
de la puna negra antes de que cierre la noche. Desde allí, el nevado se divisa en la distancia, justo hacia poniente. No parece muy alto, pero sí bastante escarpado.

—¿Seguro que se encuentra a poniente de la
huaca
?

—Seguro, señor. Ayer, al caer el sol, me fijé en que se ocultaba a mitad de su ladera izquierda… Me dio mucha pena pensar que aquella horrenda montaña seria la última morada de una criatura tan dulce.

—¡Os agradecemos mucho vuestra información!

—¡No hay de qué, señor! Todas estamos en contra de semejante salvajada. —Hizo una corta pausa—. ¡Y una cosa más, señor!… Los soldados del Emperador te están buscando.

—Lo suponía, pero gracias también de todos modos.

—Que los dioses pongan alas en tus pies.

Capítulo 18

N
o fueron los dioses los que pusieron alas en sus pies, sino la desesperación de saber que al día siguiente la niña estaría muerta.

Corrían como si les fuera en ello la vida —y de hecho les iba—, pero al poco Rusti Cayambe decidió marcar un ritmo más pausado y constante, adecuando el paso a los accidentes del terreno, puesto que las escalinatas, las subidas y las bajadas destrozaban en poco tiempo cualquier capacidad de resistencia.

El mundo parecía no tener límites.

A un valle seguía otro valle, a éste una agresiva montaña, luego un riachuelo y más tarde una escarpada ladera por la que la hermosa Calzada Real serpenteaba hasta alcanzar un frágil puente que bailaba al ritmo del viento y del rumor de las aguas del río que cruzaba bajo él.

Hacía frío.

Pero sudaban. Tenían hambre.

Pero se sentían incapaces de probar bocado. Estaban agotados.

Pero jamás se detenían.

¿Dónde estaba la puna negra?

Atravesaban aldeas y caseríos sin intercambiar siquiera una palabra con sus habitantes, cruzaban junto a hombres y mujeres que labraban los campos o pastoreaban el ganado, dejaban muy atrás a solitarios viajeros que los veían pasar como si estuvieran locos, pero su destino parecía encontrarse cada vez más lejano.

Distinguieron la amazacotada silueta de un
tambo
ante cuya puerta charlaba un grupo de soldados, por lo que se vieron obligados a dar un enorme rodeo ante la desesperación de Sangay Chimé.

—¡Vamos, vamos!… —gritaba una y otra vez.

—¡Cálmate! —le suplicaba de continuo su esposo—. ¡Cálmate o reventarás!

—Reventaré si no llegamos a tiempo.

Comenzaba a caer la tarde cuando se detuvieron ante la entrada de una pequeña
huaca
tallada en la roca justo sobre el nacimiento de un cristalino manantial de aguas heladas.

Al observarlos, tan destrozados, cabía preguntarse cómo era posible que aún consiguieran mantenerse en pie, y resultaba evidente que cualquier ser humano que no estuviese acostumbrado a la altura y el frío habría desistido tiempo atrás, pero ellos, y pese a su apariencia de absoluta derrota, continuaban manteniendo el ánimo decidido con la esperanza de coronar una nueva cima y vislumbrar el nacimiento de la puna negra antes de que las tinieblas se apoderaran definitivamente del paisaje.

—¡Mataré a ese malnacido! —masculló el general Saltamontes en cuanto consiguió recuperar el aliento—. Le arrancaré el corazón por los sufrimientos que nos está causando.

Era el suyo en verdad un sufrimiento fuera de toda capacidad de descripción, puesto que se trataba de miedo, angustia, dolor y un cansancio infinito que invitaba a recostarse contra una roca y quedarse dormido pese a que se tuviera plena conciencia de que cada minuto resultaba vital y de él dependía que llegaran o no a tiempo de librar de una espantosa muerte a su adorada Tórtola.

¡Tórtola!

Los valles andinos aparecían plagados de frágiles tórtolas que de tanto en tanto alzaban el vuelo asustadas, y cada una de ellas les recordaba —si es que en algún momento conseguían olvidarla— a la hermosa criatura que al día siguiente seria abandonada en la cima de un picacho nevado, donde moriría de frío.

¡Qué lejos parecía encontrarse aquel nevado!

Hacia poniente de la puna negra, allá en el horizonte, pero ni siquiera habían alcanzado aún el oscuro páramo desde el que divisarían la horrenda montaña.

—¡Vamos, vamos, vamos!…

De nuevo en marcha, de nuevo la interminable ascensión, y de nuevo un río y un puente y un barranco…

Oscurecía.

La noche les infundía terror, no por miedo a las tinieblas, sino porque tenían plena conciencia de que hasta la salida de la luna no podrían dar un paso sin riesgo a precipitarse hasta el fondo de uno de aquellos insondables precipicios.

El Cóndor Negro volaba de nuevo hacia ellos, y en esta ocasión sus alas parecían más tétricas que nunca.

—¡Vamos, vamos, vamos!…

Faltaba el aire incluso a unos pulmones sin comparación con los de cualquier otro ser humano.

¡Qué aprisa caía la noche, allí tan cerca de la línea ecuatorial!

—¡Vamos, vamos, vamos!…

¡Que los cielos nos ayuden!

Casi a rastras coronaron una loma y allí estaba…

¡La puna negra!

Un páramo sin límites, cubierto de inmensos charcos que muy pronto, en cuanto el viento nocturno llegara de las cimas nevadas, comenzarían a congelarse.

Encendieron fuego, improvisaron antorchas y a su escasa luz avanzaron por la amplia Calzada Real hasta que al fin distinguieron la irregular silueta de la gran
huaca
junto a la que la procesión se había disuelto.

Rusti Cayambe tomó asiento sobre una roca y respiró profundo mientras alzaba los ojos al cielo buscando la lejana luz de la Cruz del Sur que destacaba, fiel a sí misma, en la inmensidad de un cielo tachonado por millones de estrellas.

—Hacia poniente… —dijo—. Hacia allí.

Un buen militar tenía la obligación de saber guiarse por las estrellas, y el general Saltamontes había demostrado sobradamente ser un excelente militar.

Encendieron un fuego al que fueron echando los mil objetos que los miembros de la procesión habían abandonado a la hora de regresar al Cuzco, y tras comer algo se sintieron mucho más animosos.

—Si caminamos a buen ritmo toda la noche, al amanecer habremos alcanzado las faldas de ese picacho.

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