El Inca (22 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: El Inca
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Rusti Cayambe abrió los brazos como queriendo abarcar cuanto le rodeaba.

—¿Pero y todo esto?

—¿Qué? —quiso saber ella—. ¿El palacio, las joyas, los esclavos?… ¿Qué pueden importarme si me falta la sonrisa de mi hija?

—¿Pero y tu posición social?

—¡Qué tontería! —contestó, casi enfurecida, ella—. Ha sido por culpa de esa «posición social» por lo que nos arrebataron a Tunguragua, y renuncié a ella desde el momento mismo en que se la llevaron… —Le apuntó acusadoramente con el dedo, y su tono se hizo casi amenazante al señalar—: Si crees que existe una sola posibilidad entre un millón de que tu plan tenga éxito, empieza a moverte, pero en caso contrario no me atormentes haciéndome concebir falsas esperanzas.

Él la tomó de las manos y le miró a los ojos.

—¿Estás absolutamente decidida? —quiso saber.

—Como jamás lo he estado de nada en este mundo.

—¡Bien! —admitió Rusti Cayambe—. En ese caso envía a buscar a Pusí Pachamú.

Capítulo 15

—M
e maldigo por haber dado tan nefasta idea —se lamentó Pusí Pachamú a la tarde siguiente—. Entiendo vuestras razones, y admito que tal vez yo haría lo mismo, pero no puedo olvidar que estás cometiendo el mayor acto de rebeldía de que tengo memoria, y la cólera del Emperador os seguirá a donde quiera que vayáis.

—¿Y qué daño puede hacernos que supere al hecho de sacrificar tan cruelmente a nuestra hija? —quiso saber la princesa Sangay Chimé—. ¿Matarnos? ¿Despellejarnos vivos? Yo ya me siento muerta y despellejada, pese a que aún respire y mi piel continúe en su sitio.

—¿Pero y si Pachacamac despierta?…

—Tú sabes muy bien que Pachacamac no va a dormir más o menos tiempo por el hecho de que Tunguragua viva o muera. Cuando se despierta con sed de sangre, la hace correr en cascada.

—Eso es muy cierto.

—¿Entonces?… ¿No te parece lógico que nos opongamos a que nos quiten lo más valioso que tenemos porque Tupa-Gala no está dispuesto a aceptar que tiene que pagar un precio por sus inclinaciones antinaturales? En la patria de mi madre a los homosexuales se los lapida, mientras que en el Incario se los respeta, e incluso se les proporciona una forma de vida mucho más regalada que la de la mayor parte de sus conciudadanos, puesto que no tienen obligación de servir en el ejército o de trabajar, y viven en hermosos templos, cantando, bailando y mascando coca.

—Se trata de una antiquísima ley… —le hizo notar Pusí Pachamú.

—Lo sé, y también sé que su origen se remonta al reinado del Inca Mayta Cápac, que se vio obligado a dictarla porque su hijo predilecto nació afeminado. Nunca le he puesto reparos, pero si ése es el papel que les ha tocado desempeñar a los homosexuales, no veo por qué razón Tupa-Gala tiene que rebelarse, y que sea mi pequeña Tórtola quien pague las consecuencias…

—¡Déjalo ya! —le atajó su esposo—. No es tiempo de discusiones, puesto que la decisión está tomada… —Se volvió a Pusí Pachamú—. Envíale un mensaje a Quisquis: que se apodere de Xulca y espere mis órdenes. ¿Cuántos hombres crees que estarían dispuestos a acompañarme?

—Seguros, tres. Dos aún no se han casado y lo único que les interesa es ver mundo y correr aventuras. El otro no tiene hijos y al parecer no siente el más mínimo interés por la mujer que le tocó en suerte. Se fue al país de los
araucanos
y creo que se iría al fin del mundo con tal de perderla de vista.

—¿Les has explicado a lo que se exponen?

—Lo saben de sobra.

—¿Y aun así están dispuestos a arriesgarse?

—El riesgo es su droga. Tú sabes mejor que nadie que la mayoría de los que en un principio se alistaron a tu peculiar ejército de saltamontes estaban un poco locos… —Se encogió de hombros—. Éstos son sin duda los más locos de entre esos locos.

—¡Bien! —admitió Rusti Cayambe en tono de resignación—. Al fin y al cabo sigo pensando que todo esto no es más que una inmensa locura, aunque no sé qué demonios podremos hacer con tan sólo tres hombres.

—Tengo dos esclavos en los que confío plenamente —intervino una vez más la princesa—. Me los regaló mi madre, y me consta que si les prometo la libertad, harán cualquier cosa.

—De acuerdo entonces…: seremos siete —admitió su marido, y volviéndose a su lugarteniente ordenó—: Pídele a tu gente que se reúna con nosotros mañana a medianoche al pie de la Torre de los Amautas.

—¡Pero ése es el camino que conduce al Titicaca! —le hizo notar Pusí Pachamú—. Y la procesión se dirige al Misti.

—Lo sé —admitió el otro—. Pero es muy posible que apuesten centinelas vigilando por si alguien los sigue. Es más prudente que nos dirijamos hacia el sur con el fin de girar luego al suroeste y adelantarlos puesto que podremos avanzar mucho más aprisa.

—¡Siempre el mismo! —dijo el otro, que sonrió—. Siempre buscando las vueltas a todo.

—Un general debe hacer aquello que los demás no esperan que haga, o de lo contrario estará derrotado de antemano.

A la noche siguiente, los tres hombres seleccionados por Pusí Pachamú aguardaban al pie de la Torre de los Amautas, y en cuanto llegaron sus cuatro acompañantes emprendieron, sin apenas mediar palabra, el camino que descendía a todo lo largo del Valle de los Reyes, en dirección al lejano Titicaca.

Cada uno de ellos tenía plena conciencia que desde el momento en que abandonara la ciudad del Cuzco estaba condenado a muerte, y que por grande que fuera la clemencia del Emperador, nunca podría pasar por alto un delito que podría considerarse alta traición.

Aquél era por tanto un viaje sin retorno; una aventura que no tenía más destino que el destierro o la muerte, pero aun así estaban decididos a seguir adelante pasara lo que pasara, y en especial la princesa Sangay Chimé, tan frágil en apariencia, no se concedía un instante de reposo ni se retrasaba un solo metro, íntimamente convencida de que cada paso que daba era un paso que la aproximaba a Tunguragua.

La coca, de la que cargaban una buena provisión, los ayudaba, pero en esta ocasión no hacían uso de ella con intención de aturdirse, sino tan sólo con el fin de aplacar el hambre y vencer la fatiga.

El amanecer los sorprendió lo suficientemente lejos de la ciudad como para poder concederse un breve descanso, y con el sol cayendo a plomo reemprendieron la marcha hasta que, pasado el mediodía, distinguieron a lo lejos las almenas de una de las muchas fortalezas que protegían el corazón del Imperio de las amenazas exteriores.

Resultaba evidente que sus centinelas estaban más atentos a vigilar cualquier peligro que llegara del sur que a la identidad de los viajeros procedentes del Cuzco, pero aun así Rusti Cayambe decidió, con muy buen criterio, que había llegado el momento de tumbarse a dormir con el fin de aguardar la llegada de la noche e intentar cruzar bajo sus altos muros sin ser vistos.

Se ocultaron por tanto entre unas rocas, comieron algo y se arrebujaron en sus ponchos, dispuestos a soportar de la mejor forma posible el frío y la humedad de la noche andina.

La luna en creciente estaba ya muy alta cuando la princesa despertó a su esposo.

—¡Es hora de irnos!… —susurró.

El otro lo observó todo a su alrededor, y negó con un gesto.

—Demasiado pronto —dijo—. Acaba de entrar un nuevo turno de guardia, y al principio suelen estar muy atentos. Luego se relajan, y ése será el momento de pasar.

—Es que cada minuto se me vuelve una eternidad —protestó ella.

—Lo sé y lo comprendo —fue la respuesta—. Pero la precipitación puede llevamos al desastre… —Le acarició amorosamente la mejilla—. ¿Tienes miedo? —quiso saber.

—Únicamente de no llegar a tiempo.

—Llegaremos, no te preocupes.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque entre los soldados de la caravana tengo amigos a los que les he pedido que retrasen lo más posible la marcha.

—¿Luego sabías que esto iba a ocurrir?

—No, pero imaginaba que cuanto más tardaran en llegar al Misti, más posibilidades tendríamos de recuperar a Tunguragua.

—¿Sabes una cosa?… —le musitó ella al oído—. Te quise desde el momento en que te vi empujando ante ti a Tiki Mancka, pero en estos momentos te adoro porque me estás dando la mayor muestra de amor que un hombre podría darle a una mujer.

—Recuerda que también es mi hija.

—Lo sé —admitió ella—. Pero para la mayoría de los padres los hijos no significan lo mismo que para las madres. Algunos incluso los abandonan y no conozco ningún otro caso en que uno de ellos esté dispuesto a perder absolutamente todo cuanto tiene por salvar a su hija.

—Yo no lo pierdo todo —le hizo notar él—. «Perderlo todo» significaría perderte a ti. El resto carece de valor.

—A mí ya nunca me perderás.

—Con eso me basta.

Poco después despertaron al resto de sus compañeros y se deslizaron, como sombras, por el empinado sendero que serpenteaba justo bajo las almenas desde las que los centinelas dejaban pasar el tiempo con la tranquila indiferencia de quien sabe que se está limitando a cumplir un mero trámite, puesto que no era aquélla una de las rutas que conducían al Cuzco por las que estuviera previsto que atacara el enemigo.

Las fortalezas del norte, desde donde podían descender los feroces
chancas
, siempre estaban alerta, e incluso del este cabía esperar, muy raramente, alguna incursión por parte de los salvajes
aucas
de las selvas, pero el Valle de los Reyes conducía al Titicaca, y ni los
urus
ni los
aymará
soñarían con asaltar la capital.

Al amanecer alcanzaron el refugio de un
chasqui
que al parecer dormía a pierna suelta, puesto que su obligación no era la de vigilar caminos, sino la de mantenerse siempre a la espera de que pudiera llegar un compañero que le comunicara un mensaje que se encargaría de transmitir a otro compañero en una sucesión de postas que permitía a aquellos veloces hombres entrenados desde muy niños a correr sin fatigarse durante horas llevar cualquier noticia de una punta a otra del Incario en un tiempo en verdad asombroso.

Su única misión en este mundo era la de saber repetir palabra por palabra, sin quitar ni añadir una coma, aquello que les habían comunicado, pero pese a tener conciencia de que jamás mencionarían a nadie que un grupo de extraños había pasado ante su choza, prefirieron dar un pequeño rodeo con el fin de no delatar su presencia.

Al día siguiente desembocaron de improviso en un poblado de «extranjeros» que ni siquiera hablaban quechua, puesto que se encontraban allí respondiendo a una vieja costumbre que establecía que cuando se conquistaba un nuevo pueblo lo que debía hacerse era trasladar a sus habitantes a un emplazamiento del interior del reino, a la vez que se llevaba a los ocupantes originarios al lugar recién conquistado.

De ese modo se conseguía desarraigar al enemigo, obligándolo, con el paso del tiempo, a adoptar la forma de vida de los incas, a la par que se iban avanzando las fronteras a base de colonizar con gente propia los nuevos asentamientos.

Debido a ello, los incas nunca fueron considerados meros invasores, ya que su política fue siempre la de intentar integrar a su cultura a las tribus dominadas por el sencillo método de convencerlos de que su forma de vida era mucho más lógica y práctica que la que habían conocido hasta ese instante.

Los «extranjeros» se limitaron a proporcionar comida y bebida al pequeño grupo de viajeros, permitiendo que siguieran su camino sin tan siquiera plantearse quiénes eran o hacia dónde se dirigían.

Esa noche descansaron mucho más cómodamente en un
tambo
de los que abundaban a lo largo de todas las rutas principales del Imperio, una especie de posada que se encontraba siempre bien abastecida de víveres de las que cualquier viajero podía disponer a su antojo sin otra obligación que dejarlo todo limpio y recogido.

Fue allí donde Rusti Cayambe decidió al fin que había llegado el momento de abandonar la amplia calzada que conducía directamente al Titicaca para aventurarse por los sinuosos senderos que se desviaban hacia el suroeste.

—A estas horas ya deben de haber descubierto que nos hemos ido, y es muy posible que envíen a buscarnos —dijo.

Razones le sobraban, puesto que la tarde anterior el comandante de la guardia había puesto al corriente al Emperador de que ni Rusti Cayambe ni su esposa, la princesa Sangay Chimé, se encontraban en el Cuzco.

—¿Cómo es posible? —se sorprendió el Inca—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—No vendría a importunarte si no lo estuviera, mi señor —fue la respuesta—. No están ni en el palacio ni en la fortaleza. Hemos buscado por todas partes y lo único que hemos podido averiguar es que se han llevado con ellos a dos esclavos y tres soldados.

—¿Supones que intentan recuperar a la princesa Tunguragua?

—No soy quién para opinar sobre esos temas, mi señor.

—Pero ahora soy yo quien te ordena que opines.

—En ese caso admitiré que entra dentro de lo posible, mi señor, aunque cuesta trabajo admitir que un general de los ejércitos imperiales se atreva a cometer semejante acto de insubordinación.

—Me temo que quien lo comete no es el general, sino el padre, pero para el caso es lo mismo. Que los busquen y me los traigan. Vivos o muertos.

—Se hará como ordenas, mi señor.

La reina Alia no demostró por el contrario la más mínima sorpresa cuando su hermano le puso al corriente de lo que había sucedido.

—Me lo temía… —se limitó a comentar.

—¿Te lo temías y no me has advertido? —repitió el desconcertado Emperador—. ¡No puedo creerlo!

—Conociendo como conoces a Sangay Chimé, debiste comprender que a la larga no se resignaría a perder a su hija. Yo hubiera hecho lo mismo.

—¿Contraviniendo todas las leyes?

—¿Acaso aún no has entendido que las leyes de la naturaleza son siempre más fuertes que las de los hombres? —señaló ella con acritud—. Opines lo que opines, ninguna «razón de Estado» superará nunca las razones de una madre que no está dispuesta a consentir que su hija sea enterrada en vida por complacer a un dios vengativo, por más que ese dios sea el mismísimo Pachacamac. Si mi hijo llega a nacer y alguien intentara arrebatármelo, le sacarla los ojos y le comería el hígado. —Le miró de frente, desafiante—. ¿Acaso tú no? —quiso saber.

El Inca tardó en responder, pero al fin asintió muy a su pesar.

—Supongo que sí —dijo.

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