—¿Y qué estás tratando de decirme con eso?
—Que si le pusiéramos la mano encima, tal vez Tupa-Gala se prestase a un acuerdo: su vida por la de Tunguragua.
—¿Te das cuenta del alcance de lo que me estás proponiendo?
El otro asintió convencido.
—¡Naturalmente! —replicó—. Te estoy proponiendo cometer un delito severamente castigado por las leyes del Imperio, pero que se me antoja casi una nimiedad en comparación con el delito, amparándose en esas mismas leyes, que está a punto de cometerse en la persona de tu hija.
—Eso no me exime de culpa.
—Tal vez no, pero la justifica, y creo que el Emperador se sentiría muy feliz de pasar el tema por alto si fuese el mismísimo sumo sacerdote de Pachacamac el que de pronto decidiese que ya no resulta imprescindible celebrar ese sacrificio.
—Tienes una mente retorcida.
—Tú me enseñaste a salvar los abismos y evitar los desiertos… —fue la sonriente respuesta—. Cuando un camino se cierra, se abre un atajo que con frecuencia nos puede llevar al mismo punto. Si a Tupa-Gala no se le puede atacar de frente, tenemos que atacarle por la espalda, e incluso un poco más abajo, que es donde se encuentra su verdadero punto débil.
El general Saltamontes meditó sobre cuanto su lugarteniente acababa de proponerle, y pese a que le repugnaba tener que rebajarse a echar mano a semejante tipo de artimañas, la evidencia de que lo que estaba en peligro era la vida de su hija, e incluso tal vez la de su esposa, se impuso, por lo que acabó haciendo un leve gesto de asentimiento.
—Envía a Quisquis y a dos de nuestros fieles a Huanuco. Que comprueben que Xulca está allí, lo mantengan vigilado y me envíen un mensaje a través de los
chasquis
reales indicando que mi madre se encuentra enferma. Eso me proporcionará una disculpa para salir de Cuzco… —Alzó la mano en señal de advertencia—. Esto no quiere decir que acepte tu idea. Tengo que reflexionar sobre ella con más detenimiento, y es probable que acabe rechazándola, pero si algo he aprendido en el ejército es que conviene buscar alternativas… —Lanzó un profundo resoplido para inquirir al poco—: ¿Debería comentárselo a Sangay Chimé, o tal vez sería perjudicial hacerle concebir esperanzas que a la larga no se cumplan?…
—Eres tú quien la conoce mejor que nadie… —se limitó a replicar su subordinado—. Yo sé muy bien cómo reaccionaría mi mujer, pero no tengo ni idea de cómo lo haría la tuya.
—¿Pero qué harías si te encontraras en mi situación? —insistió su general.
—Sinceramente, no lo sé —admitió Pusí Pachamú, a quien resultaba más que evidente que el nuevo giro de la conversación le obligaba a sentirse incómodo—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, hemos pasado juntos hambre, peligros y dificultades, en ciertos momentos nos comportamos casi como hermanos, pero vives en un mundo para mí tan extraño como el mismísimo desierto de Atacama… ¿Qué sé yo de cómo piensa una princesa? Mama Quina es una mujer sencilla y obediente, buena esposa y buena madre, a la que si le dijeran que uno de sus hijos va a ser sacrificado a Pachacamac lo aceptaría del mismo modo que aceptaría que lo han matado las fiebres. Así es la vida para ella, tal vez porque de niña no le enseñaron otra cosa. —Se encogió de hombros aceptando su impotencia—. Pero Sangay Chimé desciende de reyes, le enseñaron a pensar desde pequeña, y conoce secretos que se me antojan insondables… ¡No me pidas consejo! —suplicó—. Nada de cuanto diga te serviría de nada.
Tras toda una noche en vela, puesto que casi todas sus últimas noches solía pasarlas en vela, Rusti Cayambe llegó a la conclusión de que de momento no valía la pena contarle nada a su mujer sobre el arriesgado y en cierto modo absurdo plan que Pusí Pachamú le había propuesto.
No creía que estuviera en condiciones de entender de qué demonios le hablaba, ya que se había sumido en una especie de letargo del que no emergía más que para reclamar otro puñado de hojas de coca que mezclar con un poco de cal y llevarse a la boca.
No comía, no dormía, casi no bebía, y durante los dos últimos días ni siquiera lloraba.
Rusti Cayambe se acomodaba frente a ella, a velar sus delirios, y en ocasiones tenía la impresión de que no la reconocía, pues nada tenía en común con la dulce y apasionada criatura con la que había compartido tantas horas de felicidad, ni incluso con quien en un primer momento pareció aceptar, con fría y resignada calma, que el Cóndor Negro hubiese extendido sus pestilentes alas sobre su apacible hogar.
Al verla, sucia, demacrada, con la mirada perdida y una espesa baba verdosa cayéndole por la comisura de los labios mientras masticaba obsesivamente las pequeñas hojas crujientes, se preguntó qué imperdonable pecado había cometido para que el dios Pachacamac le arrebatara a su hija, y la planta sagrada a su esposa.
—¿Por qué me haces esto? —inquirió un amanecer en el que ella pareció encontrarse menos ausente que de costumbre—. ¿Por qué me castigas de este modo cuando sabes muy bien que mi dolor es tan profundo como el tuyo?
—¡Tórtola! —fue todo lo que obtuvo como respuesta—. Mi pequeña Tórtola… ¿Dónde está? ¿Por qué me la han robado?
A veces, ¡sólo a veces!, a Rusti Cayambe le asaltaba la angustiosa sensación de que le estaba culpando por lo ocurrido, como si el sacrificio de su hija se debiera únicamente a la falta de nobleza de su sangre, pero en su estado actual no cabía intentar hacerla comprender que sin esa sangre, noble o no, la niña nunca hubiera venido al mundo.
Por fin, al comprender que permitiéndole continuar por aquel camino la perdería definitivamente, mandó llamar a seis de los hombres que le habían acompañado en su difícil viaje a la tierra de los
araucanos
y en los que confiaba a ojos cerrados, para ordenarles que montaran guardia en la puerta del dormitorio de su esposa, sin permitirle salir bajo ninguna circunstancia.
—Y si a algún siervo se le ocurre la idea de intentar proporcionarle hojas de coca, cortarle la cabeza en el acto. ¡Es una orden!
Los alaridos, las protestas y los insultos de la princesa Sangay Chimé resonaban una y otra vez por las estancias del palacio en el momento en que una larga procesión partía de las puertas del Templo de Pachacamac para encaminarse, con resonar de flautas y tambores, hacia el camino que descendía en dirección suroeste, pero Rusti Cayambe se mantuvo firme en su idea de que, bajo ningún concepto, pudiera volver a drogarse.
Sordo a sus súplicas, se limitó a salir a la terraza a ver cómo seis porteadores llevaban en andas la silla de oro en que se sentaba su hija, y no sintió vergüenza alguna por el hecho de llorar a solas y en silencio al observar cómo la larga hilera de hombres y mujeres atravesaba muy despacio el inmenso Campo del Sol.
Pese a que las lágrimas le cegaban, al poco advirtió que algo sorprendente ocurría: nadie, ni un solo ser humano que no perteneciese al triste cortejo, se mostraba a la vista.
Todos los cuzqueños, hasta el último de ellos, habían abandonado las calles y las plazas en muda y silenciosa protesta por semejante acto de barbarie, y si Tupa-Gala había imaginado que aquélla se convertiría en una gloriosa jornada, debió de sufrir una tremenda decepción al comprobar que ni un solo testigo podría dar fe de que había abandonado la capital del reino al frente de sus huestes.
Sentado en su amplio palanquín que diez esclavos ricamente ataviados cargaban sin aparente esfuerzo, permanecía muy erguido, con la cabeza alta y el gesto desafiante, como si estuviera retando a todos y cada uno de los cuzqueños a que le escupieran a la cara todo el desprecio que sentían, puesto que cabría imaginar que cuanto más le odiaran más se fortalecía.
Cuanto había ocurrido durante aquellas tres últimas semanas había conseguido hacer emerger de lo más profundo de sí mismo toda la maldad que anidaba en lo más íntimo de su alma y que ni siquiera él mismo había sabido nunca que se encontrara allí, porque tal vez lo más dramático de aquella aberrante situación se centraba en el hecho de que nadie, ni tan siquiera el mismo Tapa-Gala deseaba que llegara a buen fin.
La complejidad de la condición humana ha conducido en infinidad de ocasiones a situaciones igualmente paradójicas, en las que unos determinados acontecimientos encadenan otros que arrastran a su vez a unos terceros y así hasta llegar a un punto en el que la sinrazón se desborda sin que ninguna fuerza acierte a contenerla…
Pese a su perfecto ensamblaje, en apariencia sin la más mínima fisura, la sociedad incaica no se encontraba a salvo de semejante fenómeno, como no se ha encontrado nunca ninguna otra sociedad conocida, puesto que al igual que en los más altos picachos de la cordillera gruesas rocas se partían de improviso a causa de un brusco cambio de temperatura, así de pronto podía resquebrajarse la bien construida pirámide imperial, sin que nadie acertara a explicar las razones ni el punto por el que se había iniciado la fisura.
Un leve temblor de tierra, habitual en semejantes latitudes, unas gotas de sangre femenina sin aparente importancia, el caldo de cultivo de un pueblo inquieto por su futuro y un hombre que no había sabido calibrar sus propias fuerzas habían acabado por provocar el caos sin razones de auténtico peso.
Como el amante que no sabe pedir perdón en el momento justo pese a que en lo más íntimo de su ser esté deseando hacerlo, opta por abandonar el hogar aun a sabiendas de que con ello está cavando su propia fosa, así Tupa-Gala abandonaba su ciudad con la frente muy alta y el corazón sangrante, consciente de su error, pero consciente, de igual modo, de que jamás se rebajaría a aceptar que se estaba equivocando.
Y es que el falso orgullo y la soberbia han causado muchas más víctimas que la mayor parte de las guerras.
A lo largo de la historia, el ser humano ha demostrado ser mucho más capaz de enfrentarse abiertamente a los grandes errores y a los graves problemas que a los pequeños errores que se enquistan o a los estúpidos problemas que inexplicablemente comienzan a multiplicarse.
Cien mil cuzqueños no deseaban que aquel hombre emprendiera un camino sin retorno; aquel hombre no deseaba abandonar el Cuzco, pero aun así se marchaba.
Y con él se llevaba a una niña asustada a la que ya no le quedaban lágrimas, y que lo único que deseaba era volver a despertarse en brazos de su madre.
Rusti Cayambe permaneció inmóvil en la terraza hasta que el grupo de soldados que cerraban el cortejo desaparecieron de su vista al doblar la esquina del Templo de la Luna, escuchó la melancólica música de las
quenas
hasta que se perdió por completo en la distancia y se encaminó a la habitación de la pequeña Tunguragua, en la que solía dejar pasar las horas contemplando sus juguetes.
El esquivo dios del sueño se apiadó de él y acudió a visitarle devolviéndole a los hermosos atardeceres en que hacía bailar trompos de colores entre las exclamaciones de regocijo de su hija.
Le devolvió a las noches de amor en brazos de su esposa, cuando aún ni siquiera sospechaban que el mal había abandonado ya su oscura cueva y acudía en su busca, e incluso le devolvió a los días en que se enfrentó a un mar embravecido.
Durmió durante dos días y dos noches, y cuando al fin abrió los ojos fue para enfrentarse a la princesa Sangay Chimé, limpia y peinada, que le observaba serena y con una amarga sonrisa a flor de labios.
—Me alegra comprobar que al fin has conseguido descansar —musitó apenas—. Me tenías preocupada.
—Y tú a mí.
—Te ruego que me perdones… —suplicó ella en un tono que no dejaba lugar a dudas con respecto a su sinceridad. Sé que hice mal, porque la coca alivia muchos dolores, pero no cierra las heridas cuando son tan profundas… —Hizo una corta pausa para añadir—: Esta mañana llegó un
chasqui
para anunciarte que tu madre está enferma.
Su marido se irguió en el acto como si le hubiera picado una víbora.
—¿Estás segura de que es eso lo que ha dicho? —inquirió—. ¿Que mi madre está enferma? —Ante el mudo gesto de asentimiento, exclamó alborozado—: ¡Bendito sea!
—¿Pero qué te ocurre? —quiso saber su estupefacta esposa—. Te anuncian que tu madre está enferma y se diría que te alegras.
Él tardó en responder, la observó largamente, pareció estar calibrando su estado de ánimo, y por último señaló:
—Mi madre está bien. Se trata de un mensaje en clave que significa que uno de mis capitanes tiene en su poder al joven amante de Tupa-Gala.
Ella meditó unos instantes, le miró a los ojos con fijeza y pareció comprender lo que estaba pasando por su mente.
—¿Acaso estás pensando en proponerle un trueque?
—Es una posibilidad.
—Arriesgas la vida en ello.
—Lo sé.
—¿Y no te importa?
—Si a ti no te importa, no. El otro día aseguraste que estabas dispuesta a dar tu vida a cambio de la de Tunguragua… Yo también.
—¡Pero es una locura!
—Todo cuanto está sucediendo se me antoja una locura, pero la única cosa verdaderamente sensata que se me ocurre es salvar la vida de nuestra hija a cualquier precio.
—Jamás podrías volver al Cuzco.
—Lo sé.
—Te convertirías en un proscrito.
—Lo sé.
—Incluso tus propios soldados te buscarían en el último rincón del Imperio.
—También lo sé.
—¿Y adónde irías?
—¿Qué importa el sitio si Tunguragua está conmigo? Más allá de las fronteras se abren selvas, desiertos e incluso montañas en los que se puede iniciar una nueva vida, porque el mundo no acaba en los confines del Incario.
—El nuestro sí.
—Ya he estado allí otras veces… —fue la firme respuesta—. No existen hermosas ciudades, templos de oro, grandiosos palacios ni la paz y la armonía a las que estamos acostumbrados, pero todo ello se me antoja en cierto modo soportable, mientras que no soporto la idea de que encierren a mi hija en una helada cueva de la cima de un volcán.
—¿A qué esperamos entonces?
Él la observó perplejo.
—¿Qué quieres decir? —inquirió con un leve tono de angustia en la voz.
—¿Qué voy a querer decir? —se sorprendió ella—. Que si tú estás dispuesto a renunciar a todo por Tunguragua, yo también.
—¡Pero es que tú eres una princesa de sangre real!
—¿Y eso qué tiene que ver? —Le hizo notar ella—. Antes que nada soy madre… Y esposa. Si mi marido está dispuesto a desafiar al Imperio más poderoso de la tierra por salvar a mi hija, yo le seguiré sin volver ni una sola vez la vista atrás.