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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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Esta pequeña novela quizá sea la más perfecta destilación del genio de Nikolái Gógol: una historia que conjuga un sentido del humor bufo y travieso con un resignado cinismo sobre la condición humana.

Por qué se pelearon los dos Ivanes es la historia de dos amigos de toda la vida que se enemistan cuando uno llama «ganso» al otro. Su enfrentamiento aumenta de intensidad con el tiempo y deviene cada vez más absurdo. El juez, el comisario y pronto todos los vecinos del pueblo se verán implicados en la disputa. Conservando siempre el característico estilo de Gógol, la historia, conforme avanza hacia su conmovedor final, nos hace reflexionar sobre la amistad y la vida.

Nikolái Gógol

Por qué se pelearon los dos Ivanes

ePUB v1.0

MayenCM
17.06.12

Título original:
Повесть о том, как поссорился Иван Иванович с Иваном Никифоровичем
(
Povest' o tom, kak possorilsja Ivan Ivanovič s Ivanom Nikiforovičem
)

Nikolái Gógol, 1835.

Traducción: Diana Petrova

Editor original: MayenCM (v1.0)

ePub base v2.0

I. Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich

Q
ué bonita es la
bekesba
[1]
de Iván Ivanovich! ¡Es excelente! ¡Caramba, maldita sea, qué piel más buena! ¡De color gris perla escarchado! ¡Apuesto lo que sea a que no hay otra igual! ¡Mírenla, por el amor de Dios —sobre todo cuando Iván se pone a hablar con alguien—, mírenla de costado! ¡Es imposible describirla: terciopelo, plata, fuego! ¡Dios mío y san Nicolás bendito! ¿Por qué no tendré yo una
bekesha
igual? Se la mandó hacer antes de que Agafya Fedoseevna se fuera a Kiev. ¿Conocen ustedes a Agafya Fedoseevna, la que le mordió la oreja al asesor?

¡Es un gran tipo, Iván Ivanovich! ¡Qué casa la suya en Mirgorod! Tiene un pórtico con columnas de roble que le da la vuelta entera y bajo el que hay bancos por todas partes. Cuando el calor aprieta, Iván Ivanovich se quita la
bekesha
y la ropa y vestido sólo con una camisa sale a su pórtico y se relaja contemplando lo que pasa en su patio y en la calle. ¡Qué manzanos y qué perales tiene justo frente a sus ventanas! En cuanto las abre, las ramas se meten dentro de la habitación. ¡Y eso es sólo lo que hay en la parte delantera! ¡Deberían ver ustedes lo que tiene en el jardín! ¡No le falta de nada! Ciruelas, bayas, cerezas, todo tipo de verduras, girasoles, pepinos, melones, judías… ¡Hasta una era tiene, y una herrería!

¡Es un gran tipo, Iván Ivanovich! Le gustan mucho los melones, que son su alimento favorito. Tan pronto acaba de comer, sale al porche en camisa y le pide inmediatamente a Gapka que le traiga dos melones. Él mismo los corta, guarda las pepitas en un papel especial y empieza a comérselos. Luego le pide a Gapka un tintero y de su puño y letra anota en el papel de las pepitas: «Este melón fue comido en tal y tal fecha.» Y si hubo algún invitado, añade: «con la ayuda de fulano de tal».

El difunto juez de Mirgorod siempre admiró la casa de Iván Ivanovich. Desde luego, es una casita que no está nada mal. Me gusta cómo le han añadido habitaciones y pasillos, de forma que si la miras de lejos no se ven más que tejados apoyados los unos en los otros, semejantes a un plato lleno de tortas o, mejor aún, a esos hongos que crecen en los árboles. Todos los tejados están cubiertos de cañas y sobre ellos descansan sus ramajes un sauce, un roble y dos manzanos. Entre los árboles asoman unas ventanas pequeñas con postigos tallados de madera blanquecina que a veces se pueden ver desde la calle.

¡Es un gran tipo, Iván Ivanovich! ¡Hasta el comisario de Poltava le conoce! Dorosh Tarasovich Pukhivochka pasa siempre a verle cuando vuelve de Khorol. Y el arcipreste, el padre Pyotr, que vive en Koliberda, a la que reúne a media docena de invitados, no hay vez que no les explique que nadie cumple mejor sus deberes cristianos ni sabe vivir mejor que Iván Ivanovich.

¡Dios mío, el tiempo vuela! Por aquel entonces hacía ya diez años que había enviudado. No tenía hijos. Gapka sí los tiene, y a menudo juegan en el patio. Iván Ivanovich siempre le da a cada uno una rosquilla, una raja de melón o una pera. Gapka lleva encima las llaves de las despensas pequeñas y del sótano; pero la llave del baúl grande de su dormitorio y de la despensa grande las guarda Iván Ivanovich en persona y no deja entrar a nadie. Gapka, una joven robusta, trajina arriba y abajo luciendo sus mejillas y sus pantorrillas, frescas y lozanas.

¡Y qué devoto que es Iván Ivanovich! Los domingos se pone la
bekesha
y va a misa. Al entrar saluda a todo el mundo y suele ir al coro, pues tiene voz de bajo y canta muy bien. Cuando el oficio termina, Iván Ivanovich no olvida pasar frente a todas las mendigas. Sólo su natural bondad le empuja a hacer algo tan aburrido.

—Hola, pobre mujer —suele decir después de haber encontrado a la que le parece la más desgraciada, vestida con un vestido harapiento lleno de remiendos—. ¿De dónde vienes?

—Vengo de un caserío, buen señor. Hace tres días que no como ni bebo nada. ¡Mis propios hijos me echaron de allí!

—Pobrecita, y ¿qué haces aquí?

—Pido limosna, señor, a ver si alguien me da para comprar pan.

—¿Así que es pan lo que quieres? —suele preguntar Iván Ivanovich— Hum…

—¿Cómo no voy a quererlo? Tengo un hambre canina.

—Hummm… Entonces quizá te apetezca también carne —replica habitualmente Iván Ivanovich.

—Cualquier cosa que me pueda dar su merced me parecerá bien.

—Hummm… ¿Es que la carne es mejor que el pan?

—Una persona hambrienta no está en posición de elegir. Todo lo que usted me dé estará muy bien.

Y en ese punto la anciana suele tender la mano.

—Bueno, ¡ve con Dios! —le dice Iván Ivanovich—. ¿Por qué te quedas ahí parada? ¡Yo no te pego!

Y, después de hacer las mismas preguntas a un segundo mendigo y luego a un tercero, vuelve finalmente a casa o entra a tomar un vaso de vodka en casa de su vecino, Iván Nikiforovich, o en la del juez, o en la del comisario de policía.

A Iván Ivanovich le encanta que le hagan regalos. Eso le llena de gozo.

Iván Nikiforovich también es un buen hombre. Su patio está al lado del de Iván Ivanovich. No ha visto el mundo dos amigos que se quieran más que los dos Ivanes. Antón Prokofievich Pupopuz, el que todavía va por ahí vestido con su levita marrón con mangas azules y come los domingos en casa del juez, solía decir que el mismo diablo había atado con un cordel a Iván Nikiforovich e Iván Ivanovich. Allí donde uno va, el otro le sigue.

Iván Nikiforivich nunca se casó. Aunque se decía que había estado casado, era una absoluta patraña. Conozco muy bien a Iván Nikiforovich y puedo asegurarle que jamás ha albergado la menor intención de casarse. ¿De dónde saldrán todos estos chismorreos? También se decía que Iván Nikoforovich había nacido con un rabo enganchado a la espalda, pero eso es una invención tan absurda que ni siquiera considero necesario desmentirla ante mis ilustres lectores, que sin duda saben perfectamente que sólo las brujas, y no todas, tienen rabo, y que los rabos son más propios del género femenino que del masculino.

A pesar de su gran amistad, estos peculiares amigos no se parecían entre sí. Conoceremos mejor sus caracteres comparándolos: Iván Ivanovich tiene el don extraordinario de expresarse de una manera muy agradable. ¡Dios mío, qué bien habla! La sensación de escucharle se parece a cuando a uno le buscan algo entre el pelo o le pasan suavemente un dedo por la planta de los pies. Escuchas y escuchas hasta que empiezas a dar cabezadas. ¡Agradable, agradabilísimo es escucharle! Igual qué echarse una siesta después de nadar. Iván Nikiforovich, por el contrario, suele guardar silencio la mayor parte del tiempo, pero si suelta una frase, agárrate, que te va a dejar más suave que el mejor afeitado. Iván Ivanovich es alto y delgado; Iván Nikoforovich es un poco más bajo pero más gordo. La cabeza de Iván Ivanovich se asemeja a un rábano con las hojas para abajo, la de Iván Nikoforovich a un rábano con las hojas para arriba. Sólo después de comer sale Iván Ivanovich a echarse en su porche vestido con su camisa; por la tarde se pone su
bekesha
y se va alguna parte, bien a la tienda del pueblo, a la que vende harina, o bien a los campos a cazar codornices. Iván Nikiforovich se pasa todo el día tumbado en su porche y si el día no es demasiado caluroso se tumba de espaldas al sol y no sale a ninguna parte. Si le apetece, por la mañana pasea por el patio, inspecciona las tareas de la casa y luego se echa otra vez a descansar.

En los viejos tiempos a veces visitaba a Iván Ivanovich. Éste es un hombre extremadamente educado que nunca utiliza palabras malsonantes en las conversaciones decentes y se ofende si alguien lo hace. Iván Nikiforovich deja escapar de vez en cuando alguna que otra de esas palabras y en esas ocasiones Iván Ivanovich se levanta y dice:

—Ya basta, Iván Nikiforovich, más vale ir a tomar el sol que proferir tales groserías.

Iván Ivanovich monta en cólera si encuentra una mosca en su
borsch.
Entonces se enfurece y tira el plato y al anfitrión le aguardan problemas. Iván Nikiforovich adora bañarse, y cuando está con el agua hasta la barbilla pide que metan en el agua una mesa con un samovar y disfruta bebiéndose su té en medio de ese frescor. Iván Ivanovich se afeita dos veces a la semana, Iván Nikiforovich sólo una. Iván Ivanovich es extremadamente curioso. ¡Dios le libre a uno de empezar a contarle algo y no terminar! Y si algo le disgusta, lo dice inmediatamente; en cambio, es muy difícil averiguar sólo por su expresión si Iván Nikiforovich está contento o enfadado; puede que algo le guste, pero no lo deja traslucir. Iván Ivanovich es un poco pusilánime mientras que Iván Nikiforovich, por el contrario, camina con unos pantalones tan anchos que, si los inflaran, cabría en ellos todo el patio con sus establos y cobertizos. Iván Ivanovich tiene unos bonitos y expresivos ojos de color tabaco y su boca se parece un poco a la letra V; Iván Nikoforovich, unos ojos pequeños y amarillentos que desaparecen por completo entre sus pobladas cejas y rollizas mejillas, y una nariz que parece una ciruela madura. Siempre que invita a rapé, lame primero la tapa de la caja, luego la abre de un capirotazo y, ofreciéndosela a usted, si es usted conocido suyo, le dice:

—¿Sería usted tan amable, mi buen señor, de servirse usted mismo?

Y, si no le conoce a usted, le dirá:

—¿Sería usted tan amable, mi buen señor, sin tener el honor de conocer su rango, nombre y apellido, de servirse usted mismo?

En cambio, Iván Nikiforovich le pasa a uno su botellita de rapé y se limita a decir:

—Sírvase usted.

A Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich les desagradan por igual las pulgas y por eso ninguno de los dos se cruza jamás con un vendedor ambulante judío sin comprarle varios frascos de elixires contra estos insectos, no sin reprenderle antes debidamente por profesar la fe hebrea.

Sin embargo, a pesar de ciertas disparidades, tanto Iván Ivanovich como Iván Nikiforovich son excelentes personas.

II. En el que se trata de lo que quería Iván Ivanovich, de qué versó la conversación entre Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich y de cómo terminó

U
na mañana —esto sucedió en el mes de julio—, Iván Ivanovich estaba tendido en su pórtico. Hacía calor y un vientecillo seco movía el aire. Iván Ivanovich ya había tenido tiempo de visitar el caserío, de ver a los segadores en las afueras de la ciudad y de preguntar a todos los
mujiks
y
babas
con los que se había cruzado adónde, de dónde y por qué venían y, ya hecho polvo, se había echado a descansar. Desde allí había pasado un buen rato inspeccionando con la mirada el patio, las despensas, los cobertizos y las gallinas, que corrían por el corral, y pensando: «¡Dios mío, qué buen amo soy! ¿Qué me falta? Aves de corral, cobertizos, establos, tengo de todo; vodka de distintos sabores; peras y ciruelas en el jardín; amapolas, coles y garbanzos en el jardín… ¿Acaso hay algo de lo que carezca? Me gustaría saber qué es lo que no tengo.»

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