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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (8 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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—¿No es atacarme —replicó Iván Ivanovich sin levantar la vista— que usted, mi querido señor, insulte mi rango y mi apellido con una palabra que es indecente repetir aquí?

—Permítame que le diga, amigo Iván Ivanovich —y mientras decía esto, Iván Nikiforovich tocó con un dedo un botón de Iván Ivanovich, lo que demostraba su buena disposición hacia él—, que usted se ha ofendido sabe el diablo por qué… Porque yo le haya llamado «ganso»…

Iván Nikiforovich comprendió inmediatamente que había cometido una imprudencia pronunciando esa palabra, pero ya era demasiado tarde: la palabra estaba pronunciada.

¡Todo se fue al diablo!

Si ya esa palabra, cuando fue pronunciada en una situación en la que no había ningún testigo, enfureció de tal modo a Iván Ivanovich, que Dios nos libre de contemplar nunca nada semejante, considere usted qué no habría de ocurrir ahora que tal palabra había sido repetida frente a una concurrencia en la que había muchas damas, ante las cuales Iván Ivanovich gustaba de aparecer siempre especialmente correcto. Si Iván Nikiforovich hubiera actuado de otra manera, si hubiera dicho «pájaro» en lugar de «ganso» quizá la cosa hubiera podido arreglarse.

Pero, no. ¡Ése fue el fin!

Lanzó una mirada —¡y qué mirada!— a Iván Nikiforovich. Si esta mirada hubiera estado dotada de poder ejecutivo, hubiera convertido en cenizas a Iván Nikiforovich. Los invitados entendieron lo que esa mirada significaba y se apresuraron a separarlos. Y este hombre, el epítome de la bondad, que jamás pasaba frente a una mendiga sin dirigirse a ella, salió corriendo de la sala presa de un aterrador frenesí. ¡Así son las violentas tempestades que producen las pasiones!

Durante un mes entero no se volvió a saber nada de Iván Ivanovich. Se encerró en su casa. Se abrió el baúl secreto y de él se sacaron viejos rublos de plata de los abuelos. Y estos rublos acabaron en las sucias manos de turbios intermediarios. El caso fue transferido al Supremo. Y sólo cuando Iván Ivanovich recibió el feliz anuncio de que al día siguiente se dictaría sentencia, sólo entonces miró afuera y se aventuró a salir de su casa. Pero ¡ay! ¡Desde entonces el tribunal le ha informado diariamente durante los últimos diez años que se dictaría sentencia «mañana»!

Hace unos cinco años pasé por la ciudad de Mirgorod. Hacía muy mal tiempo para viajar. Era otoño, con su humedad, sus días melancólicos, su barro y sus brumas. Un verde poco natural cubría campos y prados, producto de las tediosas e incesantes lluvias. Ese verde sentaba tan mal a aquellos prados como las travesuras a un anciano o las rosas a una mujer mayor. Por aquel entonces, el estado del tiempo afectaba mucho a mi ánimo, y si el tiempo era monótono también yo me sentía aburrido. Pero, a pesar de eso, al acercarme a Mirgorod, sentí que se me aceleraba el corazón. ¡Dios, tantos recuerdos! Hacía doce años que no visitaba Mirgorod. Entonces vivían allí dos personas singulares, dos amigos entrañables cuya amistad era verdaderamente excepcional. ¡Y cuántas personas notables habían fallecido! El juez Demian Demianovich era ya un difunto. Iván Ivanovich (el tuerto), también se había despedido del mundo. Conduje por la calle mayor. Por todas partes había postes con paja atada en la parte superior: ¡debían de ser el trazado de algún nuevo proyecto! Habían demolido varias casas. Los restos de las cercas y empalizadas de cañas seguían deprimentemente en pie.

Era un día festivo. Mandé detener mi coche con capota frente a la iglesia y entré tan discretamente que nadie se volvió a mirarme. Cierto que no había nadie que pudiera hacerlo: la iglesia estaba casi vacía. Apenas había gente. Se veía que el barro atemorizaba hasta a los más beatos. Las velas en la tenue o, mejor dicho, enfermiza luz del día, resultaban de algún modo extrañamente desagradables. El oscuro vestíbulo tenía un aspecto melancólico; las alargadas ventanas, de vidrios redondos, estaban cubiertas de lágrimas por la lluvia. Me encaminé hacia la sacristía y me dirigí a un respetable anciano de pelo gris:

—Permítame que le haga una pregunta. ¿Vive todavía Iván Nikiforovich?

Justo entonces la lamparilla que estaba en el icono ardió con más fuerza y la luz iluminó directamente el rostro de mi interlocutor. ¡Qué sorpresa me llevé cuando, al verle, sus rasgos me resultaron tan familiares! ¡Era el propio Iván Nikiforovich! Pero ¡había cambiado muchísimo!

—¿Está usted bien, Iván Nikiforovich? ¡Cómo ha envejecido usted!

—Sí, he envejecido. Hoy he estado en Poltava, ¿sabe? —contestó Iván Nikiforovich.

—¡No me diga! ¿Ha ido usted a Poltava con el mal tiempo que hace hoy?

—¡No había otro remedio! El pleito…

Al oír eso, se me escapó un suspiro. Iván Nikiforovich se dio cuenta y dijo:

—No se preocupe. Sé de buena tinta que el caso se fallará a mi favor la semana que viene.

Me encogí de hombros y fui a ver si averiguaba algo sobre Iván Ivanovich.

—Iván Ivanovich está aquí —me dijo alguien—. En el coro.

Vi entonces una figura esquelética. ¿Era posible que fuera Iván Ivanovich? Tenía el rostro cubierto de arrugas y el pelo completamente blanco, pero vestía la misma
bekesha
de siempre. Tras los saludos de rigor, Iván Ivanovich, luciendo aquella sonrisa alegre que tan bien se ajustaba a su rostro en forma de embudo, me dijo:

—¿Quiere que le cuente una buena noticia?

—¿Qué noticia? —pregunté.

—Mañana sin falta deciden mi caso. El tribunal ha dicho que será así «con toda seguridad».

Suspiré todavía con más fuerza y me apresuré a despedirme, pues me había llevado hasta allí un asunto muy importante, y volví a subirme a mi coche. Los escuálidos caballos que en Mirgorod se conocían como caballos de diligencia, echaron a andar y sus cascos, al hundirse en la masa de barro, producían un sonido desagradable. Ráfagas de lluvia caían sobre el judío cubierto de esparto que iba en el pescante. La humedad me llegaba a los huesos. La triste puerta de la ciudad, con una garita en la que un vigilante inválido estaba sentado remendando su uniforme gris, quedó atrás. Luego, otra vez, el mismo campo, en unos sitios labrado y negro, en otros verde, los empapados cuervos y cornejas, la monótona lluvia, el cielo cerrado y lloroso… ¡Qué triste es el mundo, caballeros!

NIKOLÁI VASÍLIEVICH GÓGOL, (ruso: actual Ucrania, 1809-1852). La vida y la obra literarias de Gógol muestran el debate entre las tendencias prooccidental y eslavófila en la cultura rusa. Los reformistas liberales rusos interpretaron en un principio las historias de Gógol como sátiras de los aspectos negativos de la sociedad rusa. Sin embargo, al final de su vida, estos mismos reformistas lo veían como una figura reaccionaria y patética, perdida en el fanatismo religioso.

Gógol escribió en una época de censura política. Su uso de elementos fantásticos es, como en las fábulas de Esopo, una manera de burlar al censor. Algunos de los mejores escritores soviéticos también recurrieron a la fantasía por razones similares.

Es considerado como uno de los máximos exponentes de la literatura rusa del siglo XIX a pesar de que, por educación y cultura, podría ser considerado ucraniano. Perteneciente a una familia de la baja nobleza rural, se trasladó a San Petersburgo en 1828, donde entabló amistad con Aleksandr Pushkin. En la misma ciudad impartió clases de historia en la Universidad. Su comedia
El Inspector
(1836) lo convertiría en un autor popular, aunque debido al tono de la obra decidió trasladarse a Italia. Durante los cinco años que pasó en Europa occidental escribió la obra
Almas muertas
(1842), que es considerada por la crítica como la primera novela rusa moderna, y que al parecer responde a una idea planteada a Gógol por Pushkin. En los últimos años de su vida abandonó totalmente la literatura para concentrarse en la religión, lo que le llevó a quemar la segunda parte de Almas muertas diez días antes de su muerte, aunque algunas páginas fueron salvadas y publicadas posteriormente.

Gógol tuvo un impacto enorme y permanente en la literatura rusa. La influencia de Gógol se aprecia en escritores como Yevgeni Zamiatin, Mijaíl Bulgákov o Andréi Siniavsky (Abram Terts).

Notas

[1]
Palabra de origen húngaro que se refiere a una levita, caftán o chaqueta con forro y cuello de piel. Todas las notas de esta edición son notas de la traductora.
<<

[2]
Impresores y editores moscovitas de principios del siglo XIX.
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[3]
Unos
charovari
, unos pantalones largos que caen sobre las botas formando pliegues.
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[4]
Un
sertzalo
era una pequeña pirámide de cristal de tres caras en las que se mostraba un águila y ciertos edictos del zar Pedro el Grande (1682-1725) que estaba sobre el escritorio de todos los organismos oficiales.
<<

[5]
Una parte especial del salmón que recorre la dorsal entera del salmón o del esturión, que se corta de una sola pieza y se sala o ahúma. Se considera una exquisitez en Rusia.
<<

[6]
Basilio el Grande, Gregorio el Teólogo y Juan Crisóstomo, tres santos del siglo IV que a veces se veneran conjuntamente en la Iglesia ortodoxa.
<<

[7]
Pastelillo relleno de puré de patatas, carne picada, cebollas o queso, típico de las comunidades judías del Este de Europa.
<<

[8]
Pastelitos hechos mezclando queso blanco, harina y huevos y luego friendo la masa.
<<

[9]
Bebida a base de cereales.
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