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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (7 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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«¡Esperen a que se haga vieja y verán cómo se pone toda del mismo color!» Y, desde luego, con el sol, la tela azul empezó a volverse marrón y ahora está casi del color del resto de la levita. Pero lo más extraño es que Antón Prokofievich tenía la costumbre de vestir ropa de franela en verano y de nanquín en invierno. Antón Prokofievich no tiene ninguna casa en propiedad. Antes tenía una en un extremo de la ciudad, pero la vendió y utilizó el dinero para comprar tres caballos y un pequeño carruaje en el que solía ir a visitar a los terratenientes. Pero como le daban mucho trabajo y, además, había que comprar avena con la que alimentarlos, Antón Prokofievich los cambió por un violín y una sirvienta, sacando además en el trato un billete de veinticinco rublos. Luego Antón Prokofievich vendió el violín y cambió a la chica por una bolsa de piel para el tabaco bordada en oro. Y ahora tiene una bolsa de tabaco como no la tiene nadie. Sin embargo, gracias a esa maravillosa bolsa, ya no tiene carruaje con que visitar los sembrados y debe quedarse en la ciudad y dormir en diversas casas, particularmente en las de esos caballeros que disfrutan dándole capirotazos en la nariz. A Antón Prokofievich le gusta comer bien y juega bien a las cartas. La obediencia siempre fue uno de sus puntos fuertes, así que tomó su sombrero y su bastón y partió inmediatamente a cumplir la tarea que le habían encomendado. Pero en el camino empezó a reflexionar sobre cómo iba a persuadir a Iván Nikiforovich de que se fuera con él a la fiesta. El carácter más bien brusco del por lo demás respetable caballero hacía la tarea prácticamente imposible. ¿Y por qué, en efecto, iba a arriesgarse a ir, si salir de la cama ya le costaba muchísimo trabajo? Pero, suponiendo que se levantara, ¿por qué iba a ir a un lugar dónde —como sin duda sabía— estaba su implacable enemigo? Cuanto más pensaba en ello Antón Prokofievich, más dificultades encontraba. El día era sofocante, el sol abrasaba y el sudor le caía a chorros. Antón Prokofievich, por muchos capirotazos en la nariz que le dieran, era un hombre inteligente para según qué cosas, aunque simplemente no tenía suerte en el comercio. Pero, eso sí, sabía muy bien cuándo le tocaba hacerse pasar por tonto, y por ello a veces salía airoso en ocasiones en que un hombre inteligente hubiera fracasado.

Mientras este impresionante ingenio estaba ocupado pensando en formas de convencer a Iván Ivanovich y caminaba valientemente a su encuentro, un inesperado acontecimiento lo dejó anonadado. Es necesario aquí informar al lector de que Antón Prokofievich tenía, entre otras posesiones, unos pantalones cuya particularidad consistía en que cuando se los ponía los perros venían a morderle las pantorrillas. Y la suerte quiso que los llevara puestos precisamente ese día. Ése fue el motivo de que, apenas se había sumido en sus reflexiones, se viera rodeado por todas partes de terribles ladridos. Antón Prokofievich gritó tan fuerte —nadie era capaz de gritar más fuerte que él— que no sólo salieron a su encuentro nuestra conocida
baba
y el propietario de la inmensa levita, sino que hasta los niños del patio de Iván Ivanovich fueron todos a ver qué sucedía. Y aunque los perros no tuvieron tiempo de morderle más que una pierna, bastó para disminuir notablemente su valor y le hizo acercarse a los peldaños del porche con cierta timidez.

VII. Y último

H
ummm! ¡Buenos días! ¿Por qué provoca usted a los perros? —dijo Iván Nikiforovich al ver a Antón Prokofievich, pues todo el mundo empleaba siempre un tono de broma al hablar con Antón Prokofievich.

—¡Por mí, que se mueran todos! ¡Yo no les he hecho nada! —contestó Antón Prokofievich.

—Está usted mintiendo.

—¡Por Dios que no! Vengo a decirle que Piotr Fiodorovich le invita a usted a comer. —¡Hummm!

—A fe mía que lo pedía con una insistencia como no he visto nunca. «¿Cómo es», preguntaba, «que Iván Nikiforovich me evita como si fuera su enemigo? Nunca se pasa por aquí para charlar o sentarse un rato conmigo».

Iván Nikiforovich se acarició la barbilla.

—«Si Iván Nikiforovich no viene ahora mismo», decía «no sabré qué pensar: debe de tener algo contra mí. Hágame usted el favor, Antón Prokofievich, de convencer a Iván Nikiforovich». Así que, ¿qué me dice, Iván Nikiforovich? Anímese, que se ha reunido allí una estupenda compañía.

Iván Nikiforovich se puso a mirar a un gallo que se había puesto a cantar con todas sus fuerzas en las escaleras del porche.

—¡Si usted supiera, Iván Nikiforovich —prosiguió el proceloso enviado— qué salmón y qué caviar está sirviendo Piotr Fiodorovich!

En ese punto Iván Nikiforovich volvió la cabeza y empezó a escuchar con más atención.

Eso animó al enviado.

—¡Vayamos rápido! ¡También está allí Foma Grigorievich! ¿A qué espera usted? —preguntó, viendo que Iván Nikiforovich seguía tendido en la misma postura en la que lo había encontrado—. Bueno, ¿vamos o no?

—No. No quiero ir.

Este «no quiero ir» asombró a Antón Prokofievich. Estaba seguro de que su convincente exposición había persuadido completamente a aquella respetable persona y, sin embargo, lo que oyó fue un decidido «no quiero ir».

—¿Y por qué no quiere usted ir? —preguntó con un enfado del que sólo muy raramente hacía gala y que no sentía ni siquiera cuando le echaban un papel ardiendo sobre la cabeza, diversión a la que eran especialmente aficionados el juez y el comisario.

Iván Nikiforovich tomó una pizca de rapé y nada dijo.

—Como usted quiera, Iván Nikiforovich, pero no sé qué motivo puede tener para rehusar esta invitación.

—¿Cómo iba a aceptarla? —dijo al fin Iván Nikiforovich—. ¡Ese ladrón estará allí!

Así se refería habitualmente a Iván Ivanovich. ¡Dios mío! ¡Y pensar que no hacía tanto que…

—¡A fe mía que no está! ¡A Dios pongo por testigo que no está! ¡Que me parta un rayo aquí mismo si está allí! —contestó Antón Prokofieivch, que estaba dispuesto a jurar por Dios diez veces en una hora—. ¡Vamos, Iván Nikiforovich!

—Está usted mintiendo, Antón Prokofievich. Está allí, ¿a que sí?

—¡No, por Dios que no está! ¡Que no pase yo de este punto y hora si lo está! Y juzgue usted mismo ¿por qué iba a mentirle? ¡Que se me pudran los brazos y las piernas!… ¡Cómo! ¿Todavía no me cree?

Fueron tantas las garantías, tantos los brazos y piernas, que Iván Nikiforovich acabó convencido y tranquilo. Ordenó al sirviente que vestía la levita infinita que le trajera sus pantalones anchos y su chaqueta de nanquín.

Supongo que es completamente superfluo describir la forma en que Iván Nikiforovich se puso sus pantalones anchos, se anudó una corbata al cuello y finalmente se enfundó su chaqueta de nanquín, que tenía un descosido bajo el brazo derecho. Baste decir que lo hizo conservando la calma y que no contestó al ofrecimiento de Antón Prokofievich de que le diese algo a cambio de su bolsita turca de tabaco.

Mientras tanto, en la fiesta, todos esperaban impacientes el momento decisivo en que aparecería Iván Nikiforovich y se cumpliría el deseo general de que aquellos dos hombres tan respetables se reconciliaran. Muchos estaban convencidos de que Iván Nikiforovich no iría. Entre éstos se contaba el comisario, que incluso quiso apostar con Iván Ivanovich (el tuerto) que no vendría, y si no salió adelante la apuesta fue sólo porque el Iván Ivanovich (el tuerto) insistió en que el alcalde se jugara la pierna en la que le habían disparado y él su ojo ciego, lo que, aunque al comisario le pareció una falta de respeto, hizo bastante gracia a la concurrencia. Nadie se había sentado a la mesa todavía, aunque eran casi las dos, hora en que en Mirgorod, hasta en las ocasiones más solemnes, habría terminado ya de comer.

Apenas Antón Prokofievich apareció en la puerta le rodearon todos al momento. Como respuesta a todas las preguntas, gritó una única y decidida frase: «No quiere venir.» No había hecho más que decirlo y ya una tempestad de reproches, insultos y puede que hasta capirotazos se disponía a caer sobre su cabeza por haber fracasado en su embajada cuando de repente se abrió la puerta y por ella entró Iván Nikiforovich.

Si hubiera aparecido un resucitado o el propio Satán, no hubiera causado mayor asombro entre los reunidos como la inesperada llegada de Iván Nikiforovich. Antón Prokofievich casi se deshace en carcajadas de pura alegría, la que le produjo haber gastado aquella broma a todo el mundo.

Sea como fuere, el caso es que a todos les parecía difícil que Iván Nikiforovich se vistiera como correspondía a un caballero en tan poco tiempo. Iván Ivanovich, que en aquel momento había salido por algún motivo, no estaba presente. Tras recuperarse del asombro, todo el mundo mostró su preocupación por Iván Nikiforovich y su satisfacción por que hubiera aumentado el diámetro de su cintura. Iván Nikiforovich dio besos de saludo a todos y se hartó de decir «Muy agradecido».

Entretanto, el olor del
borsch
se extendió por toda la habitación y acarició las narices de los ahora hambrientos invitados. Todos se dirigieron hacia el comedor. Una hilera de damas, charlatanas y taciturnas, delgadas y rellenas, tomó la vanguardia del grupo y la larga mesa se pobló de multitud de colores. No describiré los manjares que estaban en la mesa; no diré nada de los
mnishki
[8]
con nata agridulce, ni del guisado de menudillos que sirvieron con el
borsch
, ni del pavo con ciruelas y pasas, ni del plato que tenía el aspecto de un par de botas bañadas en
kvas
,
[9]
ni de la salsa, que era el canto del cisne de un cocinero de la vieja escuela, salsa que se servía prendida en llamas para diversión y espanto de las damas. No hablaré de estos platos porque me gusta más comerlos que extenderme describiéndolos en una conversación.

Iván Ivanovich tenía debilidad por el pescado preparado con rábano picante, de modo que se ocupó especialmente en el nutritivo y útil ejercicio de devorarlo. Estaba concentrado en separar las espinas más finas y depositarlas en el plato cuando por casualidad miró hacia adelante. ¡Dios mío, qué extraño! ¡Sentado frente a él estaba Iván Nikiforovich!

Y en ese mismísimo momento Iván Nikiforovich también levantó la mirada y… ¡no! ¡No puedo! ¡Que alguien me dé otra pluma! ¡Ésta es demasiado lenta, demasiado inerte, su trazo demasiado fino para este cuadro! Sus rostros quedaron como petrificados en una expresión de asombro. Cada uno de ellos veía en el otro la persona que conocía desde hacía tiempo, a la que se acercaría instintivamente, como a un amigo al que uno se encuentra y le alarga el frasquito de rapé diciéndole «Sírvase usted» o «¿Sería usted tan amable de servirse usted mismo?», pero a la vez esa misma cara que contemplaban era terrible, como un mal presagio. El sudor caía a chorros de la frente de Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich.

Los presentes, y todos los que estaban sentados en la mesa, se quedaron mudos, prestando toda su atención a la escena y sin poder apartar los ojos de los dos antiguos amigos. Las damas, que hasta entonces se habían entretenido con una amena conversación sobre cómo guisar los capones, se callaron de repente. ¡Todo quedó en silencio! ¡Era una escena digna del pincel de un gran artista!

Finalmente Iván Ivanovich sacó su pañuelo y se sonó la nariz. Iván Nikiforovich miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en la puerta abierta. El comisario se fijó en ese gesto e hizo que cerrasen la puerta a cal y canto de inmediato. Entonces ambos amigos empezaron a comer y ni una sola vez volvieron a cruzar la mirada.

Tan pronto como la comida hubo terminado, los dos antiguos amigos se levantaron de sus sillas y empezaron a buscar sus gorros para escabullirse tan rápido como pudieran. Entonces el comisario le guiñó el ojo a Iván Ivanovich —no ese Iván Ivanovich, sino el otro, el tuerto— y se puso tras Iván Nikiforovich mientras que el jefe de policía se colocó detrás de Iván Ivanovich y los dos empezaron a empujarles desde atrás acercándoles el uno al otro, para que no se marcharan sin haberse dado la mano. Iván Ivanovich, el tuerto, empujó a Iván Nikiforovich un poco de lado pero con bastante precisión hacia el lugar donde había estado de pie Iván Ivanovich; el comisario, por su lado, hizo gala de una puntería pésima, pues se vio incapaz de controlar los caprichos de su infantería, que esta vez no obedecía sus órdenes en absoluto y, como a propósito, avanzaba demasiado lejos y en la dirección opuesta (lo que también pudo deberse al hecho de que en la mesa había un gran número de licores de todo tipo), haciendo que Iván Ivanovich cayera sobre una señora de vestido rojo a la que la curiosidad la había hecho colocarse en el centro de la habitación. Como aquello no presagiaba nada bueno y, para tratar de arreglar las cosas, el juez ocupó el sitio del comisario, aspiró todo el tabaco que tenía en el labio superior y empujó a Iván Ivanovich hacia el otro lado. Éste es un procedimiento muy habitual en Mirgorod para provocar una reconciliación. Se parece un poco al juego de pelota. Mientras el juez empujaba a Iván Ivanovich, Iván Ivanovich (el tuerto) empujaba a su vez con todas sus fuerzas a Iván Nikiforovich, por el cual resbalaba el sudor como la lluvia de un tejado. A pesar de que los dos amigos se resistieron como gatos panza arriba, acabaron hallándose uno frente al otro, pues los dos empujadores recibieron refuerzos de los demás invitados.

Todos los rodeaban formando un estrecho círculo y no tenían intención de soltarlos hasta conseguir que se estrecharan las manos.

—¡Qué Dios les ampare, Iván Nikiforovich o Iván Ivanovich! ¡Digan en conciencia por qué se han peleado ustedes! ¿Acaso no fue por una tontería? ¿No se avergüenzan ustedes de su actitud ante sus semejantes y ante Dios?

—¡No lo sé! —dijo Iván Nikiforovich, sofocado por el esfuerzo (se advertía que no estaba totalmente en contra de la reconciliación.)—. No tengo la menor idea de en qué pude yo ofender a Iván Ivanovich. ¿Por qué, entonces, derrumbó mi corral y conspiró para acabar conmigo?

—Yo no soy culpable de mala intención en nada —dijo Iván Ivanovich sin volver los ojos hacia Iván Nikiforovich—. Juro ante Dios y ante todos ustedes, honorables caballeros, que yo nada le he hecho a mi enemigo. ¿Por qué, entonces, me insulta y ataca mi rango y mi buen nombre?

—¿Y cuándo le he atacado yo, Iván Ivanovich? —dijo Iván Nikiforovich.

Otro minuto de conversación y la larga enemistad hubiera tocado allí a su fin. La mano de Iván Nikiforovich ya estaba a medio camino de su bolsillo para sacar el frasquito de tabaco y decir: «Sírvase.»

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