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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (3 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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—¿Y qué? ¡Seguro que los nuestros vencerán, Iván Ivanovich!

—Seguro que sí. Y entonces qué, Iván Nikiforovich, ¿no quiere usted cambiarme la escopeta?

—Qué extraño es esto, Iván Ivanovich: ¡Usted es una persona cuya inteligencia todos reconocen y, sin embargo, habla como un zoquete! ¿Me toma usted por tonto?

—Siéntese, siéntese. ¡Quédese con Dios! ¡Qué se pudra la escopeta, no voy a decir una palabra más sobre ella!

Justo entonces les trajeron algo para comer. Iván Ivanovich bebió una copa y comió un poco de pastel con crema agridulce.

—Escúcheme, Iván Nikiforovich. Además de la cerda, le daré dos sacos de avena, ya que, como este año usted no sembró avena, tendrá que comprarla.

—Por el amor de Dios, Iván Ivanovich, que hay que haber comido muchos garbanzos para hablar con usted. —Esto no era nada. Iván Nikiforovich era capaz de improvisar frases todavía mejores—. ¿Dónde se ha visto que se cambie una escopeta por dos sacos de avena? ¡Lo que seguro que no me ofrece es su
bekesha!

—Pero ha olvidado usted, Iván Nikiforovich, que además le ofrezco la cerda.

—¡Cómo! ¡Dos sacos de avena y una cerda por la escopeta!

—¿Le parece poco?

—¡Por una escopeta!

—¡Pues claro que por una escopeta!

—¡Dos sacos por una escopeta!

—¡Que no son dos sacos vacíos, sino llenos de avena! ¡Y se olvida usted otra vez de la cerda!

—¡Vaya usted y dele un beso a su cerda, si tanto la quiere! ¡Y, si no, dele un beso al diablo!

—¡Oh, no se puede hablar con usted! Ya verá como en el otro mundo le van a pinchar la lengua con agujas ardiendo por sus sacrilegios. Después de conversar con usted hay que lavarse la cara y las manos y purificarse con incienso.

—¡Le ruego que me perdone, Iván Ivanovich, pero una escopeta es un objeto noble, un entretenimiento de lo más curioso y un adorno ideal para cualquier habitación, y además…!

—¡Hay que ver, está usted con la escopeta como un tonto con su caramelo! —dijo Iván Ivanovich con irritación porque, en efecto, estaba empezando a enfadarse.

—¡Y usted, Iván Ivanovich, es un auténtico ganso!

Si Iván Nikiforovich no hubiera pronunciado esas palabras, hubieran discutido un poco más y luego se hubieran separado como amigos, igual que en otras ocasiones, pero en esta ocasión sucedió algo totalmente distinto. Iván Ivanovich montó en cólera.

—¿Qué ha dicho usted, Iván Nikiforovich? —preguntó, levantando la voz.

—¡He dicho que se parece usted a un ganso, Iván Ivanovich!

—¿Con qué derecho se atreve usted, olvidando la decencia y el respeto por el nombre y rango de un hombre, a deshonrarlo calificándolo con un término tan vergonzoso?

—¿Y qué tiene de vergonzoso? ¿Por qué diantre mueve los brazos como aspas de molino, Iván Ivanovich?

—Le repito que ha faltado a toda decencia al llamarme ganso.

—¡Me importa un comino, Iván Ivanovich! ¿Por qué cacarea usted tanto?

Iván Ivanovich no pudo contenerse más: le temblaban los labios, su boca había abandonado su habitual forma de V y se había convertido en una O, y guiñaba los ojos de una forma espantosa. Para que le sucediese todo esto, Iván Ivanovich tenía que estar muy enfadado.

—¡Entonces le comunico —dijo Iván Ivanovich— que no quiero tener más tratos con usted!

—¡Uy, qué pena me da! ¡Por Dios que no voy a llorar por eso! —contestó Iván Nikiforovich.

Mentía, estaba mintiendo, pues por Dios que todo aquel embrollo le causaba gran disgusto.

—No volveré a poner los pies en el umbral de su casa.

—¡Ya, ya! —dijo Iván Nikiforovich, demasiado enfadado como para saber qué hacer y, en contra de lo que acostumbraba, poniéndose en pie—. ¡Eh! ¡Anciana! ¡Muchacho! —Al oír estas palabras aparecieron de detrás de la puerta la misma mujer flaca y un chaval más bien bajito enredado en una larga y ancha levita—. ¡Coged por los brazos a Iván Ivanovich y sacadlo de mi casa!

—¡Cómo! ¿Así se trata en esta casa a un caballero? —gritó Iván Ivanovich indignado y furioso—. ¡Atreveos! ¡Vamos! ¡Os haré picadillo a vosotros y a vuestro estúpido señor! ¡Ni los cuervos van a encontrar vuestros restos! —La voz de Iván Ivanovich adquiría una potencia extraordinaria cuando su alma sufría.

El grupo en conjunto presentaba un cuadro sobrecogedor: Iván Nikiforovich de pie en el centro de la habitación en el apogeo de su belleza sin adornos. La anciana, con la boca abierta y expresión de terror y estupidez. Iván Ivanovich, con el brazo en alto al modo de un tribuno romano. ¡Era un instante extraordinario! ¡Un espectáculo magnífico! Y, sin embargo, sólo había un espectador: el chiquillo envuelto en la enorme levita, que lo contemplaba tan tranquilo, limpiándose la nariz con un dedo.

Por fin, Iván Ivanovich recogió su gorro.

—¡Se ha comportado usted de forma ejemplar, Iván Nikiforovich! ¡Espléndida! No se crea que me olvidaré de esto.

—¡Váyase, Iván Ivanovich, haga el favor! ¡Y ándese con cuidado de no cruzarse conmigo, o se llevará usted un puñetazo en las narices!

—¡Esto para usted, Iván Nikiforovich! —replicó Iván Ivanovich haciendo un gesto obsceno, y luego cerró la puerta tras él con tanta fuerza que ésta rebotó y se abrió de nuevo con un chirrido.

Iván Nikiforovich se asomó a ella para añadir algo, pero Iván Ivanovich se marchó volando del patio sin volver la vista atrás.

III. De lo que sucedió después de la pelea entre Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich

Y
así fue como estos dos hombres respetados, honor y orgullo de Mirgorod, discutieron. ¿Y sobre qué? Sobre una tontería: por un ganso. No quisieron verse, cortaron todos los lazos que les unían a pesar de que antes habían sido célebres por ser los amigos más inseparables. En tiempos, cada día enviaban a alguien a casa del otro a preguntar cómo estaba y a menudo hablaban entre ellos desde sus respectivos balcones y eran tan gentiles el uno con el otro que el corazón se alegraba escuchándolos. Los domingos, Iván Ivanovich en su gruesa
bekesha
de lana e Iván Nikiforovich en una casaca de nanquín de color marrón algo amarillento, iban a la iglesia casi cogidos del brazo. Y si Iván Ivanovich, que tenía una vista extremadamente aguda, era el primero en ver un charco o cualquier otra inmundicia que hubiera en la calle —que a veces en Mirgorod las hay—, siempre le decía a Iván Nikiforovich:

—¡Cuidado, no ponga el pie ahí, que es muy mal sitio!

Iván Nikiforovich, por su parte, daba también las muestras de amistad más conmovedoras, y dondequiera que se encontrase con Iván Ivanovich siempre le ofrecía su botellita de tabaco y le decía:

—¡Sírvase usted mismo!

¡Y qué haciendas tan magníficas las de ambos! Y que estos dos amigos… ¡Cuando me enteré me quedé como si me hubiera caído un rayo! Durante mucho tiempo me negué a creerlo: ¡Por Dios! ¡Iván Ivanovich se ha peleado con Iván Nikiforovich! ¡Una gente tan respetable! ¿Es que no queda nada perdurable en este mundo?

Cuando Iván Ivanovich llegó a su casa estaba muy alterado. Por lo general, se pasaba primero por la cuadra para ver si su pequeña yegua se había comido su heno —Iván Ivanovich tiene una yegua gris con una mancha en la frente, ¡una yegua muy bonita!—, tras ello aumentaba a los pavos y a los cerdos con sus propias manos y no entraba hasta que había acabado, donde o bien se entretenía fabricando utensilios de madera —sabía muy bien cómo tallar la madera con habilidad, tan bien como un tallista— o leía un libro impreso por Lubiy, Gariy y Popov 
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Iván Ivanovich no lograba recordar el título porque la sierva había arrancado la parte de arriba de la página del título hacía mucho tiempo mientras jugaba con el bebé— o se echaba a dormir bajo el pórtico. Pero esta vez no se dedicó a ninguno de sus quehaceres habituales, sino que al cruzarse con Gapka la empezó a reñir por estar sin hacer nada, a pesar de que, de hecho, estaba llevando grano a la cocina; le tiró su vara al gallo, que había acudido al porche en busca de su acostumbrado condumio, y cuando un chiquillo sucio y vestido con una camisa rota se le acercó corriendo y le gritó: «¡Padrecito, padrecito… dame un bollo!», le amenazó pataleando tan terriblemente que el niño corrió a esconderse Dios sabe dónde.

Al poco recobró el buen juicio y se ocupó con sus asuntos de costumbre. Comió tarde y ya anochecía cuando se echó a descansar en el porche. El sabroso
borsch
con pichones que le había preparado Gapka había ahuyentado el recuerdo del incidente de la mañana. De nuevo, Iván Ivanovich paseó la vista por su hacienda complacido. Al fin sus ojos se posaron en el patio del vecino y se dijo a sí mismo: «Hoy no he ido a casa de Iván Nikiforovich. Iré a hacerle una visita.» Y, dicho esto, se puso su gorro, recogió su vara y salió afuera, pero tan pronto como salió por la puerta recordó la pelea, escupió y se volvió adentro. Prácticamente lo mismo había sucedido en el patio de Iván Nikiforovich. Iván Ivanovich vio como la
baba
ya había puesto pie en la valla para saltar a su patio cuando, de repente, tronó la voz de Iván Nikiforovich: «¡Vuelve aquí inmediatamente! ¡Déjalo!» Sin embargo, Iván Ivanovich se aburría terriblemente. Y hubiera sido muy posible que estos dos hombres tan respetables hicieran las paces tan pronto como al día siguiente de no haberse producido cierto incidente en casa de Iván Nikiforovich que acabó con toda esperanza de reconciliación y echó leña al fuego de esa enemistad cuando ya parecía lista para apagarse.

El mismo día al anochecer, Agafya Fedoseevna visitó a Iván Nikiforovich. Agafya Fedoseevna no era pariente ni cuñada, ni siquiera comadre de Iván Nikiforovich. No tenía ningún motivo para presentarse allí y el propio Iván Nikiforovich no estaba demasiado contento de verla. Sin embargo, a veces llegaba a la casa sin previo aviso y se pasaba semanas en ella y en ocasiones incluso más. Cuando eso sucedía, se adueñaba de todas las llaves y se hacía con el control de todos los asuntos domésticos. Eso desagradaba mucho a Iván Nikiforovich que, sin embargo, se sorprendía escuchándola y obedeciéndola como un niño y, a pesar de que algunas veces intentaba discutir con ella, Agafya Fedoseevna le dominaba siempre.

Confieso que no comprendo por qué las cosas son así: las mujeres nos agarran por la nariz tan fácilmente como si sostuvieran una tetera por el asa. O bien sus manos están hechas a ello o nuestras narices no valen ya para nada. Aunque la nariz de Iván Nikiforovich se parecía a una ciruela, ella le cogía por ahí y hacía que la siguiera como si fuera un perrito. Cuando Agafya estaba presente, Iván cambiaba, sin darse cuenta, sus costumbres: no pasaba tanto tiempo tumbado al sol y, si se tumbaba, lo hacía vestido con una camisa y unos pantalones anchos,
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aunque Agafya Fedoseevna no se lo exigía en absoluto. Ella no era partidaria de muchas ceremonias, y cuando Iván Nikiforovich tuvo fiebre, fue ella con sus propias manos la que le frotó de pies a cabeza con aguarrás y vinagre. Agafya tenía tres verrugas en la nariz, llevaba una cofia sobre la cabeza y vestía una bata de color café con flores amarillas. Su cuerpo parecía un barril y era tan difícil distinguir su cadera como verse la nariz sin la ayuda de un espejo. Tenía unas piernecitas cortas que parecían dos cojines. Era muy cotilla, comía remolacha por las mañanas y dominaba el arte del lenguaje soez, pero durante estas diversas ocupaciones mantenía siempre la misma expresión en el rostro, algo que sólo las mujeres son capaces de hacer. Tan pronto llegó, todo fue a peor.

—No hagas las paces con él, Iván Nikiforovich, y tampoco te disculpes: ¡quiere tu ruina! ¡Así es él! ¡Tú no sabes cómo es de verdad!

Y la condenada mujer, a base de murmurar al oído de Iván Nikiforovich, consiguió que éste no quisiera ni oír hablar de Iván Ivanovich.

Ahora todo parecía distinto: si el perro del vecino entraba por casualidad en el patio, lo golpeaban con lo primero que encontraban; los niños que saltaban la valla regresaban llorando, con las camisas levantadas y señales de azotes en el trasero. Incluso la propia mujer, cuando Iván Ivanovich le preguntó algo, le hizo un gesto tan grosero que Iván Ivanovich, que era un hombre delicado, escupió y se limitó a decir:

—¡Qué asquerosa! ¡Es peor que su señor!

Por último, para colmo de todos los insultos, el odiado vecino construyó un corral para gansos directamente frente a él, en el punto donde solían saltar la cerca, como para hurgar adrede en la ofensa. Ese corral, que a Iván Ivanovich le parecía repugnante, se construyó con diabólica rapidez en un solo día.

Este proceder despertó en Iván Ivanovich ira y sed de venganza. No dio, sin embargo, señal alguna de su irritación, a pesar de que el corral invadía parte de su terreno, pero el corazón le latía tan fuerte que le resultaba extremadamente difícil mantener un aspecto calmado.

Así transcurrió el día. Cuando llegó la noche… ¡Oh! ¡Si fuera yo pintor sabría expresar maravillosamente todo el encanto de la noche! ¡Retrataría cómo Mirgorod entero duerme; cómo incontables estrellas lo contemplan inmóviles; cómo en el silencio casi visible resuenan los ladridos de perros lejanos y cercanos; cómo por delante de ellos camina de prisa el sacristán enamorado y atraviesa la cerca con caballeresca valentía; cómo al bañarlos la luz de la luna los blancos muros de las casas se tornan más blancos todavía y los árboles más negros y la sombra de los árboles cae más oscura sobre el suelo, y las flores y la hierba adormecida más fragantes y los grillos, esos incansables hidalgos de la noche, al unísono chirrían con sus cánticos desde todos los rincones! Hubiera explicado cómo, en una de esas casitas de arcilla, una mujer morena con el pecho joven y palpitante se revuelve en su solitaria cama soñando con el bigote de un húsar mientras la luz de la luna ríe en sus mejillas. Hubiera expresado cómo la negra sombra de un murciélago pasa rauda sobre el camino blanco y se aposenta en las chimeneas también blancas de las casas… Pero difícilmente hubiera sido capaz de expresar cómo salió de su casa aquella noche Iván Ivanovich, sierra en mano. ¡Cuántas emociones distintas estaban escritas en su rostro!

Sigilosa y lentamente se acercó al corral de los gansos. Los perros de Iván Nikiforovich nada sabían de la pelea entre ellos y, como era un viejo amigo, le permitieron acercarse al corral, que se sostenía sobre cuatro postes de roble. Se deslizó hacia el poste más cercano, puso la sierra contra la madera y empezó a serrar. El ruido de la herramienta le hacía volver la vista atrás cada dos por tres, pero el recuerdo de la ofensa que había recibido le devolvía el valor. Serró el primer poste y empezó con el segundo. Le ardían los ojos y el miedo no le permitía ver. De repente, Iván Ivanovich lanzó un grito y se quedó petrificado: un muerto se había aparecido ante él. Pero se recuperó pronto, al comprender que sólo se trataba de un ganso que había alargado el cuello hacia él. Iván Ivanovich escupió indignado y reemprendió su tarea. El segundo poste cayó también. El corral se tambaleó. Cuando la emprendió con el tercer poste, el corazón de Iván Ivanovich latía tan violentamente que su dueño tuvo que detenerse varias veces para sosegarse. Cuando llevaba serrada un poco más de la mitad del poste, la inestable construcción empezó a tambalearse de súbito… Iván Ivanovich a duras penas tuvo tiempo de apartarse de un salto cuando el corral se derrumbó con estrépito. Cogió su sierra y, muerto de miedo, se fue corriendo a su casa y se metió en la cama, incapaz hasta de mirar por la ventana para ver las consecuencias de su espantosa hazaña. Imaginó que todos los que vivían en la casa de Iván Nikiforovich habrían salido al patio —la anciana, Iván Nikiforovich, el chiquillo con la inmensa levita— y que todos, con Agafya Fedoseevna a la cabeza y armados con garrotes, se disponían a devastar y destruir su casa.

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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