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Authors: Nikolái Gógol

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Por qué se pelearon los dos Ivanes (2 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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Después de hacerse esta pregunta tan profunda, Iván Ivanovich se quedó pensativo y, mientras, sus ojos vagaron en busca de nuevos objetos, miró más allá de la verja que separaba su patio del de Iván Nikiforovich e involuntariamente se entretuvo contemplando un curioso espectáculo. Una
baba
flaca sacaba ropas guardadas pieza a pieza y las colgaba en la cuerda del tendedero para que se airearan. Pronto, un viejo uniforme de puños gastados lanzó sus mangas al aire y abrazó a una chaqueta de brocado. Tras él apareció otra chaqueta de caballero con botones militares y el cuello raído, y unos pantalones blancos de sarga manchados que en tiempos Iván Nikiforovich se ponía en las piernas y que ahora quizá sólo le cabrían en los dedos. Tras ellos, colgó otros en forma de V invertida. Después vino un
beshmet
cosaco azul marino que Iván Nikiforovish se había hecho hacer veinte años atrás cuando quiso unirse a la milicia e incluso llegó a dejarse crecer el bigote. Por último, apareció por fin un espadón parecido a la aguja de un edificio elevándose en el aire. Luego ondearon los faldones de algo parecido a un caftán color musgo con botones de cobre del tamaño de monedas de cinco copecas. Por detrás de los faldones asomó un chaleco con bordados dorados y de pechera muy abierta. Al chaleco pronto lo tapó una vieja falda de la difunta abuela en cuyos bolsillos cabían sandías enteras. El conjunto le pareció a Iván Ivanovich un espectáculo muy entretenido que los rayos del sol, cayendo aquí o allí sobre una manga azul o verde, un puño rojo o parte del brocado, convertían en algo extraordinario, como una de esas escenas de la natividad que los titiriteros ambulantes pasean por los caseríos. Sobre todo cuando la abigarrada multitud contempla al rey Herodes ciñendo su corona de oro o a Antón tirando de su cabra. Tras el teatrillo chirría un violín; un gitano se golpea los labios imitando a un tambor, el sol se pone y el frescor de la noche sureña, hasta entonces agazapado, se acerca cada vez más a los hombros y pechos descubiertos de las rollizas campesinas.

Pronto la anciana emergió de nuevo del cobertizo, esta vez cargando a la espalda una vieja silla de montar con los estribos rotos, unas gastadas cartucheras de piel y una manta de montar que en tiempos fue de un color escarlata muy vivo con brocados dorados y placas de bronce.

—¡Qué mujer más tonta! —pensó Iván Ivanovich—. ¡Si sigue así es capaz de tender al propio Iván Nikiforovich para que se airee!

Y, en efecto, Iván Ivanovich no estaba del todo equivocado. Unos cinco minutos después los bombachos de nanquín de Iván Nikiforovich vinieron a ocupar, ellos solos, casi la mitad del patio. Además, la anciana sacó un sombrero y una escopeta.

«¿Qué significa esto? —pensó Iván Ivanovich—. Nunca he visto una escopeta en casa de Iván Nikiforovich. ¿Qué estará tramando? ¡No va nunca de caza pero tiene una escopeta! ¿Para qué la quiere? ¡Y qué bonita es! Hace tiempo que ando buscando procurarme una igual. Me gustaría mucho tenerla. Me encanta juguetear con las escopetas.»

—¡Eh!
¡Baba, baba!
—gritó Iván Ivanovich, indicándole con el dedo a la mujer que se acercase.

La anciana se acercó a la valla.

—¿Qué tienes ahí, abuelita?

—Pues lo que ve usted: una escopeta.

—¿Qué clase de escopeta?

—¡Vaya usted a saber qué clase de escopeta es! ¡Puede que si fuera mía lo supiera, pero es del señor!

Iván Ivanovich se levantó y empezó a examinar detenidamente la escopeta por todos lados, olvidándose de regañar a la vieja por haber sacado a airear tanto la escopeta como la espada.

—Supongo que será de hierro —prosiguió la anciana.

—¡Hum! De hierro… ¿Por qué de hierro? —murmuró entre dientes Iván Ivanovich—. ¿Hace mucho que la tiene tu señor?

—Puede que sí.

—Desde luego, es una preciosidad —continuó Iván Ivanovich—. Le voy a pedir que me la regale. ¿De qué le sirve a él? Y si no quiere regalármela, se la cambiaré por alguna otra cosa. Dime, abuelita, ¿está tu señor en casa?

—Sí que está.

—¿Y qué está haciendo? ¿Se ha echado?

—Está echado, sí.

—Muy bien, entonces voy a verle.

Iván Ivanovich se vistió, cogió su vara de endrino por si se cruzaba con algún perro, pues en las calles de Mirgorod uno encontraba más perros que personas, y se marchó.

Aunque el patio de Iván Nikiforovich era contiguo al de Iván Ivanovich y se podía pasar de uno a otro saltando la valla de zarzas y barro que los dividía, Iván Ivanovich prefirió ir por la calle. Desde la calle tuvo que pasar a un callejón tan estrecho que si dos carros, cada uno de ellos tirado por un caballo, se encontrasen en él por casualidad, no podrían pasar uno junto al otro y tendrían que permanecer allí hasta que alguien los remolcase por las ruedas traseras y en direcciones opuestas hacia la calle por la que habían entrado en el callejón. Y los vestidos de los transeúntes que por allí caminaban quedaban invariablemente adornados, como si fueran flores, por los pegajosos abrojos que crecían en las vallas a ambos lados. A este callejón daba, por un lado, el cobertizo de Iván Ivanovich y, por el otro, el granero, portalón y palomar de Iván Nikiforovich.

Iván Ivanovich se acercó al portalón y abrió ruidosamente el cerrojo. Dentro, los perros se pusieron a ladrar, pero la variopinta jauría se calmó y los animales retrocedieron agitando la cola en cuanto comprobaron que se trataba de una cara conocida. Iván Ivanovich atravesó el patio, por el que correteaban una multitud de coloridas palomas indias a las que el propio Iván Nikiforovich solía dar de comer. Se veían también cortezas de sandías y melones, algún que otro parche de hierba, la rueda rota o el aro de un tonel y algún chiquillo sucio jugando tirado en el suelo. En suma, el tipo de estampa que les gusta a los pintores. La sombra de la ropa tendida cubría casi todo el patio, dotándolo de un agradable frescor. La anciana le salió al encuentro, hizo una profunda reverencia y luego se quedó ahí pasmada como una pazguata. En la parte delantera de la casa había un bonito porche con un tejadillo sostenido por dos columnas de roble y que constituía una defensa poco fiable contra el sol, que en esa estación en la Pequeña Rusia no es cosa de broma, pues baña al caminante en sudor de la cabeza a los pies. De ello se deduce cuánto deseaba Iván Ivanovich adquirir la escopeta: le resultaba tan indispensable que había decidido salir a por ella sin demora, abandonando hasta su inveterada costumbre de salir a pasear sólo al atardecer.

La habitación en la que entró estaba totalmente a oscuras, pues tenía los postigos cerrados, y un rayo de sol, que entraba por un agujero en los postigos, pintó un arco iris en la pared, dibujando en ella un colorido paisaje con los tejados de juncos, árboles y la ropa tendida fuera, todo ello invertido y bañado el aposento en una media luz maravillosa.

—Dios le guarde —dijo Iván Ivanovich.

—¡Ah! ¡Buenos días, Iván Ivanovich! —contestó una voz desde un rincón de la habitación. Sólo entonces se dio cuenta Iván Ivanovich de que Iván Nikiforovich estaba allí, tendido sobre una alfombra extendida en el suelo—. Discúlpeme si me presento ante usted al natural.

Iván Nikiforovich estaba echado y desnudo; no llevaba ni siquiera una camisa.

—No se preocupe. ¿Ha dormido usted bien esta noche, Iván Nikiforovich?

—Muy bien, sí. ¿Y usted, Iván Ivanovich, ha descansado bien?

—Sí, he descansado muy bien.

—¿Se ha levantado usted ahora?

—¿Si me he levantado ahora? ¡Válgame Dios, Iván Nikiforovich! ¿Cómo iba nadie a dormir hasta tan tarde? Acabo de regresar de mis campos. ¡La cosecha de trigo se promete muy buena! ¡Está magnífico! ¡Y el heno está muy crecido, suave y espléndido!

—¡Gorpina! —gritó Iván Nikiforovich—. ¡Trae a Iván vodka y pasteles de crema!

—Qué buen tiempo hace hoy.

—No elogie el clima, Iván Ivanovich. ¡Qué se vaya al diablo este tiempo! ¡Con este calor no sabe uno dónde meterse!

—Tenía usted que mentar al diablo. ¡Ah, Iván Nikiforovich! Se acordará usted de lo que le digo cuando sea ya demasiado tarde. En el otro mundo le castigarán por su lenguaje impío.

—¿Acaso le he ofendido, Iván Ivanovich? No he hablado ni de su padre ni de su madre. No sé en qué he podido ofenderle.

—¡Basta, basta, Iván Nikiforovich!

—¡Por Dios, que yo a usted no le he ofendido, Iván Ivanovich!

—¡Qué extraño que las codornices sigan sin acudir al reclamo!

—Diga usted lo que quiera y piense lo que se le antoje, pero yo no le he ofendido en modo alguno.

—De verdad que no sé por qué no acuden —dijo Iván Ivanovich como si no hubiera oído a Iván Nikiforovich—. Quizá no haya llegado todavía la temporada de perdices, pero es que me parece que es precisamente tiempo de que lleguen.

—¿Dice que el trigo tiene buena pinta?

—Magnífica. Una pinta magnífica.

Después de estas palabras se produjo un silencio.

—¿Y qué es eso de tender toda esa ropa, Iván Nikiforovich? —preguntó por fin Iván Ivanovich.

—¿Ropa? Ah, sí, una ropa excelente, casi nueva. Esa maldita anciana casi deja que se pudra. Ahora la he mandado airear. El tejido es muy bueno, de calidad. No hay más que volverlo del revés y uno se lo puede volver a poner.

—Hay una cosilla que me gustó especialmente, Iván Nikiforovich…

—¿Cuál?

—Dígame, si no es molestia, para qué necesita usted la escopeta que la anciana sacó a airear junto con la ropa. —Y mientras hablaba Iván Ivanovich le ofreció al otro Iván algo de tabaco en polvo—. ¿Sería tan amable de servirse usted mismo?

—No se preocupe, sírvase usted, yo tomaré del mío —dijo Iván Nikiforovich palpándose los bolsillos y sacando su tabaquera—. ¡Qué estúpida es esa mujer! ¿Así que sacó también la escopeta…? Este judío de Sorochintsy hace un rapé fantástico. No sé qué le pone, pero el resultado es que huele muy bien. Más que tabaco, parecen hierbas aromáticas. Tome usted un poco y mastíquelo. ¿No le parece que sabe a hierbas aromáticas? Tome un poco, sírvase usted mismo, por favor.

—Pero volviendo al tema de la escopeta, dígame, Iván Nikiforovich, por favor, ¿qué va a hacer usted con ella? Seguro que no piensa utilizarla usted.

—¿Cómo que no la voy a utilizar? ¿Y si quiero ir a cazar un poco?

—Pero ¡Dios mío, Iván Nikiforovich! ¿Cuando va ir usted a cazar? Igual tiene pensado usted hacerlo después de la Segunda Venida de Cristo. Por lo que yo sé y lo que he oído, nadie recuerda haberle visto disparar ni siquiera a un pato. Y, además, la constitución que el Señor le ha dado a usted no es la adecuada para cazar. Su figura y su porte son impresionantes. ¿Cómo iba usted a arrastrarse por los pantanos cuando su ropa, a la que uno no siempre se puede referir por su nombre en una conversación decente, está aireándose en el patio? ¿Qué iba a hacer entonces? No. Lo que usted necesita es tranquilidad y descanso. —Iván Ivanovich, como hemos dicho anteriormente, sabía ser extremadamente elocuente cuando quería convencer a alguien. ¡Cómo hablaba! ¡Dios mío, como hablaba!—. Sí… usted necesita actividades con las que su carácter congenie. ¡Escúcheme, deme a mí esa escopeta!

—¡Cómo voy a hacer eso! ¡Esa escopeta vale mucho dinero! Ahora ya no se encuentran escopetas como ésa en ninguna parte. Se la compré a un turco cuando todavía pensaba alistarme en la milicia. ¿Y ahora tengo que regalársela sin más ni más? ¡Imposible! Esa escopeta es indispensable.

—¿Y para qué es indispensable?

—¿Cómo que para qué? ¿Y si me entran ladrones en casa? Por supuesto que me resulta indispensable. Gracias a Dios, ahora estoy tranquilo y no temo a nadie. Y todo ¿por qué? ¡Porque sé que tengo una buena escopeta en el trastero!

—¡Una escopeta buena de verdad! Pero, Iván Nikiforovich, fíjese, ¡tiene el seguro roto!

—¿Y qué más da que esté roto? ¡Se puede arreglar! Con meterla en aceite de alpiste para que no se oxide será más que suficiente.

—De sus palabras, Iván Nikiforovich, puedo colegir que no me profesa usted ni la menor amistad. No quiere usted hacer nada por mí como un amigo de verdad querría hacerlo por otro.

—¿Cómo puede usted decir esas cosas, Iván Ivanovich? ¿No le da vergüenza? Sus bueyes pastan en mi estepa y yo nunca los he echado… Cuando usted va a Poltava me pide siempre que le preste mi carruaje y ¿acaso se lo he negado alguna vez? Sus niños saltan por la cerca a mi patio y juegan con mis perros y yo no les digo nada: ¡que jueguen y se diviertan mientras no rompan nada! ¡Que jueguen, digo!

—Si no quiere regalármela puede que tal vez pueda cambiársela por alguna otra cosa.

—¿Y qué me ofrecería usted por ella? —al decir esto Iván Nikiforovich se apoyó sobre un brazo y miró a Iván Ivanovich.

—Le daría por ella la cerda parda, la que he cebado en el corral. ¡Es una cerda muy buena! Ya verá que el año que viene le da lechoncitos.

—No sé cómo puede decir usted eso, Iván Ivanovich. ¿Para qué quiero yo su cerda? ¿Para celebrar un banquete fúnebre en memoria del diablo?

—¡Otra vez! ¡No puede usted estar dos segundos sin hablar del diablo! ¡Iván Nikiforovich, es un pecado cómo usted habla, por Dios, un pecado!

—Pero, en serio, Iván Ivanovich ¿cómo puede andar usted ofreciendo el diablo sabe qué por una escopeta? ¡Una cerda…!

—¿Y por qué dice usted eso de «el diablo sabe qué», Iván Nikiforovich?

—¿Qué voy a decir? Juzgue usted mismo: por un lado tenemos una escopeta, una cosa segura y conocida; por el otro, el diablo sabe qué: ¡una cerda! Si no fuera usted quien me habla así, podría ofenderme.

—Pero ¿qué hay de malo en una cerda?

—¿Habrase visto? Pero ¿usted por quién me toma? Se figura que esa cerda…

—¡Siéntese, siéntese! No voy a continuar. ¡Quédese usted con su escopeta! ¡Que se pudra y se oxide muerta de risa en un rincón de su trastero! ¡No quiero volver a oír hablar de ella!

A eso siguió un silencio.

—Dicen —empezó Iván Ivanovich— que tres reyes han declarado la guerra a nuestro zar.

—Sí, eso me dijo Pyotr Fyodorovich. ¿Qué guerra es esa? ¿Y por qué ha empezado?

—Es imposible saber a ciencia cierta cómo empezó, Iván Nikiforich. Supongo que esos tres reyes quieren que abracemos la religión de los turcos.

—¡Tienen que ser muy bobos para pretender tal cosa! —dijo Iván Nikiforovich levantando la cabeza.

—Se conoce que por eso les ha declarado la guerra nuestro zar. ¡No, dice él, mejor abrazad vosotros la fe cristiana!

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