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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (4 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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Todo el día siguiente Iván Ivanovich lo pasó como presa de una fiebre. Imaginaba a cada instante que su vecino, para vengarse, como mínimo le prendería fuego a su casa, por lo que ordenó a Gapka que se mantuviera atenta en todo momento por si echaban paja seca por alguna parte. Por último, para adelantarse a Iván Nikiforovich, decidió correr como una liebre a presentar una denuncia contra él en el juzgado de Mirgorod. En qué consistía el contenido de dicha denuncia se verá en el capítulo siguiente.

IV. De lo que sucedió en la sala del juzgado de Mirgorod

¡
Q
ué maravilla es Mirgorod! ¡Qué edificios tiene! ¡Da lo mismo que tengan el tejado de paja, de tejas o de madera! A la derecha una calle, a la izquierda otra, excelentes cercas por todos lados sobre las que serpentea la hiedra y se cuelgan los pucheros, y tras las cuales asoman sus rubicundas cabezas los girasoles, las amapolas lucen su rojo y a cada tanto se ve una lozana calabaza.

¡Qué magnificencia! Todas las cercas de adobe están adornadas con objetos que las hacen más pintorescas: un delantal tendido, una camisa o unos bombachos. En Mirgorod no hay ni ladrones ni pillos y por eso todo el mundo cuelga lo que le parece. Si usted se acerca a la plaza, asegúrese de detenerse un momento a admirar la vista. En medio de ella hay un charco ¡un charco extraordinario! ¡Un charco como no verá usted otro igual! Ocupa casi toda la plaza. ¡Un charco precioso! Las casas y casitas, que de lejos uno pudiera tomar por gavillas de heno, lo rodean asombradas de su hermosura.

Pero yo creo que la casa más bonita que hay en la ciudad es la del juzgado. No es asunto mío si está construida con madera de roble o de álamo, pero ¡tiene ocho ventanas, mis queridos señores! Ocho ventanas puestas en fila, que miran directamente a la plaza y dan a esa extensión de agua de la que ya les he hablado y que el comisario de policía llama lago. Es la única pintada del color del granito: todas las demás están simplemente enjabelgadas. El tejado es de madera y lo habrían pintado de rojo si el aceite preparado a tal efecto no se lo hubieran comido con cebolla, y además en tiempo de Cuaresma. Así que el tejado se quedó sin pintar. El porche del edificio se abre a la plaza y las gallinas corretean por sus escaleras, pues sobre ellas siempre hay cereales esparcidos o algún comestible, aunque no a propósito, sino por el descuido de los visitantes. Está dividida en dos partes iguales: en una se encuentran las salas y, en la otra, la cárcel. En la parte de las salas hay dos salas limpias y enjabelgadas: una, la antesala, es para recibir a los peticionarios; en la otra hay un escritorio adornado con manchas de tinta. Sobre ésta hay un
sertzalo.
[4]
Había también cuatro sillas de roble de respaldo alto y, pegados a las paredes, baúles reforzados con hierro que contenían montones de quejas y calumnias locales.

Sobre uno de estos baúles descansaba aquel día una bota recién abrillantada. La sala estaba abierta desde buena mañana. El juez, un hombre bastante gordo, aunque no tanto como Iván Nikiforovich, con un semblante bondadoso, vestido con una bata grasienta, y que sostenía una pipa y una taza de té, hablaba con el alguacil. El juez tenía los labios muy cerca de la nariz, de modo que podía olerse el labio superior tanto como le placiera. Este labio le servía de tabaquera, pues la picadura de tabaco destinada a su nariz siempre se quedaba esparcida sobre él. Así pues, como decíamos, el juez estaba hablando con el alguacil. A un lado, una joven descalza sostenía una bandeja con tazas.

En un extremo de la mesa, el secretario leía la sentencia de un caso, pero con una voz tan monocorde y lastimera que el mismo acusado se hubiera quedado dormido al escucharla. Sin duda el juez se habría dormido el primero si no fuera porque mientras tanto se había enfrascado en una entretenida conversación.

—Me propuse descubrir —dijo el juez, sorbiendo el té ya frío de su taza— cómo consiguen cantar tan bien. Hace un par de años tuve un mirlo muy hermoso, pero ¿qué cree usted? De repente se estropeó del todo. Empezó a cantar Dios sabe qué y, con el tiempo, fue a peor. Se puso ronco, gutural, como para tirarlo a la basura. ¡Y todo por una nadería! Verá usted por qué sucede: bajo su gargantita les sale un bultito, más pequeño que un guisante. Pues bien, basta con pinchar ése bultito con una aguja. A mí me enseñó a hacerlo Zakhar Prokofievich y si quiere usted le contaré cómo fue: había ido a verlo…

—¿Quiere que lea otra, Demian Demianovich? —interrumpió el secretario, que había terminado la lectura de la sentencia hacía ya unos minutos.

—¿Ya la ha leído toda? ¡Qué rápido ha ido usted! ¡No he oído nada! ¿Dónde está? ¡Tráigala aquí para que la firme! ¿Qué más hay hoy?

—El caso del cosaco Bokitko sobre la vaca robada.

—¡Muy bien! Lea, léala usted… Así que fui a verlo a su casa… Hasta le podría detallar con qué me obsequió. ¡Con el vodka sirvió un salmón ahumado delicioso! ¡Auténtico
balyk
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no como el nuestro —al decir esto el juez chasqueó la lengua y sonrió, y con la nariz esnifó de su habitual tabaquera— que se vende la tienda de Mirgorod. Los arenques no los probé porque, como usted sabe, me dan ardor de estómago. Lo que sí probé fue el caviar ¡Y qué caviar más maravilloso era! ¡Un caviar excelente! Luego bebí un poco de vodka de melocotón salpicado con una pizca de centaura. También había vodka de azafrán pero, como usted sabe, yo no bebo vodka de azafrán. Ya ve usted, es muy agradable despertar primero el apetito, según se dice, y luego terminar… ¡Ah!… Pero ¿qué ven mis ojos? ¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó de repente el juez al ver a Iván Ivanovich, que entraba en ese mismo momento.

—¡Dios les guarde! Muy buenos días a todos —dijo Iván Ivanovich saludando a todo el mundo del modo agradable que era característico de él. ¡Dios mío, cómo sabe ganarse a todo el mundo con su trato! No he visto en ninguna parte tanto refinamiento. Era perfectamente consciente de su valía y, por tanto, consideraba la estimación general como algo que le era debido. El mismo juez le ofreció a Iván Ivanovich una silla y su nariz aspiró de su labio superior todo el tabaco, lo que en él era siempre un signo de gran satisfacción.

—¿Qué podemos ofrecerle, Iván Ivanovich? —preguntó—. ¿Le apetece una taza de té?

—No, muchísimas gracias —contestó Iván Ivanovich, haciendo una pequeña reverencia antes de sentarse.

—Por favor, sólo una tacita… —repitió el juez.

—No, se lo agradezco. Es usted muy hospitalario —contestó Iván Ivanovich, haciendo una reverencia y sentándose.

—Sólo una tacita —repitió el juez.

—No, no se moleste, de verdad, Demian Demianovich.

Con eso, Iván Ivanovich hizo una reverencia y se sentó.

—¿Ni una tacita?

—Bueno, bueno… Si acaso una tacita solamente —dijo Iván Ivanovich, alargando la mano hacia la bandeja.

¡Santo Dios! ¡Qué infinitamente dignos son algunos! ¡Es imposible describir la agradable impresión que ello produce!

—¿Le apetecería otra tacita?

—Se lo agradezco mucho —contestó Iván Ivanovich, colocando la taza boca abajo en la bandeja, negándose y haciendo una reverencia con la cabeza.

—Sea usted tan amable de tomar otra taza, Iván Ivanovich.

—No puedo, muchísimas gracias —dijo Iván Ivanovich con otra reverencia y sentándose de nuevo.

—¡Iván Ivanovich, por nuestra amistad! ¡Una tacita!

—No, aunque se lo agradezco mucho.

Habiendo dicho esto, Iván Ivanovich hizo una reverencia y se sentó.

¡Maldita sea! ¡De qué manera saben algunos mantener su dignidad, cómo son capaces de conservarla!

—Demian Demianovich —dijo Iván Ivanovich tras beber el último sorbo de té—, he venido a verle por un asunto importante para mí. Vengo a presentar una denuncia. —Y, diciendo esto, Iván Ivanovich dejó la taza y se sacó del bolsillo una hoja escrita en papel de instancia en cuyo título se leía: «Denuncia contra un enemigo. Contra mi peor enemigo.»

—¿A qué enemigo se refiere?

—A Iván Nikiforovich Dovgochkhun.

Al oír estas palabras, el juez casi se cayó de la silla.

—Pero ¿qué dice usted? —exclamó, entrelazando las manos.— Iván Ivanovich, ¿es realmente usted?

—Ya ve usted perfectamente que soy yo.

—¡Por Dios y por todos los santos! ¡No doy crédito a lo que oigo! ¿Usted, Iván Ivanovich, enemigo de Iván Nikiforovich? ¿Es eso lo que han pronunciado sus labios? ¡Repítalo otra vez! ¡Debe de haber alguien escondido detrás de usted que le suplanta e imita su voz!

—Pero ¿por qué resulta tan incomprensible? Me ha afrentado con una ofensa mortal, ha mancillado mi honor y no puedo soportar ni siquiera verlo.

—¡Válgame la Santísima Trinidad! ¿Cómo le voy a explicar yo esto a mi madre? ¡No me creerá! La pobrecita cada vez que me peleo con mi hermana me dice: «Hijos míos, vivís como perro y gato. ¿Por qué no hacéis como Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich? ¡Ésos si que son dos verdaderos amigos! ¡Y qué amigos! ¡Son dos bellísimas personas!» ¡Pues vaya con el par de amigos! Cuénteme, ¿cómo ha pasado? ¿por qué?

—¡Es un asunto delicado, Demian Demianovich! No puedo explicarlo a la ligera. Mejor ordene que se lea mi denuncia. Aquí está, tómela de este lado, que es el correcto.

—Lea usted, Taras Tikhonovich —dijo el juez volviéndose hacia el secretario.

Taras Tikhonovich tomó la denuncia, se sonó la nariz con dos dedos como suelen sonarse todos los secretarios de juzgado, y empezó a leer:

—«Denuncia presentada por Iván Ivanovich-Pererepenko, caballero de la región de Mirgorov y propietario de tierras sobre los siguientes puntos:

«Primero: Iván Nikiforovich Dovgochkhun, conocido en todo el mundo por sus actos inicuos, repugnantes y desvergonzadamente ilegales, el 7 de julio del año 1810, cometió contra mí una ofensa mortal, dirigida contra mi honor, contra mi rango y contra mi nombre. Dicho caballero, hombre de aspecto abominable, posee además un carácter irascible y se expresa con un lenguaje grosero e insultante…»

Aquí el secretario se detuvo un instante para sonarse de nuevo, mientras el juez juntaba las manos en actitud deferente y se limitaba a murmurar entre dientes: «¡Qué pluma más hábil! ¡Señor! ¡Qué bien escribe este hombre!»

Iván Ivanovich pidió que se continuara con la lectura del documento y Taras Tikhonovich prosiguió.

—«Dicho caballero, Iván Nikiforovich Dovgochkhun, al llegarme yo a su casa con una amistosa proposición, me atribuyó un calificativo ofensivo para mi honor. El nombre con el que fui calificado fue «ganso», aunque es conocido en toda la región de Mirgorod que nunca he sido designado con el nombre de ese abominable animal ni tengo intención de serlo jamás. Y buena prueba de mi noble linaje es que el día de mi nacimiento, al igual que el mi bautismo, están inscritos en el registro de la iglesia de los Tres Santos.
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Un ganso, como saben todos los que están mínimamente versados en ciencias, no puede inscribirse en un registro de partidas de nacimiento, porque un «ganso» no es una persona sino un ave, cosa que saben hasta los que no fueron a la escuela. Pero el citado malicioso caballero, a pesar de estar enterado de todo esto, sin otro propósito que el de lanzar una ofensa mortificante contra mi rango y mi nombre, me designó con esa palabra.

«Segundo: este mismo caballero indecente e indecoroso ocupó la propiedad de mi familia que recibí de mi padre, Iván Onisievich Pererepenko, sacerdote que Dios tenga en Su Gloria. Contrariamente a todo derecho, construyó sobre mi terreno, directamente frente a mi porche, un corral para sus gansos, y lo hizo con la única intención de agravar la ofensa que me había hecho, pues de no ser así el corral continuaría en el lugar en el que estaba, pues el sitio era adecuado y el corral estaba firme. Por tanto, lo único que pretendía el arriba citado caballero era obligarme a ser testigo de espectáculos indecentes, pues es bien sabido que nadie va a un corral (¡y mucho menos a un corral de gansos!) para ningún asunto decoroso. De esta construcción ilegal, los dos pilares frontales se encuentran ocupando mi tierra, que recibí estando mi padre Iván Onisievich Pererepenko todavía vivo y que comienza en el granero y termina en línea recta en el mismo lugar en que las mujeres friegan los pucheros.

»Tercero: el caballero antes citado, cuyo nombre y apellidos por sí solos inspiran la mayor repugnancia, alberga en su malvado corazón la intención de prender fuego a mi casa. Pruebas irrefutables de ello son: primero, que el citado maligno caballero ha empezado de pronto a salir frecuentemente de sus aposentos, cosa que no acostumbraba a hacer debido a su pereza y a la abominable gordura de su cuerpo; segundo, en las habitaciones de su sirviente, cuya pared linda con la cerca que rodea mi terreno, que recibí de mi difunto padre, Iván Onisievich Pererepenko, que Dios tenga en Su Gloria, se ve cada día una luz encendida, lo que por sí mismo es una prueba incontestable, pues hasta ahora, debido a su miserable avaricia, no sólo hacía apagar la vela, sino también la linterna.

»Por todo lo referido, solicito que el citado caballero, Iván Nikiforovich Dovgochkhun, siendo manifiestamente culpable de intento de incendio y de ofender a mi rango, nombre y apellido, y de la apropiación ladronesca de mi terreno; y, sobre todo, por ser culpable del ruin y reprensible hecho de haber unido el infame apelativo de «ganso» a mi apellido, que se le imponga una multa, cargando además con las costas, y que sea condenado por allanamiento de morada, esposado y conducido a la cárcel, todo ello a la menor brevedad y sin demora, como corresponde a la gravedad de mi denuncia.

»Escrito y redactado por el caballero terrateniente de la ciudad de Mirgorod Iván Ivanovich Pererepenko.»

Al terminar la lectura de la denuncia, el juez se inclinó hacia Iván Ivanovich, y empezó a decirle más o menos lo siguiente:

—Pero ¡qué dice usted, Iván Ivanovich! ¡Piense en lo que hace! ¡Por el amor de Dios, retire esta denuncia, deje que se pudra, que Satanás se la lleve! ¡Mejor sería que estrechara la mano de Iván Nikiforovich, se besaran en las mejillas y fueran a comprar una botella de Santurin o Nikopolis o hicieran un poco de ponche y me invitaran! ¡Beberíamos juntos y nos olvidaríamos de todo este asunto!

—¡No, Demian Demianovich! No es éste un asunto que pueda arreglarse así —dijo Iván Ivanovich dándose el aire de importancia que tan bien le iba—. No es el tipo de asunto que se pueda solucionar con un acuerdo amistoso. ¡Adiós! ¡Adiós también a ustedes, caballeros! —prosiguió con la misma altivez, dirigiéndose a todos—. Espero que se dé curso a mi denuncia. —Y salió dejando atónitos a todos los presentes en la oficina.

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