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Authors: Nikolái Gógol

Tags: #Relato

Por qué se pelearon los dos Ivanes (5 page)

BOOK: Por qué se pelearon los dos Ivanes
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El juez permaneció sentado sin decir palabra; el secretario aspiró un poco de rapé; los empleados volcaron accidentalmente el pedazo de botella rota que utilizaban como tintero y el propio juez, sin percibirse de ello, extendió el charquito de tinta por la mesa con su dedo.

—¿Qué dice usted, Dorofei Trofimovich? —preguntó el juez tras un rato de silencio, dirigiéndose al alguacil.

—No sé qué decir —contestó el alguacil.

—¡Qué cosas pasan! —continuó el juez.

Antes de que terminara esa frase, la puerta chirrió y la mitad delantera de Iván Nikiforovich se introdujo en la habitación mientras su otra mitad permanecía en la antesala. La aparición de Iván Nikiforovich en el juzgado resultaba una cosa tan extraordinaria que el juez lanzó un grito de sorpresa y el secretario interrumpió su lectura. Uno de los escribanos, que parecía el friso de un hombre trajeado, se metió la pluma en la boca y el otro se tragó una mosca. Hasta el inválido que realizaba las funciones de vigilante y mensajero, que hasta entonces había permanecido junto a la puerta rascándose bajo la sucia camisa con insignias cosidas en el hombro, incluso él se quedó boquiabierto y le pisó a alguien el pie.

—¿Qué azar le trae a usted por aquí? ¿Cómo y por qué motivo nos visita? ¿Y qué tal está usted de salud, Iván Nikiforovich?

Pero Iván Nikiforovich no estaba ni muerto ni vivo, pues se había quedado atascado en la puerta y no podía dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás. En vano el juez gritó a quien estuviera en la antesala que empujaran a Iván Nikiforovich por detrás. Sólo había una peticionaria en la antesala, una anciana que, a pesar de empujar con toda la fuerza de sus huesudos brazos, no pudo hacer nada. Entonces uno de los escribanos, de gordos labios, fornidos hombros, ancha nariz, ojos un poco bizcos que miraban como si tuviera malas intenciones o estuviera un poco borracho, y codos torneados se acercó a la mitad delantera de Iván Nikiforovich, le hizo cruzar los brazos como si fuera un niño y guiñó un ojo al viejo inválido, que empujó la rodilla sobre el estómago de Iván Nikiforovich y entre los dos, a pesar de sus lamentos y quejas, consiguieron por fin empujarlo hacia la antesala. Luego levantaron las fallebas y abrieron la otra mitad de la puerta. Mientras estaban en ello, el escribano y su ayudante, el inválido, a causa del esfuerzo realizado, llenaron con sus resoplidos la sala con un olor tal que por un tiempo pareció una taberna.

—¿Le han hecho daño, Iván Nikiforovich? Se lo diré a mi madre y le enviará un preparado para que se frote usted con él los hombros y la espalda y se le pasará.

Pero Iván Nikiforovich se hundió en una silla y durante un buen rato no pudo hacer más que emitir largos quejidos. Por fin, en una voz muy débil, apenas audible por su falta de resuello, dijo:

—¿Les apetece un poco? —Y sacándose su frasquito de tabaco del bolsillo, añadió—: Sírvanse ustedes.

—Me alegro mucho de verle —contestó el juez— pero, al mismo tiempo, no puedo imaginar qué le ha hecho emprender el esfuerzo de venir hasta aquí a darnos esta agradable sorpresa.

—Una denuncia… —fue todo lo que pudo pronunciar Iván Nikiforovich.

—¿Una denuncia? ¿Qué clase de denuncia?

—Una denuncia… —empezó a decir y se detuvo un buen rato mientras recuperaba el aliento— ¡Uf! Una denuncia contra un bribón… Iván Ivanovich Pererepenko.

—¡Señor! ¿También usted? ¡Unos amigos tan excepcionales! ¡Una denuncia contra una persona tan virtuosa!

—¡Es el mismo Satanás! —dijo Iván Nikiforovich con voz entrecortada.

El juez se santiguó.

—Tome la denuncia y léala.

—¡No hay nada que hacer! ¡Léala, Taras Tikhonovich! —dijo el juez dirigiéndose con aire de disgusto al secretario mientras con la nariz se esnifaba el labio superior, algo que antes, generalmente, sólo acostumbraba a hacer en momentos de gran satisfacción. Este comportamiento independiente de su nariz enojó todavía más al juez. Sacó el pañuelo y se limpió todo el tabaco del labio superior para castigarlo por su insolencia.

El secretario, tras realizar el acostumbrado ademán con el que siempre precedía la lectura, es decir, sonándose sin utilizar pañuelo, empezó a leer con su tono de voz habitual:

—«Denuncia de Iván Nikiforovich Dovgochkhun, caballero de la región de Mirgorod, sobre los hechos que siguen a continuación:

»Primero: por su odiosa malicia y obvia mala voluntad, Iván Ivanovich Pererepenko, que se hace llamar caballero, me ha causado diversos perjuicios con sus repugnantes y siniestras acciones y ayer, como un bandido y un ladrón, armado con hachas, sierras, cinceles y otras herramientas de carpintería, allanó mi patio con nocturnidad y alevosía y con sus propias villanas manos derrumbó el corral de gansos que yo había construido allí. Yo, por mi parte, jamás le di motivo para esa agresión ignominiosa e ilegal.

«Segundo: dicho señor Pererepenko tiene la intención de atentar contra mi vida, intención que mantuvo en secreto hasta el día 7 del pasado mes, cuando vino a mi casa aparentando amabilidad y con astucia pidió mi escopeta, que yo guardaba en mi habitación, ofreciéndome, según su acostumbrada tacañería, un montón de cosas carentes de todo valor, a saber: una cerda parda y dos sacos de avena. Pero, adivinando su criminal intención, me esforcé por todos los medios para alejarlo de ella. No obstante, el citado bribón y tunante Iván Ivanovich Pererepenko se comportó conmigo como un
murik
, y desde entonces alberga una irreconciliable enemistad hacia mí. Y el repetidamente citado señor Iván Ivanovich, además de ladrón y violento, es de un linaje bastante dudoso: todo el mundo sabe que su hermana era una ramera que se marchó de Mirgorod con una compañía de soldados cazadores que estaba acuartelada en Mirgorod hace cinco años y que registró a su marido como campesino. Su padre y su madre fueron también gentes sin ley y ambos reconocidos borrachos. Sin embargo, el anteriormente citado caballero ladrón Pererepenko ha superado a todos sus parientes con sus actos bestiales y reprobables y aunque pasa por piadoso comete los mayores sacrilegios: no guarda los ayunos, pues en la víspera de la fiesta de San Felipe ese apóstata compró un cordero y ordenó a su inicua moza Gapka que lo matara al día siguiente, con la excusa de que necesitaba urgentemente el sebo para velas y lámparas.

»Por eso pido que a ese caballero, como el bandido sacrilego y bribón que es y puesto que fue sorprendido merodeando y robando, le sean puestos grilletes y sea encarcelado o aquí o en la cárcel del Estado y que allí, a discreción, se le arrebaten todos sus títulos nobiliarios y rango, se le azote con varas de abedul y se le condene a trabajos forzados en Siberia si es necesario. Pido también que se hagan pagar todas las costas y que se dé rápida respuesta a mi petición.

»Firmo de mi puño y letra esta denuncia yo, Iván Nikiforovich Dovgochkhum, caballero de la región de Mirgorod.»

Tan pronto como el secretario terminó de leer, Iván Nikiforovich saludó y cogió su gorro con intención de marcharse.

—¿Adónde va usted con tanta prisa, Iván Nikiforovich? —dijo el juez—. ¡Quédese un rato! ¡Tómese una tacita de té! ¡Orischko! ¿Qué haces ahí parada como una idiota guiñándole el ojo a los escribanos! ¡Ve y trae un poco de té!

Pero Iván Nikiforovich, asustado de verse tan lejos de su hogar y de haber tenido que soportar tan peligrosa cuarentena, ya había logrado salir por la puerta, diciendo:

—No se moleste, ha sido un placer… —dijo, y dejando a todos mudos de asombro, cerró la puerta tras él.

¡Qué se le iba a hacer! Las dos denuncias fueron aceptadas y, si el asunto ya resultaba interesante, una inesperada circunstancia vino a darle todavía más interés. Mientras el juez salía de sala acompañado por el alguacil y el secretario y los escribanos metían en un saco las gallinas, los huevos, los panes, pasteles,
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y demás vituallas que habían traído los solicitantes, entró en la habitación una cerda parda, corriendo despavorida, y, para asombro de todos los presentes, con el hocico agarró, no un pastel ni un pan, sino la denuncia de Iván Nikiforovich, cuyas hojas asomaban del extremo de una mesa. Después, escapó tan deprisa que ninguno de los funcionarios pudo detenerla, a pesar del aluvión de reglas y tinteros que le arrojaron.

Este extraordinario incidente causó gran alboroto, pues todavía no se había hecho ninguna copia del documento. El juez —mejor dicho, su secretario y el alguacil— debatieron sobre esta inaudita circunstancia durante un buen rato. Finalmente decidieron escribir un informe sobre lo sucedido, para el comisario de policía, pues la investigación de ese caso correspondía a la policía civil. El informe n° 389 fue enviado ese mismo día al comisario. Dicho informe dio lugar a una conversación bastante curiosa de la que los lectores sabrán en el próximo capítulo.

V. En el que se trata de la reunión entre dos distinguidas personas de Mirgorod

I
ván Ivanovich terminó sus quehaceres domésticos y salió a descansar, como hacía habitualmente, en su porche, cuando con gran asombro vio algo de color rojo junto a la puerta de entrada. Era el puño rojo del uniforme del comisario de policía, que junto con el cuello estaba tan pulido que parecía de charol. Iván Ivanovich pensó para sí: «Qué amable es Piotr Fiodorovich, que viene a charlar un rato conmigo», pero se quedó pasmado al ver que el alcalde se acercaba caminando muy de prisa y balanceando los brazos, cosa que hacía en muy contadas ocasiones. El uniforme del comisario tenía ocho botones, pues el noveno lo había perdido durante la procesión de consagración de la iglesia, unos dos años atrás, y hasta ahora los policías no habían podido encontrarlo aunque el comisario, cuando recibía los informes de los responsables de distrito, siempre les preguntaba si habían encontrado su botón. Estos ocho botones que le quedaban estaban colocados sobre el uniforme de la misma manera en que las
babas
plantan las habas, es decir, unos a la izquierda y otros a la derecha. En la última campaña una bala le había atravesado la pierna izquierda, lo que hacía que al cojear la echara tanto hacia un lado que casi deshacía con la izquierda todo lo que a cada paso ganaba con la derecha. Cuanto más rápido lanzaba al ataque su infantería, más despacio avanzaba. Por eso, mientras el comisario caminaba hacia el porche, Iván Ivanovich tuvo tiempo de perderse en conjeturas sobre el motivo que hacía que el alcalde agitara tanto los brazos. Se preocupó aún más cuando comprobó que el tema parecía de la mayor importancia, pues el comisario había venido con una espada nueva.

—¡Saludos, Piotr Fiodorovich! —exclamó Iván Ivanovich quien, como ya se ha dicho, era muy curioso y simplemente incapaz de contener su impaciencia al ver al comisario tomar al asalto la escalera de su porche sin levantar los ojos y enfadándose con su infantería, que no era capaz de subir a la primera un escalón.

—¡Muy buenos días tenga usted, mi querido amigo y benefactor, Iván Ivanovich! —contestó el comisario de policía.

—Tenga la bondad de sentarse. Veo que se ha cansado caminando tan rápido con su pierna herida…

—¿Mi pierna? —exclamó el comisario, clavando en Iván Ivanovich una de esas miradas que un gigante dirige a un pigmeo o con las que un pedante fulmina a un profesor de baile. Dicho esto la levantó y golpeó con ella el suelo. Esta valentía, sin embargo, le costó muy cara, pues todo su cuerpo se tambaleó y su nariz fue a dar en la barandilla. Pero el sabio guardián del orden ni siquiera pestañeó, se irguió y se llevó la mano al bolsillo como si fuera a sacar su tabaquera—. Le diré, mi querido amigo y benefactor Iván Ivanovich, que a lo largo de mi vida he tomado parte en todo tipo de campañas. Sí, en serio se lo digo, en todo tipo. Participé, por ejemplo, en la campaña de 1807… Ah, déjeme que le cuente: una vez que iba detrás de una hermosa muchachita alemana cuando escalé una valla… —En este punto, el comisario guiñó un ojo y sonrió con picardía.

—¿Y dónde ha estado usted hoy? —preguntó Iván Ivanovich para interrumpir al comisario y hacerle llegar lo más pronto posible al objeto de su visita. Hubiera deseado preguntarle directamente qué venía a decirle, pero su fino conocimiento del mundo le hacía comprender que semejante pregunta era totalmente incorrecta, así que se contuvo y esperó pacientemente mientras el corazón le latía con gran violencia.

—Permítame que le cuente dónde he estado hoy —contestó el comisario—. Primero, le diré que hace un tiempo magnífico…

Con estas últimas palabras, Iván Ivanovich casi se muere.

—Pero, permítame —prosiguió el comisario—. He venido a verle a usted hoy por un asunto bastante grave.

Al decir esto, el rostro y el porte del comisario recuperaron la expresión de preocupación que había mostrado al subir al asalto los escalones. Al oírle, Iván Ivanovich revivió y se puso a temblar, como si tuviera fiebre. Incapaz de aguantar más, preguntó:

—¿Un asunto grave? ¿Grave de verdad?

—Pues verá, si es tan amable de escucharme: primero de todo, me atrevo a decirle que usted, mi querido amigo y benefactor, Iván Ivanovich, usted… no es que yo lo diga, yo… por favor, tenga en cuenta que por mi parte no hay interés en enemistarme con usted; pero es el gobierno el que lo exige, el gobierno el que lo requiere… En fin, el caso es que usted ha violado el buen orden.

—Pero ¿qué está usted diciendo, Piotr Fiodorovich? No entiendo nada.

—Pero ¡por el amor de Dios! ¿Cómo que no entiende nada? ¡Un animal de su propiedad robó un importante documento oficial y dice usted que no entiende nada!

—¿Qué animal?

—Su cerda parda, perdóneme usted.

—¿Y qué culpa tengo yo? ¡El guarda del juzgado no debería dejar la puerta abierta!

—¡Pero Iván Ivanovich, es su animal! ¡Está claro que es culpa de usted!

—¡Le agradezco sinceramente que me compare usted con un cerdo!

—¡Vamos, Iván Ivanovich, yo no he dicho nada de eso! ¡Por Dios que no lo he dicho! Le ruego que reflexione y piense en conciencia: sin duda usted sabe que está totalmente prohibido que se paseen por la ciudad, y mucho más por las calles principales, animales sucios de cualquier tipo. ¡Coincidirá conmigo al menos en que esto está prohibido!

—¡Lo que usted dice es un disparate! ¿A quién le importa que una cerda salga a la calle?

—¡Si me permite, Iván Ivanovich, debo informarle, con su permiso, de que esto es completamente imposible! ¡Qué le vamos a hacer! Así lo quieren las autoridades y nosotros tenemos que obedecer. No le discuto que en ocasiones se ven gallinas o gansos correteando libres por las calles e incluso en la plaza, pero fíjese que le hablo de gallinas y gansos, ¡no de cerdos o cabras! Ya di instrucciones el año pasado de que estaban prohibidos en las plazas públicas. Se pregonó la orden delante de todo el mundo.

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