Expulsado de un internado por embriaguez y apartado del regimiento en que se enrola por pendenciero, Harry Flahsman es enviado a Escocia, donde deshonra a una joven y se ve obligado a casarse con ella. Huyendo de esta situación, se traslada a la India, donde la casualidad, su cobardía innata y sus dotes para la impostura le convierten en un héroe de las guerras anglo-indias.
Soldado, duelista, amante, canalla, impostor, cobarde, sinvergüenza, héroe…, Harry Flashman es un personaje inolvidable con un talento innato para salvar el pellejo en el último instante y, además, conseguir que le cuelguen la medalla. Las aventuras de este agente secreto en Afganistán, y su incorporación a la exquisita compañía de húsares de lord Cardigan, culminan en uno de los más deshonrosos episodios en la vida de este peculiar
gentleman
: la histórica y desastrosa retirada de Kabul. Excitante, impúdica y absolutamente divertida, esta novela inicia uno de los mejores ciclos narrativos de los últimos tiempos.
George MacDonald Fraser
Harry Flashman
Un espía al servicio del Imperio Británico
ePUB v1.3
evilZnake01.07.12
Título original:
Flashman
©1969, George MacDonald Fraser
Traducción: María Antonia Menini
©1997, Edhasa
Ilustraciones: Edhasa
Diseño/retoque portada: evilZnake
Editor original: evilZnake
ePub base v2.0
Para Kath
El voluminoso manuscrito conocido como
Los Diarios Flashman
fue descubierto durante la venta de unos enseres domésticos en Ashby, Leicestershire, en 1965. Los diarios fueron reclamados posteriormente por el señor Paget Morrison, de Durban, Suráfrica, el pariente vivo más próximo de su autor.
Un dato de especial interés literario a propósito de los diarios es el hecho de que en ellos se identifica claramente a Flashman, el pendenciero colegial de
La época escolar de Tom Brown
, de Thomas Hughes, con el célebre soldado victoriano del mismo nombre. Los diarios son, en realidad, las memorias personales de Harry Flashman desde el día de su expulsión de la Escuela de Rugby a finales de los años treinta del siglo pasado hasta los primeros años del siglo actual. Parece ser que los escribió entre 1900 y 1905, cuando debía de tener más de ochenta años. Cabe la posibilidad de que los dictara.
Los diarios, que, al parecer, permanecieron intactos durante cincuenta años en una caja de té hasta su descubrimiento en la sala de ventas de Ashby, estaban cuidadosamente protegidos por unas tapas de hule.
De la correspondencia encontrada en el primer paquete se deduce que su hallazgo inicial por parte de sus familiares en 1915, tras la muerte del gran soldado, provocó una gran consternación; al parecer, todos se mostraron unánimemente contrarios a la publicación de la autobiografía de su pariente —se comprende fácilmente por qué motivo— y lo más sorprendente es que el manuscrito no fuera destruido.
Por suerte, se conservó, y lo que sigue es el contenido del primer paquete, relativo a las primeras aventuras de Flashman. No tengo ninguna razón para dudar de la absoluta autenticidad del relato; las referencias históricas de Flashman son casi invariablemente exactas; los lectores podrán juzgar si es digno de crédito o no en cuestiones de carácter más personal.
El señor Paget Morrison, conocedor de mi interés por este tema y otros relacionados con él, me pidió que editara los diarios. Sin embargo, aparte la corrección de algunos pequeños errores ortográficos sin importancia, no había nada que editar. Flashman poseía un sentido narrativo superior al mío, por lo que yo me limité a añadir algunas notas históricas.
La cita de
La época escolar de Tom Brown
estaba pegada a la primera página del primer paquete; está claro que se recortó de la edición original de 1856.
G.M.F.
Una hermosa tarde estival en la que se había estado deleitando con los placeres del ponche de ginebra en Brownsover y había rebasado sus límites habituales, Flashman empezó a desmadrarse. Se reunió con uno o dos amigos que venían de darse un baño y les ofreció una cerveza que ellos aceptaron porque hacía calor, se morían de sed y no tenían ni idea de la cantidad de copas que Flashman se había metido entre pecho y espalda. El resultado final fue que Flashman se emborrachó como una cuba. Entre los dos amigos trataron de ayudarle a caminar, pero no pudieron; entonces alquilaron una narria y a dos hombres para que lo llevaran. Uno de los maestros los sorprendió y, como es natural, todos emprendieron la huida. La fuga despertó las sospechas del maestro, y el ángel de la guarda de los fámulos le inspiró la idea de examinar la carga y, una vez finalizado el examen, de subir él mismo la narria hasta la escuela. El director, que ya llevaba algún tiempo vigilando a Flashman, dispuso su expulsión a la mañana siguiente.
Thomas Hughes,
La época escolar de Tom Brown
Hughes se equivocó en un detalle importante. Habrán ustedes leído en
Tom Brown
que me expulsaron de la Escuela de Rugby por embriaguez, lo cual es muy cierto, pero, al decir que ello sucedió como consecuencia de haber bebido deliberadamente cerveza tras haber tomado varias copas de ponche de ginebra, Hughes comete un error. Ya a los diecisiete años, yo me guardaba de mezclar las bebidas.
Lo digo no para justificarme, sino en aras de la estricta verdad. Este relato será totalmente fiel; con ello rompo una inveterada costumbre de ochenta años. ¿Por qué iba a hacerlo? Cuando uno es viejo como yo y sabe muy bien lo que era y sigue siendo, todo le da igual. Porque yo no me avergüenzo ¿saben ustedes? Nunca me avergoncé de mi conducta y cuento en mi haber con lo que la sociedad consideraría méritos más que suficientes: la dignidad de caballero, una Cruz Victoria, una alta graduación militar y una cierta popularidad. Por consiguiente, puedo contemplar el retrato del joven oficial de los húsares de Cardigan que cuelga encima de mi escritorio, alto, dominante y tirando a guapo tal como yo era por aquel entonces (el propio Hughes reconocía que yo era alto y fuerte y poseía una considerable dosis de encanto), y decir que es el retrato de un tunante, mentiroso, fullero, ladrón, cobarde y también pelotillero de marca mayor. Hughes decía más o menos todas esas cosas y su descripción era bastante imparcial, exceptuando algunos detalles sin importancia como los que he mencionado. Pero es que él tenía más interés en soltar un sermón que en aportar datos.
En cambio, a mí me interesan más los datos y, puesto que muchos de ellos me dejan en mal lugar, pueden ustedes tener la certeza de que son auténticos.
En cualquier caso, Hugues se equivocó al decir que yo sugerí la cerveza. Fue Speedcut quien la pidió, y yo la bebí (después de todos aquellos ponches de ginebra) antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo. Eso me dejó fuera de combate; para entonces ya estaba francamente borracho —«bestialmente borracho» dice Hughes, y dice bien— y cuando me sacaron de La Parra apenas podía ver y tanto menos caminar. Me metieron bien arropado en una silla de manos; entonces apareció un profesor, Speedcut estuvo a la altura de las circunstancias y salió disparado. Me dejaron tendido en el asiento y el profesor se acercó y me vio. Era el viejo Rufton, uno de los preceptores de la cuadrilla de Arnold.
—¡Válgame el cielo! —exclamó—. Es uno de nuestros chicos... ¡y está bebido!
Aún me parece verle, mirándome con sus pálidos ojos de grosellero silvestre y sus blancas patillas. Trató de despertarme, pero fue como intentar resucitar un cadáver. Me quedé donde estaba, riéndome como un tonto. Al final, perdió los estribos, empezó a aporrear el techo de la litera con su bastón y gritó:
—¡Sáquenlo de aquí, asistentes! ¡llévenlo a la escuela! ¡Tendrá que comparecer ante el director por esta falta!
Me llevaron en procesión, mientras el viejo Rufton despotricaba a mis espaldas a propósito de los repugnantes excesos y las consecuencias del pecado y el viejo Thomas y los asistentes me llevaban al hospital, que era lo más indicado, y me dejaban en una cama para que me serenara. No tardé mucho, se lo puedo asegurar (en cuanto mi mente se despejó lo justo), en reflexionar acerca de lo que iba a ser de mí. Ya saben ustedes cómo era Arnold si han leído a Hughes, y maldita la gracia que me hacía la mayoría de las veces. Lo menos que podía esperar de él era una azotaina en presencia de los demás alumnos.
La sola idea fue suficiente para llenarme de espanto, aunque el verdadero origen de mi temor era el propio Arnold.
Me dejaron en el hospital unas dos horas, y después se presentó el viejo Thomas para decirme que el director quería verme. Le seguí hasta la planta baja y me dirigí con él hasta el edificio de la escuela mientras los fámulos atisbaban desde las esquinas y comentaban entre sí que, al final, el muy bruto de Flashy había caído. El viejo Thomas llamó a la puerta del director, y un vozarrón que a mí se me antojó un trueno infernal contestó:
—¡Adelante!
Se encontraba de pie delante de la chimenea, con las manos a la espalda sujetándose los faldones del frac y una cara semejante a la de un turco en un bautizo. Sus ojos parecían puntas de sable, tenía el semblante muy pálido y mostraba la expresión de desagrado que solía reservar para semejantes ocasiones. A pesar de los efectos residuales del alcohol, yo experimenté en aquel momento un temor como jamás he sentido en mi vida... y cualquiera que se haya enfrentado con una batería rusa en Balaclava y haya permanecido encadenado en una mazmorra afgana a la espera de los torturadores tal como yo he permanecido sabe lo que significa el temor. Aún se me erizan los pelos cuando pienso en él, y eso que lleva sesenta años muerto.