Dicho lo cual, se alejó al galope con la cabeza muy alta y yo oí su «jo, jo» mientras saludaba a alguien fuera del patio de los establos. Me alegré de haber sido objeto de una alabanza, y creo que se lo comenté a Reynolds. Éste me miró de arriba abajo como si me viera por primera vez, y me dijo con aquel extraño acento galés que se adquiere tras una larga permanencia en la India:
—Sí, ya veo que lo hará usted muy bien, señor Flashman. Puede que lord Jo Jo no nos aprecie demasiado a los oficiales indios, pero le gustan los fulleros y estoy seguro de que usted será un fullero estupendo.
Le pregunté qué quería decir.
—Un fullero —contestó— es un tipo que llama mucho la atención, ¿sabe usted?, y deja tarjetas en las mejores casas y es codiciado por las mamás y se pasea con aire lánguido por el parque y, por regla general, es un petimetre insoportable. A veces se toma incluso la molestia de dedicarse un poco a sus soldados... siempre y cuando ello no constituya un obstáculo para su vida social. Buenos días, señor Flashman.
Comprendí que Reynolds estaba celoso y, en mi arrogancia, me alegré de que así fuera. Lo que había dicho, sin embargo, era muy cierto: el regimiento estaba claramente dividido entre los oficiales indios —los que no se habían marchado desde su regreso a casa— y los fulleros, a los que yo naturalmente me incorporé. Me acogieron con simpatía, incluso los más aristocráticos, y yo supe ganarme su aprecio. Por aquel entonces yo no era tan rápido con la lengua como lo fui más tarde, pero enseguida me gané la fama de juerguista, buen jinete, excelente bebedor (pues al principio tuve mucho cuidado) y siempre dispuesto a cometer travesuras. Hacía muy bien la pelotilla... de una forma disimulada que, sin embargo, era muy eficaz; hay una manera de hacer la pelota que es mucho mejor que la adulación, y consiste en fanfarronear a lo grande y saber al milímetro hasta dónde se puede llegar. Además, tenía dinero y lo exhibía.
Los oficiales indios lo pasaban muy mal. Cardigan los odiaba. Reynolds y Forrest eran sus principales objetivos y se pasaba la vida acosándolos para que abandonaran el regimiento y cedieran el lugar a los caballeros, tal como él los llamaba. Nunca llegué a comprender del todo por qué motivo era tan duro con los que habían servido en la India; algunos decían que ello se debía a que su aspecto no era muy elegante y no estaban bien relacionados, lo cual era en cierto modo verdad. Era un maldito esnob, pero yo creo que la antipatía que le inspiraban los oficiales indios tenía una raíz más profunda. A fin de cuentas, éstos eran unos auténticos soldados expertos en el servicio mientras que, en los veinte años que llevaba en el ejército,
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Cardigan jamás había oído un disparo, exceptuando los del campo de tiro.
Cualquiera que fuera la causa, Cardigan les hacía la vida imposible y, durante mis primeros seis meses de servicio, hubo varias dimisiones. Nosotros los fulleros tampoco lo pasábamos muy bien, pues Cardigan era un maniático de la disciplina y no todos los fulleros eran oficiales competentes. Yo observé hacia dónde soplaba el viento y estudié con más denuedo que en Rugby hasta que conseguí dominar la instrucción, cosa no demasiado difícil, y adaptarme a las normas de la vida en el campamento. Tenía un criado estupendo llamado Basset, un palurdo de cabeza cuadrada que sabía todo lo que un soldado tiene que saber y que era un genio limpiando botas. Yo le zurraba al principio, y él parecía agradecérmelo y se comportaba conmigo como un perro con su amo.
Por suerte, yo me lucía mucho en los desfiles y en los ejercicios, y eso era muy importante para Cardigan. Probablemente sólo el brigada del regimiento y uno o dos sargentos de tropa me igualaban a caballo, una pericia por lo que Su Señoría me había felicitado una o dos veces.
—¡Jo, jo! —decía—.
Fuashman
se sienta muy bien en la silla y estoy
segúo
de que
llegauá
a ayudante.
Yo estaba de acuerdo con él. Flashman se sentaba muy bien.
En el cuarto de oficiales las cosas no iban del todo mal, pues, aparte las fiestas y el alto nivel de vida que Cardigan nos exigía llevar, se organizaban partidas de cartas con elevadas apuestas. Todos aquellos gastos desanimaban a los indios, lo cual era muy del agrado de Cardigan, que siempre se burlaba de ellos diciéndoles que si no podían estar a la altura de los caballeros, mejor sería que regresaran al campo o montaran un negocio... «de venta de zapatos y
cachauos
y
caceuolas
», frase que decía entre grandes risotadas como si fuera la cosa más graciosa del mundo.
Curiosamente, o puede que no tan curiosamente, sus prejuicios indios se extendían a los componentes de la tropa, los cuales eran unos duros y excelentes soldados a mi modo de ver; Cardigan los tiranizaba y no pasaba semana sin que se celebrara un consejo de guerra por negligencia en el cumplimiento del deber o deserción o embriaguez. Este último delito era bastante habitual y no se consideraba demasiado grave, pero los dos restantes eran castigados con gran severidad. Las flagelaciones solían ser frecuentes en las arenas de la escuela de equitación, y todos teníamos que asistir a las mismas. Algunos oficiales de mayor antigüedad —los indios— protestaban por lo bajo y simulaban escandalizarse, pero yo sospechaba que por nada del mundo se las hubieran querido perder. Por mi parte, debo decir que me encantaban las flagelaciones y solía cruzar apuestas con mi amigo del alma Bryant acerca de si el hombre gritaría antes del décimo azote o si se desmayaría. En cualquier caso, se trataba de un deporte mucho mejor que la mayoría.
Bryant era una pequeña y curiosa criatura que se pegó a mí como una lapa al principio de mi carrera. Se trataba de un servil adulador con muy poco dinero y un don especial para complacer y estar siempre a mano cuando se le necesitaba para algo. Era más bien apuesto y tenía una figura aceptable, aunque no espléndida, sabía toda clase de chismes, conocía a todo el mundo y poseía cierto ingenio. Brillaba en las fiestas y los saraos que organizábamos para la sociedad de Canterbury, donde gozaba de muy buena fama. Siempre era el primero en enterarse de las noticias, y las contaba de una manera que a Cardigan le hacía mucha gracia... cosa ésta no demasiado difícil. Yo lo toleraba porque me resultaba útil y lo usaba como un bufón de corte cuando me convenía, pues era un papel que le caía a la perfección. Tal como decía Forrest, si le pegabas a Bryant una patada en el trasero, éste siempre rebotaba con gratitud.
Sentía un especial aborrecimiento contra los oficiales indios, lo cual contribuía también a granjearle las simpatías de Cardigan —éramos un grupito muy bien avenido, pueden creerme— y la enemistad de los indios. Casi todos ellos me despreciaban también a mí junto con los demás fulleros, pero nosotros los despreciábamos a ellos por distintas razones y, por consiguiente, en eso estábamos empatados.
Sin embargo, sólo un oficial me inspiraba auténtico desagrado, lo cual fue profético, y creo que yo le inspiré a él los mismos sentimientos desde un principio. Se llamaba Bernier y era un tipo alto y fuerte con pinta de halcón, una narizota enorme, unos grandes bigotes negros y unos ojos oscuros muy juntos. Era el mejor espadachín y tirador del regimiento y, hasta mi aparición en escena, también el mejor jinete. Supongo que no me apreciaba por eso, si bien el verdadero odio que ambos nos profesábamos databa de la noche en que él hizo un comentario sobre las familias de palurdos enriquecidos y sin educación, y tuve la impresión de que me miraba directamente. Yo llevaba bastantes copas de más, de lo contrario hubiera mantenido la boca cerrada, pues su aspecto era el de eso que los americanos llaman un «caballero asesino»... Y la verdad es que se parecía mucho a un americano a quien conocí más adelante, el célebre James Hickok, que también era un tirador extraordinario. Pero, como estaba bastante achispado, repliqué que yo prefería ser un británico rico y aprender educación que un mestizo extranjero. Bryant se partió de risa como siempre hacía con mis bromas, y dijo:
—¡Bravo, Flash! ¡Viva por siempre la Vieja Inglaterra!
Todos estallaron en sonoras carcajadas, pues mi espontaneidad y mi habitual fanfarronería me habían convertido en una especie de encarnación del típico inglés. Bernier captó a medias el significado de mis palabras porque yo había hablado en voz baja para que sólo me oyeran los que tenía más cerca, pero alguien se lo debió de contar más tarde, pues, a partir de entonces, me miró con frío desdén y jamás volvió a dirigirme la palabra. Le dolía su apellido extranjero... de hecho, era un judío francés a poco que uno escarbara en el pasado de su familia, y eso explicaba su susceptibilidad.
Sin embargo, mi verdadera enemistad con Bernier comenzó unos cuantos meses después de aquel incidente, y fue entonces cuando empecé a ganarme la fama que todavía conservo. Paso por alto muchos de los incidentes que ocurrieron aquel primer año —la disputa de Cardigan con el Morning Post
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por ejemplo, que causó un gran revuelo en el regimiento y entre el público en general, pero en la cual yo no tuve la menor participación— y me limito al famoso duelo Bernier—Flashman, del que sin duda ustedes habrán oído hablar. Aún hoy lo recuerdo con orgullo y complacencia.
Había transcurrido casi un año exacto desde mi partida de Rugby, y estaba tomando el aire en el parque de Canterbury, de camino hacia la casa de alguna mamá donde esperaban mi visita. Iba vestido de veintiún botones y me sentía bastante satisfecho de mí mismo, cuando vi a un oficial paseando del brazo de una dama bajo los árboles. Era Bernier, y miré para ver a qué potranca estaba galanteando. Pero, en realidad, no era una potranca sino una pequeña y pícara morena de nariz respingona y sonrisa descarada. La estudié e inmediatamente se me ocurrió una idea genial.
Yo había tenido dos o tres amantes en Canterbury, pero nada de particular. Casi todos los oficiales más jóvenes mantenían una querida en la ciudad o en Londres, pero yo jamás había montado semejante tinglado. Pensé que aquella debía de ser la yegua de Bernier en aquel momento y me di cuenta de que, cuanto más la miraba, más me intrigaba. Parecía una de esas pequeñas y suaves criaturas muy expertas en la cama, y el hecho de que perteneciera a Bernier —el cual se consideraba irresistible con las mujeres— me inducía a pensar que los revolcones con ella debían de ser fabulosos.
No perdí el tiempo y enseguida hice indagaciones para averiguar su dirección, elegí un momento en que Bernier estaba de guardia y fui a visitar a la dama. Tenía una casa muy acogedora, amueblada con gusto, pero sin demasiado estilo: la bolsa de Bernier estaba más vacía que la mía, lo cual también era una ventaja. Seguí adelante con mi propósito.
Resultó que era francesa, lo cual significaba que podría ir más directamente al grano con ella que con cualquier muchacha inglesa. Le dije sin rodeos que me había encaprichado de ella y la invité a considerarme su amigo... un amigo íntimo. Insinué que tenía mucho dinero, pues, a fin de cuentas, no era más que una puta por muchos humos que se diera.
Al principio, fingió escandalizarse y se hizo mucho de rogar, pero cuando yo hice ademán de marcharme, cambió de actitud. Dejando aparte mi dinero, creo que le gusté; empezó a juguetear con un abanico y me miró con sus grandes ojos almendrados, coqueteando con disimulo.
—¿Entonces tiene usted mala opinión de las chicas francesas? —me preguntó.
—En absoluto —contesté, echando mano de todo mi encanto—. Tengo una opinión muy elevada de usted, por ejemplo. ¿Cómo se llama?
—Josette —contestó alegremente.
—Pues muy bien, Josette, vamos a brindar por nuestra futura amistad. Invito yo —añadí, depositando mi bolsa sobre la mesa.
Josette abrió enormemente los ojos al ver el volumen de la bolsa.
Puede que me consideren ustedes un poco bruto. Y lo fui. Pero, de este modo, me ahorré tiempo y molestias y quizá también dinero, el dinero que gastan los necios cortejando a las mujeres con regalos antes de que empiece la diversión. La chica tenía vino en la casa y ambos brindamos el uno por el otro y nos pasamos unos cinco minutos largos conversando antes de que yo empezara a insinuarle que se quitara la ropa. Lo hizo con mucha gracia, haciendo pucheros y dirigiéndome miradas provocativas, pero, una vez desnuda, se convirtió de golpe en una hoguera de pasión abrasadora y yo me impacienté tanto al verla que la hice mía sin levantarme tan siquiera de la silla. No sé si me pareció especialmente apetecible por el hecho de ser la amante de Bernier o a causa de sus trucos franceses, pero el caso es que adquirí la costumbre de visitarla sin tomar medidas de precaución a pesar del respeto que me inspiraba Bernier.
Así es que cierta noche, una semana más tarde, mientras estábamos ardorosamente ocupados en nuestros quehaceres, oímos unas pisadas en la escalera, se abrió la puerta de par en par y apareció Bernier. Nos miró enfurecido un instante, mientras Josette emitía un estridente grito y se cubría con la sábana y yo me levantaba a toda prisa y me ocultaba debajo de la cama vestido sólo con la camisa, pues la presencia de Bernier me había llenado de espanto. Sin embargo, él no dijo nada. Transcurrió un momento, la puerta se cerró de golpe y yo salí de debajo de la cama, buscando mis tirantes. Quería interponer la mayor distancia posible entre Bernier y mi persona, por cuyo motivo empecé a vestirme apresuradamente.
Josette soltó una carcajada y yo le pregunté de qué demonios se reía.
—Qué gracioso —contestó, muerta de risa—. Tú... medio escondido debajo de la cama y Charles mirando enfurecido tu trasero —añadió sin dejar de reírse.
Le dije que se callara, ella me obedeció y trató de convencerme de que regresara a la cama, señalando que seguramente Bernier ya se había ido. Después se incorporó en la cama y empezó a brincar arriba y abajo sobre el colchón. Me debatí un instante entre el deseo y el temor, hasta que ella saltó de la cama y cerró la puerta con llave. Entonces decidí pasarlo bien mientras pudiera y me volví a desnudar. Sin embargo, confieso que la experiencia no fue enteramente satisfactoria, a pesar de la fogosidad de Josette. Supongo que la situación le debió de resultar estimulante.
Después no supe si regresar o no al cuarto de oficiales, pues estaba seguro de que Bernier me desafiaría a duelo. Sin embargo, y ante mi gran asombro, cuando hice acopio de valor y entré en el comedor, Bernier no me prestó la menor atención. No lo comprendí y, cuando al día siguiente y al otro él siguió guardando silencio, me armé de valor e incluso le hice otra visita a Josette. Ella no le había vuelto a ver, y entonces pensé que Bernier no tenía intención de tomar ninguna medida y llegué a la conclusión de que era un pobre desgraciado y se había resignado a cederme su amante... no por temor a mí, por supuesto, sino porque no podía soportar la idea de que una suripanta lo hubiera engañado. Pero lo cierto es que no podía desafiarme a duelo sin revelar el motivo y quedar en ridículo; y, conociendo mejor que yo las costumbres del regimiento, no se atrevía a provocar una disputa de honor a causa de una amante. Sin embargo, a duras penas podía contenerse.