El feroz montañés, saqueador, violador y asesino se despertó rodeado de enemigos, y en su rostro podía leerse tal expresión de desconcierto que no pudo por menos que hacer reír al bueno de Pusí Pachamú.
—No te esperabas esto, ¿verdad? —inquirió feliz como un chicuelo con un nuevo juguete—. Creías que tardaríamos meses en reparar el puente, ¿no es cierto? Veremos cómo suenan tus tripas cuando te conviertan en tambor.
El viaje de regreso fue largo, fatigoso y lento, pero plagado de momentos maravillosos, puesto que muy pronto se corrió la voz de que un grupo de héroes se dirigían al Cuzco empujando ante sí al monstruo que tanto daño había causado, y no quedó pueblo, ni fortín, ni caserío por humilde que fuera, que no extendiera alfombras de flores al paso del cortejo, cantando de alegría y agasajando al puñado de valientes que habían triunfado allí donde los más poderosos ejércitos jamás consiguieron la victoria.
La capital, extendida a todo lo largo y lo ancho del más hermoso valle que nadie pudiera imaginar, y en el punto exacto en que Manco Cápac y Mama Ocllo eligieron como «Ombligo del universo» se engalanó como tan sólo solía hacer cuando un Inca regresaba después de conquistar un nuevo reino, y tal fue el entusiasmo de la multitud, que desde que sobrepasaron la explanada de la fortaleza norte, los recién llegados fueron izados a hombros para ser conducidos de ese modo hasta las puertas del palacio imperial.
En su interior, acomodado en un enorme trono de oro cubierto de pieles de jaguar y rodeado por los nobles de la corte, el Inca aguardaba sonriente, y por primera vez en años hizo un gesto para indicar que quienes habían llevado a cabo tan prodigiosa hazaña no estaban obligados a arrastrarse hasta sus pies con la cabeza gacha y un saco sobre la espalda.
—Venid a mí como hombres libres y como hermanos, ya que habéis arriesgado vuestras vidas por mis hijos. Venid como elegidos de mi padre el Sol, resplandecientes, pues nada hay que más brille que la sonrisa de un héroe.
Un apagado murmullo recorrió de punta a punta la grandiosa estancia, puesto que nadie guardaba memoria de que un hijo del Sol en persona se hubiera mostrado nunca tan complacido ante la presencia de simples mortales sin sangre noble en las venas.
Cuando Rusti Cayambe avanzó empujando ante sí al maltrecho y demudado Tiki Mancka, el Emperador apenas dedicó una despectiva mirada al cautivo, para limitarse a ordenar:
—Que al amanecer sea despellejado vivo y convertido en
runantinya
para que todos aquellos que han sufrido por su causa puedan bailar al son de su música… ¡Lleváoslo!
En cuanto el aterrorizado montañés hubo desaparecido de su vista, se volvió a Rusti Cayambe y, cambiando el tono de su voz, señaló:
—Y a ti, valiente entre los valientes y astuto entre los astutos, te nombro general de mis ejércitos con mil hombres a tu mando.
Por primera y probablemente única vez en su vida, Rusti Cayambe advirtió que las rodillas le temblaban. Fue a decir algo, pero recordó de inmediato que nadie podía dirigirse directamente al Inca, por lo que permaneció muy quieto, como alelado, convencido de que el mundo comenzaría a girar locamente a su alrededor.
—¿Tienes algo que alegar? —inquirió al poco el sonriente hijo del Sol—. Habla sin miedo. Tienes mi permiso.
—¡Pero, señor!… —intentó protestar un adusto maestro de ceremonias.
—¡Olvida el protocolo! —fue la áspera respuesta—. Si este hombre no va a tener derecho a hablar, ¿quién más se atreverá a hacerlo? —Extendió la mano derecha con la palma hacia arriba para añadir con sorprendente dulzura—: ¡Habla! Di lo que quieras.
Rusti Cayambe dudó de nuevo, tragó saliva, dirigió una desconcertada ojeada a su alrededor y casi tartamudeando musitó:
—No soy noble, mi señor.
—Si generosa es tu alma, astuta tu mente y osado tu corazón, noble tiene que ser la sangre que corra por tus venas, aunque por lo visto ignoras quiénes fueron tus auténticos antepasados. De no ser así incluso los muros de este palacio se vendrían abajo… —El Inca lanzó una desafiante mirada a todos los presentes, y en tono que no admitía la más mínima réplica puntualizó—: Yo afirmo que tú, Rusti Cayambe, eres noble entre los nobles y general de mis ejércitos… —Hizo una corta pausa—. Y ahora dime qué símbolo escoges como insignia de tu estirpe para que luzca en tu tienda de campaña y tus hombres la exhiban en el escudo.
El interrogado meditó unos instantes, consciente de que era aquélla una elección harto delicada, pero consciente de igual modo de que no podía demorarse demasiado en dar su respuesta o corría el riesgo de aburrir a su señor, por lo que al fin replicó convencido:
—El saltamontes.
—¿El saltamontes? —repitió desconcertado el hijo del Sol, que de buena gana hubiera dejado escapar una sonora carcajada, lujo que sabía muy bien que no podía permitirse en público—. ¿Qué quieres decir con eso del saltamontes?
—Lo que he dicho, mi señor. Tienes poderosos ejércitos cuyos símbolos suelen ser el jaguar, el puma, el cóndor, el oso, el zorro o incluso la anaconda… Sus generales son magníficos estrategas y sus soldados fuertes y valerosos. Sin embargo, a mi modo de ver resultan demasiado lentos y farragosos, ya que necesitan meses para conseguir acorralar al enemigo, obligándolo a presentar batalla…
—Eso es muy cierto.
—Sin embargo, oh, gran señor, nuestros principales enemigos son montañeses,
araucanos
o
aucas
que se mueven aprisa, dan un golpe y escapan, acosándonos como el tábano acosa a la alpaca. Son ladinos y traicioneros, fantasmas entre los riscos y la selva, y yo aspiro a crear un pequeño ejército que luche de igual manera, y caiga sobre ellos al igual que suele hacer el saltamontes, que llega de improviso y nadie sabe de dónde.
El Emperador tardó muchísimo tiempo en responder. Recostó la cabeza en el trono, contempló el techo y meditó largamente sobre cuanto acababa de escuchar, mientras un silencio sepulcral se adueñaba del recinto, puesto que ni uno solo de los presentes se atrevía ni tan siquiera a pestañear mientras el sagrado hijo del Sol estuviera consultando con sus antepasados.
Por último, cuando podría llegar a creerse que se había quedado dormido, volvió a clavar los oscuros y profundos ojos en el hombre que aguardaba con el corazón en un puño.
—Eres listo, general Saltamontes —sentenció—. Condenadamente listo, y son los hombres como tú los que engrandecen el Imperio. Me estás proponiendo crear un ejército de tábanos que luchen tal como luchan nuestros principales enemigos, y yo lo acepto.
Súbitamente se puso en pie dando por concluida la recepción, y sin pronunciar una palabra más desapareció por la pequeña puerta que se abría justo a espaldas del trono, seguido por el maestro de ceremonias y los diez gigantes de su guardia personal.
Por su parte, Rusti Cayambe parecía haberse convertido en estatua de sal, incapaz de asimilar que cuanto acababa de ocurrir respondiese a la realidad, y no se tratase del más loco de los sueños.
Sin saber exactamente cómo, en un abrir y cerrar de ojos había pasado de capitán plebeyo a noble general, señor de su propio ejército y sus propios símbolos, mil hombres a su mando y el más prometedor de los futuros por delante.
Fue Pusí Pachamú quien le devolvió al mundo real arrodillándose ante él para besarle la borla del cinturón en señal de respeto y acatamiento.
—¡Mis felicitaciones, glorioso general Saltamontes! —dijo—. Que los dioses te colmen de bendiciones.
—Ya me han colmado, mi buen amigo. Ya me han colmado —le replicó su jefe—. Pero álzate, que de ti no espero gestos de sumisión, sino el afecto y la fidelidad que siempre me has demostrado. Adonde quiera que yo vaya irás tú, puesto que siempre seguirás siendo mi segundo en el mando.
Allí mismo se vieron obligados a poner fin a la corta conversación, puesto que la mayor parte de los presentes acudía en tropel a felicitar al héroe del momento. La alta nobleza cuzqueña estaba unánimemente considerada una élite extremadamente exclusivista y cerrada, pero la palabra del Emperador se acataba como palabra de dios, y si algo o alguien alegraba el corazón del Inca —tal como tan evidente parecía ser el caso del nuevo general—, sus súbditos tenían la obligación de regocijarse con él.
A la mañana siguiente disfrutarían observando cómo un hábil verdugo despellejaba en vida a quien tanto daño les había causado y tanto terror les había obligado a acumular durante las más oscuras noches, y luego, mientras la carne viva y ensangrentada era pasto de las moscas y el reo agonizaba rugiendo de dolor, asistirían a la curiosa ceremonia de rellenar su piel con paja y lana para que se curtiese luego al sol, se tensara con fuerza y acabara por convertirse en
runantinya
, un reluciente y macabro tambor de forma humana que podrían hacer retumbar con el fin de alejar definitivamente sus temores.
¡Alabado fuera por tanto aquel que había hecho posible tamaña felicidad, y maldito fuera por siempre quien anidara en su ánimo la más leve sombra de dudas sobre su recién descubierta nobleza de sangre!
Justo era el premio, y justo aquel que lo había concedido.
Si el Inca así lo había decretado, así debía ser. De su boca surgía la palabra de dios.
—¿En verdad te agrada que de ahora en adelante todos te llamen general Saltamontes?
Si hacía tan sólo unos instantes Rusti Cayambe acababa de llegar a la conclusión de que durante aquel prodigioso día había experimentado todas las emociones a que un hombre puede aspirar a lo largo de una intensa vida feliz y longeva, se equivocaba.
Lo más excitante estaba aún por llegar, puesto que quien había hecho tal pregunta con una voz autoritaria y profunda, pero a la vez divertida y desconcertantemente cálida, no era otra que la emblemática princesa Sangay Chimé.
Nieta de emperadores e hija de una princesa de origen costeño, respetada por su vasta cultura y adorada por su belleza, su generosidad y su muy peculiar sentido del humor, la inmensa mayoría de los cuzqueños no hubieran visto con malos ojos que, como último recurso, algún día pudiera llegar a convertirse en la madre del futuro Emperador, dado que la esposa del actual no parecía ser capaz de alumbrar un heredero.
No obstante, la ley estipulaba que el Inca tenía la obligación de engendrar al futuro hijo del Sol en el vientre de su hermana Alia, a la que, dicho sea de paso, amaba desesperadamente, ya que ésta era la única forma indiscutible que existía de que la sangre de los emperadores se mantuviese incontaminada a través de los siglos.
El Inca era dueño de tener cuantos hijos quisiera con otras esposas, concubinas, o amantes ocasionales, pero aquel que a su muerte ocupara su lugar en el trono tenía que ser obligatoriamente hijo de una de sus hermanas.
El Emperador, que no parecía ver más que por los ojos de su idolatrada «esposa-hermana», había demostrado siempre, no obstante, un profundo respeto y un sincero afecto por su prima, la princesa Sangay Chimé, con la que gustaba compartir largas veladas, ya que tenía fama de ser la muchacha más picarescamente divertida de la corte.
Por todo ello, sabiendo perfectamente quién era la persona que acababa de hacerle semejante pregunta, Rusti Cayambe pareció llegar a la conclusión de que aquel fantástico sueño se estaba alargando en exceso.
—¿Cómo has dicho? —acertó a mascullar entre dientes en un tono de voz casi inaudible.
—Te he preguntado si te agrada la idea de que te llamen general Saltamontes —repitió ella—. Aunque, por lo que veo, tan sencilla demanda te ha dejado de piedra… ¿Tanto te ha impresionado encontrarte cara a cara con el Emperador?
—Mucho, en efecto —admitió el interrogado—. Pero más me impresiona encararme contigo, puesto que desde niño sé que el Emperador existe y es el hijo del Sol, pero es en este mismo momento cuando acabo de descubrir que tú también existes y debes de ser, por el brillo de tus ojos, hija predilecta de la mismísima Luna.
—¡Vaya! —pareció sorprenderse gratamente la muchacha—. Galante, además de astuto y valiente… ¿Acaso ocultas otros tesoros?
Rusti Cayambe asintió con un leve ademán de la cabeza:
—Ocultos están, pero no por su gusto, que son tesoros que de poco valen a no ser que se compartan.
—¡Extraña coincidencia! —Rió ella con malévola intención—. Algo semejante me ocurre cada vez más a menudo. ¿De qué vale tener lo que se tiene, si al contemplarlo, tan triste y solitario, es más la congoja que la alegría que ofrece?
—Remedio tiene.
—En efecto… Y fácil, si no se aspira a mucho.
—No es ése tu caso, que tienes derecho a aspirar a lo más alto.
—¿Y qué es, a tu modo de ver, lo más alto?
—¿Cómo puede saberlo quien apenas acaba de subir al primer peldaño de una escalera tan empinada y peligrosa como la del Huayna Picchu? —inquirió él—. Nunca sufrí de vértigo al borde de un abismo, pero ahora me invade al mirar hacia arriba.
—Tengo la impresión de que eres de los que pronto se acostumbran a las alturas. Si eres capaz de crear ese ejército de tábanos y proporcionar nuevas victorias al Incario, el Emperador pondrá sus ojos en ti, pues me consta que está ya un poco cansado de viejos generales que demandan en exceso soldados y prebendas sin devolver victorias a cambio.
—Aguas Rojas ha constituido una gran victoria.
—Inútil si tú no te hubieras empeñado en perseguir y capturar a Tiki Mancka. ¿De qué hubiera valido tanta sangre derramada? Al Inca no le gusta ver morir a sus amigos, pero tampoco a sus enemigos, puesto que según él esos enemigos no son más que futuros súbditos que se resisten a entrar en el redil. Muertos no engrandecen al Imperio, puesto que no sirven para tender un puente, construir un camino o recolectar una sola mazorca de maíz.
Se habían quedado solos, tal como suelen quedarse un hombre y una mujer interesados el uno por el otro, pese a que un millón de personas pululen a su alrededor.
Sin tan siquiera proponérselo habían levantado una especie de muro que los aislaba del resto de la gente; un muro que iba ganando en espesor y altura a medida que hablaban, que se miraban, y que sin necesidad de rozarse empezaban a comprender que sus pieles se buscaban.
El amor es un misterio con un millón de años de historia a sus espaldas, repetido a diario en cada rincón del mundo, pero no por ello menos desconocido y sorprendente, puesto que surge de improviso, sin razón aparente, se alimenta de sí mismo, crece y en ocasiones muere al igual que nació, sin razón válida alguna que sirva para aclarar por qué llegó o por qué se fue, qué cuna lo meció o en qué tumba se enterró.