Tras una hora de traqueteos y sacudidas, el carro llegó a un pequeño pueblo.
—Valle del Cuervo —informó el granjero, al tiempo que tiraba de las riendas para frenar el vehículo ante la tienda pe comestibles, en la plaza del pueblo. Delbridge bajó de un salto para estirar las piernas. Se sacudió el polvo del camino pegado a su jubón verde.
—¿A qué distancia está Tantallon? —preguntó.
El granjero torció el gesto al cargarse a la espalda uno de los sacos de nabos.
—No estoy muy seguro. A trece…, no. A dieciséis kilómetros al norte. La calzada es más abrupta de aquí en adelante y hay que viajar despacio.
Sin más, el granjero entró en el almacén y empezó a negociar el precio de su mercancía con el tendero.
La vista de alimentos frescos hizo que el estómago de Delbridge rugiera, y el hombre chasqueó los gruesos labios. Recordando el adagio que regía su vida («Nunca compres lo que puedas robar»), echó una rápida ojeada alrededor y cogió un trozo de queso cremoso de los mostradores de venta situados en el exterior del establecimiento. Tras olisquear el fuerte aroma del queso para dar su aprobación, lo echó dentro de su bolsa a fin de tomar un tentempié durante el trayecto. A continuación cogió un par de manzanas goodlundianas, rojas y brillantes, y engulló cada una en tres hambrientos bocados.
Poco después, el granjero salía del almacén y subía al pescante. Delbridge se acomodó en el montón de sacos, ahora más reducido pero todavía duro, y meditó sobre su futuro inmediato mientras abandonaban el pueblo por el lado norte, en medio de traqueteos. Delbridge dirigió una mirada taciturna a lo que el granjero había llamado con gran optimismo «calzada»; más bien parecía un camino de cabras, repleto de baches.
Lo primero que haría cuando llegara a Tantallon, decidió Delbridge, sería cambiar de imagen. Los adivinos vestían ropajes flameantes y llamativos y se cubrían con esa especie de pequeños gorros extraños que no eran otra cosa que trozos de tela enrollados a la cabeza.
También tenían nombres poco corrientes, como Omardicar o Hosni. Se decidió por Omardicar. Omardicar el Omnipotente.
Miró a su alrededor. Los árboles empezaban a retoñar y los pequeños y verdes brotes asomaban entre la corteza de las ramas, que aún tenían el tono pardo y apagado del invierno. Las laderas de las estribaciones que subían hacia las montañas estaban moteadas aquí y allá con pinceladas blancas y rosas de los manzanos y ciruelos silvestres en plena floración. Sus esbeltas ramas arañaban los costados del carro mientras éste avanzaba a tumbos por el angosto camino, y dejaban caer una lluvia de fragantes pétalos multicolores sobre Delbridge y los sacos de nabos. La belleza bucólica del paisaje pasó inadvertida a Delbridge. Amodorrado por el templado sol primaveral y el balanceo y traqueteo del carro sobre el accidentado suelo del camino, el bardo convertido en adivino se recostó en los sucios sacos y se quedó dormido.
Fue sacado de su sueño con brusquedad al cabo de un rato cuando las ruedas del carro toparon con una gran piedra en la senda y el vehículo dio un salto. Delbridge se volvió para mirar al frente, pero todo cuanto vio fue la espalda y la cabeza del granjero. Se esforzó por ponerse de rodillas sobre los sacos.
Coronaban la cima de una colina y era evidente que habían dejado atrás las estribaciones y se habían internado en las montañas. Al fondo, cobijada en un pequeño valle envuelto ya en las sombras proyectadas por las montañas, se divisaba una población de extensión semejante a Solace: Tantallon. A pesar de que aún no había anochecido, se veía entre los árboles el parpadeo de linternas y el aire traía el olor a leña quemada en las lumbres de los hogares. Un arroyo caudaloso y frío corría desde el oeste, donde se encontraban los picos más altos de la cordillera.
Y allí, alzándose majestuosamente sobre un altozano rocoso en la orilla opuesta del arroyo, se hallaba una imponente fachada de piedra, con altos torreones, atalayas y barbacanas que la luz del ocaso teñía de púrpura.
—¿Qué es eso? —preguntó Delbridge al granjero, que azuzaba al tiro para que continuara por el camino serpenteante que descendía al valle.
—El castillo de Tantallon.
—¿Quién habita en él? —Delbridge estaba intrigado.
—Por lo visto —dijo el granjero, lanzándose muy animado al chismorreo—, pertenece a un Caballero de Solamnia cuya familia, si se da crédito a lo que se cuenta, abandonó aquella región poco después del Cataclismo, cuando se inició la persecución de los caballeros.
—Nuestra provincia de Abanasinia, como recordarás por las lecciones de historia, se encontraba también inmersa en el caos. Por consiguiente, cuando el antepasado del actual caballero y su séquito de hombres armados llegaron exiliados aquí, trajeron con ellos cierta ley y orden. Todos los supervivientes del Cataclismo que encontraron fueron organizados y bien dirigidos, de modo que la familia y cuantos estaban a sus órdenes prosperaron. Incluso en tiempos difíciles, la fortuna familiar no sufrió merma alguna. —El semblante del granjero se iluminó, orgulloso por su comunidad—. El linaje de los Curston ha vivido de manera ininterrumpida en ese castillo que domina la ciudad, desde que el primer lord Curston se estableció en la comarca hace más de trescientos años.
Llegaron a la población, y a Delbridge lo sorprendió descubrir que un lugar tan aislado fuera tan próspero; las calles estaban pavimentadas y sin el menor rastro de basura. Los edificios estaban enjalbegados, y las piedras pulcramente encajadas y aseguradas con argamasa; los tejados eran sólidos y estaban bien conservados. Eran escasos los edificios comerciales o privados que no lucían en las ventanas cristales de colores u opacos. En resumen, parecía el pueblo de un cuento de hadas. Delbridge llegó a la conclusión de que semejante prosperidad sólo podía significar un buen augurio para él.
El carro se frenó de repente en las afueras del lado sur de la ciudad, delante de una posada de aspecto alegre cuyo letrero la identificaba como El Verraco Arrollador; un dibujo representaba a un enorme verraco que atravesaba una puerta hecha añicos en tanto que un hombre dormitaba tranquilamente sobre su lomo. Unas jardineras recién plantadas adornaban las dos ventanas, enmarcadas en el interior por cortinas blancas fruncidas.
—Final de trayecto —anunció el granjero.
Delbridge le dio las gracias y saltó del carro para echar una ojeada a la posada. Aquél era un sitio tan bueno como cualquier otro para enterarse de lo que ocurría en Tantallon, y Delbridge necesitaba comer y un lugar donde dormir. Sin embargo, aun cuando la gente estaba siempre dispuesta a dar información gratis, no ocurría otro tanto con el hospedaje y la comida.
También era un buen sitio para poner a prueba las dotes del brazalete, algo que debía comprobar antes de invertir dinero en un nuevo vestuario. Delbridge buscó en su astrosa bolsa de dinero y sacó el brazalete. Se estrujó la mano cuanto le fue posible y al cabo logró ponerse el estrecho brazalete de cobre en la carnosa muñeca.
—¿Para quién lo hicieron? ¿Para un duendecillo? —protestó al hincársele en la carne. Desde luego, no tendría que preocuparse por perderlo de manera accidental, ya que incluso dudaba que pudiera volver a sacárselo.
Mientras empujaba la puerta de la posada, hizo una pausa al llamarle la atención un pergamino, evidentemente nuevo, que estaba clavado en la madera. Era alguna clase de anuncio oficial. Apenas había luz y Delbridge tuvo que acercarse para leerlo.
AUDIENCIA REAL
El día tercero de Yurthgreen, 344, Su Señoría, el caballero Curston, oirá y juzgará agravios, súplicas y solicitudes de favores de sus leales súbditos. Todos aquellos que deseen una audiencia con Su Señoría deberán presentarse en las horas comprendidas entre el amanecer y el inicio de la ronda vespertina.
—Deja de obstruir el paso en la puerta, grandísimo zopenco. Entra o sal, decídete.
Delbridge parpadeó desconcertado y se apartó a un lado. Sus ojos se posaron en un tipo colérico, de nariz aguileña, que lucía un delantal blanquísimo; al parecer, era el tabernero.
—¿Eh? Quiero decir… Lo siento, estaba leyendo el anuncio que hay en la puerta —tartamudeó Delbridge.
El posadero frunció el entrecejo.
—Bueno, pues ciérrala. No estoy dispuesto a caldear la calle.
Delbridge recobró su compostura habitual.
—Te pido disculpas, buen nombre.
Irguió la espalda y se alisó la parte delantera de su jubón de terciopelo que ceñía su voluminoso tronco, pero el hombre ya había vuelto a su trabajo en el interior de la taberna. Delbridge se internó en el establecimiento aun antes de que la puerta se hubiese cerrado del todo. La sala era acogedora y cálida, con una tenue nubécula de humo suspendida en el aire. Otros ocho parroquianos se sentaban en torno a varias mesas. La mayoría parecían ser jornaleros o artesanos, pero dos eran sin duda soldados. Una pequeña lumbre ardía en la chimenea, justo en la medida precisa para la época del año. Los ocho hombres interrumpieron las conversaciones para ver quién había entrado.
El tabernero apenas había tenido tiempo de pasar tras el mostrador cuando, al levantar la vista, se encontró con que el hombre con quien acababa de hablar en la entrada estaba ya al otro lado de la barra. Echó un rápido vistazo a la puerta y después contempló a Delbridge con los ojos entornados.
—¿Buscas algo, forastero?
—Nada, te lo aseguro —contestó Delbridge, procurando adoptar una expresión sorprendida—. Sólo quiero discutir un pequeño arreglo económico contigo.
—No doy albergue gratuito. —Una vez aclarado el asunto, el tabernero volvió a ocuparse de su trabajo tras la barra.
Delbridge se llevó la mano al pecho.
—¡Cielos, nunca busco conseguir algo gratis! ¿Mencioné la palabra «gratis»? Creo que no. Lo que propongo es una transacción comercial legal. Yo obtengo algo, y tú obtienes algo. Como muy inteligentemente has supuesto, todo cuanto quiero es cenar y un cuarto para pasar la noche. A cambio… tendrás mis servicios durante la velada.
El tabernero resopló con desdén.
—¿Y qué es lo que haces? Espera, déjame adivinarlo. ¿Cantas? ¿Bailas? ¿Relatas cuentos? Y, a cambio de eso, tengo que alimentar y cobijar a alguien que come como un cerdo y ronca como un artefacto mecánico de asalto. —Se sonó la aguileña nariz en el borde del delantal blanco—. Lo siento, forastero, no necesitamos un espectáculo. ¿Por qué no lo intentas en la posada El Ganso Tambaleante, un poco más adelante, en esta misma calle?
Varios parroquianos rompieron a reír ante los insultos del tabernero, pero Delbridge se mantuvo imperturbable. En lugar de encresparse, adoptó una postura tan erguida como le fue posible.
—No soy un simple artista ambulante. Soy un oráculo. Tengo el don de ver y predecir el futuro.
La sala resonó con un coro de abucheos y carcajadas. El tabernero se acodó en el mostrador y se acercó a Delbridge.
—Yo puedo predecir tu futuro, forastero. Y vaticino que, si no trasladas tu teatrera y gordinflona persona fuera de esta taberna, vas a salir a patadas.
Las carcajadas aumentaron, y Delbridge advirtió por primera vez que tenían un tono claramente desagradable.
Con brazalete o sin él, Delbridge supo que había llegado el momento de tirarse de cabeza al agua y hundirse o salir a flote. En el pasado, esta clase de presiones a vida o muerte siempre le había aguzado el ingenio al máximo. Cerró los ojos y se puso una mano sobre la frente mientras se aferraba con la otra al mostrador. Su mente quedó abierta, buscando alguna clase de predicción que pudiera hacer y verificar al cabo de unos instantes.
Tuvo suerte de estar agarrado a la barra; de otro modo, se habría desplomado a causa de la avalancha de imágenes que surgieron en su mente. Con todo, se tambaleó y sólo evitó la caída sujetándose con fuerza al mostrador.
En su mente, Delbridge vio a uno de los parroquianos, un hombre calvo de mediana edad, con manos artríticas, tragarse un gran bocado de trucha al horno; un instante después, sus ojos se desorbitaban, se llevaba las manos a la garganta y sacaba la lengua hasta que, al cabo de unos segundos, se desplomaba en el suelo. Allí tendido, pateó y rebulló un momento más antes de quedarse completamente inmóvil.
Los que se habían burlado de Delbridge no esperaban el traspié y la reacción de éste, y ahora lo observaban con genuina curiosidad, preguntándose qué se proponía hacer a continuación el supuesto trapacero. Cuando se incorporó y se enjugó el frío sudor que le perlaba la frente, se encontró con las atentas miradas de los parroquianos, en parte divertidos y en parte desconcertados.
Si esto era obra del brazalete, pensó Delbridge, el calderero a quien se lo había robado tendía a subestimar las cosas hasta la exageración. Pero, como le gustaba recordarse con orgullo, los años de experiencia le habían enseñado a aprovechar una oportunidad en el momento en que se presentaba. La vacilación era un lujo que no podía permitirse.
Con toda la dignidad que fue capaz de demostrar, Delbridge se apartó un par de pasos del mostrador y después alzó un brazo y señaló hacia el grupo de parroquianos.
—He visto lo que va a suceder. La muerte acecha en esta sala a uno de vosotros en este mismo momento. Podría deciros quién es…, o sujetar mi lengua y dejar que ese hombre muriese, ya que nadie me cree. —Dejó caer el brazo junto a su costado y los miró con tristeza—. Os compadezco.
Varios hombres palidecieron, lo que llenó de satisfacción a Delbridge. El hombre que había aparecido en la visión agitó el brazo como si desestimara sus palabras y luego volvió la atención a su cena. Delbridge vio con una mezcla de consternación y excitación que, en efecto, estaba comiendo una trucha al horno. Uno de los soldados rompió el silencio.
—Muy bien, oráculo, al menos dinos quién es. Me gustaría saber cuál de nosotros va a pasar a mejor vida para invitarlo a una copa antes de que parta.
Aun sin esta chistosa petición, Delbridge habría actuado. Cuando el hombre de la visión alzó el tenedor lleno de pescado hacia su boca, Delbridge se abalanzó y sujetó la muñeca del hombre. El parroquiano se echó hacia atrás, furioso, intentando soltar el brazo, pero ni tenía fuerza suficiente ni su posición era la más ventajosa para hacerlo. Delbridge empujó el plato de pescado a un lado y después tiró sobre la mesa el contenido del tenedor. Se volvió hacia el tipo que se sentaba más cerca y, mientras rogaba en su interior porque éste fuera el bocado fatal de su visión, pidió: