Sintiéndose muy incómodo bajo la intensa mirada del mago, Delbridge volvió su atención hacia el caballero.
—Hemos oído hablar de ti, y he de admitir que siento curiosidad —dijo por fin el señor del castillo, cuya voz tenía un timbre bajo y aristocrático—. Sé breve. He atendido muchas súplicas hoy y estoy cansado.
Delbridge agitó el brazo con afectación, de manera que la amplia manga ondeara en el aire.
—Poseo un don, mi señor, que las estrellas que presidieron mi nacimiento consideraron oportuno otorgarme. Simplemente, es la habilidad de ver el futuro. Estoy dispuesto a poner este don a vuestro servicio. Seréis advertido con antelación de los peligros que os acechen a vos, a vuestra familia y a vuestros súbditos.
—Tengo ya un mago que cumple con un cometido muy similar —respondió el caballero con el entrecejo fruncido.
—Y mi intención no es menospreciar ni minimizar su labor —se apresuró a aclarar Delbridge—. Pero incluso los conjuros del mago más poderoso son limitados en lo relativo al vaticinio de lo que está por acontecer, y están restringidos a un cierto número por día. Mi poder no está sujeto a las limitaciones normales de la magia. Funciona de manera continua, cada vez que decido hacer uso de él.
—No desestimes esta oferta a la ligera padre —aconsejó el joven, mientras dirigía una fugaz mirada al mago—. Merece ser tenida en consideración. —Sus ojos azules se volvieron hacia Delbridge—. Una pequeña demostración no estaría de más, señor…
—Omardicar el Omnipotente, mi joven señor —se apresuró a aclarar Delbridge, añadiendo tontamente—: Omni para los clientes y amigos.
—A mí también me gustaría presenciar una demostración —intervino Balcombe con una voz de timbre bajo, indiferente, sin que su mirada perdiera un ápice de firmeza.
—Estaré encantado de complaceros —dijo Delbridge—. No obstante, debéis comprender que mi don tiene sus peculiaridades. He de concentrarme en un hecho o persona en particular y, si en su futuro existe algo fuera de lo común o de interés, es cuando experimento una visión detallada de ello. Mas, si no hay nada inusual… —Se encogió de hombros.
—Cuan convenientemente simple —comentó Balcombe—. ¿Esperas que Su Señoría acepte lo que dices sin prueba alguna y te incluya en la nómina?
—Dijo que intentaría demostrarlo —intervino Rostrevor con voz tirante.
Balcombe hizo una leve reverencia. Con el entrecejo fruncido nuevamente, lord Curston miró al joven y después al mago.
—Mi deseo, como siempre, sería que mi muy amado hijo y mi consejero de confianza no estuvieran en perpetuo desacuerdo —suspiró.
Sobrevino un incómodo silencio. Notando que no era beneficioso para sus pretensiones, Delbridge dijo:
—Con vuestro permiso, haré ahora mismo una demostración en la medida de mis fuerzas y así podréis decidir si estaría justificada una segunda tentativa.
Cerró los ojos y se concentró en las personas que tenía ante sí, una por una, en tanto que frotaba el brazalete con los dedos de la mano izquierda, de manera inconsciente. En primer lugar imaginó al caballero. De pronto, el estómago se le revolvió y se le fue la cabeza. Sintió como si hubiese salido lanzado a través de una niebla increíblemente densa, que después desapareció. Esta sensación dio paso a una visión del caballero, hincado de rodillas en una habitación del castillo. Unas colgaduras oscuras cubrían las paredes. El otrora hombre estoico, sollozaba y se lamentaba, sumido en una angustia inenarrable en lo que parecía ser un funeral, bien que no había ni féretro ni cadáver. La trágica imagen causó tal impresión a Delbridge que el hombre dejó escapar un grito ahogado y sus ojos se abrieron de golpe. La visión desapareció de manera repentina.
—¿Qué has visto? —preguntó el caballero, inclinándose hacia adelante. Estaba perplejo por la expresión de incertidumbre y compasión que asomaba a los ojos de Delbridge—. ¿Qué ha sido?
—Yo… Nada —contestó con precipitación Delbridge, al tiempo que enrojecía. No podía decir a un poderoso Caballero de Solamnia que lo había visto llorar y gemir como a un niño—. No vi nada. Lo intentaré a continuación con el joven barón —agregó, apresurándose a cambiar de tema.
Delbridge pensó en el rostro adolescente de Rostrevor, salpicado de pecas y pelusilla rubia. Una vez más, la niebla apareció y lo envolvió. La bilis le subió a la garganta, y luchó para dominar la sensación de estar a punto de vomitar al evaporarse la bruma.
Lo que vio lo hizo retroceder a trompicones. De nuevo, y en lugar de contemplar la sala de audiencias en la que se encontraba, vio un cuarto iluminado por velas, en alguna parte del castillo. El hijo del caballero, Rostrevor, yacía en la cama. Pero, de repente, una cegadora luz roja surgió sobre él y fue girando y creciendo hasta envolver al joven. Después el muchacho cayó, arrastrado hacia la fuente de la luz, chillando asustado y herido. Por último, el barón quedó atrapado tras un pulsante muro rojo, encogido sobre sí mismo para alejarse de algo que Delbridge no podía ver, pero sí sentir su abrasadora malignidad.
Delbridge abrió los ojos y boqueó para coger aire. De inmediato, la visión se desvaneció, pero el corazón todavía le latía atropelladamente; los ojos le escocían al entrarle el sudor que le empapaba el rostro. Intentó sin éxito mover los agarrotados dedos, con el único resultado de reparar en la extremada temperatura del brazalete, casi insoportable. Se golpeó el muslo con la mano quemada, asaltado por la furia y el temor. Unas punzadas dolorosas le recorrieron el brazo y lo obligaron a soltar un aullido. De pronto cayó en la cuenta de que Rostrevor se encontraba ante él; lo tenía agarrado por los hombros y lo sacudía levemente.
—¿Te encuentras bien? Domínate y recobra la compostura.
Delbridge se enjugó el rostro con la manga de la túnica, respiró hondo varias veces, y empezó a darse masajes en la mano. El barón había regresado a su sitio, junto al sillón de su padre, quien lo miraba con curiosidad. Balcombe, por su parte, parecía tan imperturbable como siempre. Lord Curston se echó hacia adelante en su asiento.
—Ahora no pretenderás decirme que no has visto nada. Si has vislumbrado algo concerniente a mi hijo, tengo que saberlo. ¡Habla!
¿Cómo iba a decirles lo que había visto? Delbridge tragó saliva con esfuerzo para quitarse el nudo que tenía en la garganta.
—Mi señor, me doy cuenta de que sospecháis que soy un charlatán, pero lo que acabo de ver casi no sé cómo describirlo. No se parece a nada de lo que he experimentado hasta ahora. Otras visiones han sido fugaces y precisas, mostrándome con claridad lo que había de ocurrir. Pero ésta fue casi como… una pesadilla. Como si vislumbrara alusiones o símbolos de lo que puede suceder, pero no los hechos en sí. Os suplico que no creáis que esto es sólo una comedia montada para asustaros. El barón Rostrevor corre un gran peligro.
Delbridge se apresuró a relatar lo que había visto, incluyendo la visión anterior del caballero sumido en la tristeza.
—No sé explicarlo mejor ni con más detalle, pero sé que es verdad —concluyó.
Para sorpresa de Delbridge, Rostrevor fue el único que se lo tomó a broma.
—Padre, esto es una estupidez. ¡Secuestrado por una luz roja! Soy muy fuerte (tú mismo me entrenaste) para permitir que tal cosa ocurra. Además, tus súbditos aman y respetan a nuestra familia, y a ti en particular. ¿Quién haría algo así?
El semblante del caballero denotaba su preocupación.
—Siempre hay descontentos que pueden buscar hacerme daño a través de ti. He vivido una larga vida y he hecho enemigos más que suficientes.
Con gesto ceñudo, el joven caballero dio la vuelta a la mesa y tomó a Delbridge por el brazo con firmeza.
—Creo que ya has hecho perder mucho tiempo a mi padre. ¡Fuera de aquí!
—Un momento —intervino Balcombe, al tiempo que alzaba la mano con gesto perentorio—. ¿Qué tiene que ganar este tipo haciendo una predicción fraudulenta de tan seria naturaleza? Admito que tengo mis reservas, pero, si es una invención, el tiempo se encargará de ponerlo en evidencia enseguida. —El Túnica Roja volvió su ojo sano hacia Delbridge—. ¿El peligro es inminente?
—Eso creo, si. Así es como funciona mi don —respondió el adivino. Se sentía desasosegado, como si fuera un insecto bajo la lente de un microscopio. Se rascó la barbilla con nerviosismo.
—En tal caso, mi señor, sugiero que tomemos medidas. Más vale pecar por exceso de precaución que lamentarlo después —dijo Balcombe con su voz de barítono—. Confinemos a Rostrevor en sus aposentos, a salvo de cualquier mal, al menos durante el día de hoy. Apostaremos guardias en la puerta y las ventanas de su cuarto. Yo contribuiré a aumentar la seguridad creando sellos mágicos y de protección en los accesos. Nadie podrá entrar en su habitación, ni físicamente ni por otros medios, sin que salte la alarma de mis conjuros; tampoco podrán sacar a Rostrevor en modo alguno. Si se produce el menor intento, nos enteraremos de inmediato. De hecho, si actuamos con prudencia, nadie salvo nosotros cuatro sabrá o sospechará que están instalados mis sellos mágicos.
La propuesta entusiasmó al caballero.
—¡Una idea excelente! Eso frustrará cualquier intento de secuestro, físico o mágico.
—Pero, padre… —comenzó Rostrevor.
Lord Curston desestimó las protestas de su hijo con un ademán enérgico.
—Complacerás a un anciano que sólo quiere proteger a su muy amado hijo.
—Pero, si impedimos incluso la posibilidad de un atentado, ¿cómo sabremos si alguien había planeado llevarlo a cabo? —argumentó el joven con ardor.
—Omardicar se instalará aquí, como invitado. Si no ocurre nada a este respecto, podrá llevar a cabo un nuevo intento que demuestre lo que afirma ser. Entretanto, no correremos riesgo alguno. Rostrevor, quedarás confinado en tus aposentos hasta mañana al amanecer. Iremos allí de inmediato con Balcombe para asegurarnos de que estás a salvo.
Con actitud firme, el caballero se incorporó. Torció el gesto al sentir las dolorosas punzadas de la gota en las piernas.
—¡Froeder! —llamó con los dientes apretados. El apergaminado lacayo apareció presuroso por la cortina—. No habrá más audiencias hoy. Por favor, ofrece mis disculpas a quienes aún esperan y diles que tendrán otra oportunidad. Luego ocúpate de instalar a este hombre en el castillo. Lo siento, Omardicar, pero, hasta que sepamos qué ocurre en realidad, deseo que permanezcas también en tu cuarto. Froeder, ocúpate de ello.
Sin más, apoyado en su ya resignado hijo, el caballero abandonó la sala. Balcombe, con las manos metidas en las mangas de su túnica y una expresión tan indescifrable como siempre, fue en pos de ellos guardando una distancia respetuosa.
A solas con Froeder, Delbridge sacudió la cabeza desconcertado. El asunto le estaba saliendo bien, pero no del modo que lo había planeado. Aun así, ¿quién objetaría nada ante una cena suntuosa servida junto a una chimenea encendida para su comodidad, y seguida de un buen descanso nocturno en un lecho limpio con colchón de plumas?
Un leve cosquilleo en su muñeca atrajo la atención de Delbridge. Cerró la otra mano sobre el brazalete. El metal estaba muy caliente, pero Delbridge no estaba de humor para prestarse a más visiones hoy, sobre todo en presencia de Froeder. Intentó sacar la joya de su muñeca, pero estaba demasiado ajustada. Tras mucho tirar y forcejear, lo que le dejó doloridos huesos y carne, logró extraer el brazalete de su gruesa muñeca y lo guardó en un bolsillo. Sintiéndose muy satisfecho consigo mismo, siguió al impaciente lacayo desde la sala de audiencias al interior del lujoso castillo, saboreando ya los frutos de su trabajo.
Quizás había alcanzado, por fin, su merecido puesto en la vida.
Delbridge se despertó sobresaltado cuando una fuerte mano lo sacudió por el hombro, con tanta brusquedad que los dientes le castañetearon.
—¿Omardicar el Omnipotente?
—¿Quién? Ah, sí —farfulló, momentáneamente desconcertado. Parpadeó bajo la luz de la lámpara; pasó un instante antes de que Delbridge recordara dónde se hallaba. Se sentó despacio en la cama, y una botella de vino vacía de la noche anterior rodó y se hizo añicos en el piso de piedra—. ¿Quién eres y qué deseas?
De pie junto al lecho, un hombre fornido vestido con cota de malla se echó a reír, de manera que su barba y bigote rojizos se agitaron bajo la titilante luz.
—No responderé las preguntas de un sinvergüenza. Estás arrestado. —Un segundo soldado descorrió las cortinas de la ventana, permitiendo que la mortecina luz del amanecer penetrara en la estancia. El hombre de la barba roja agarró a Delbridge por el brazo y lo sacó de un tirón del cómodo lecho de plumas.
—¿De qué demonios hablas? —chilló Delbridge mientras intentaba en vano soltarse de los fuertes dedos del hombre—. ¡Soy el invitado de lord Curston! No se va a mostrar muy complacido ante el rudo trato que me estás dando. ¡Exijo verlo de inmediato!
El sargento no aflojó los dedos y mantuvo su mutismo. Delbridge sabía que había bebido en exceso la noche anterior, pero no se había movido de su cuarto y era imposible que hubiese causado ningún problema.
—Quizá necesites un pequeño incentivo —insinuó Delbridge, alargando la mano hacia la mesita para coger un puñado de monedas, pero el guardia le puso el brazo a la espalda de un fuerte tirón.
—No intentes ningún truco mágico conmigo, perro.
El sargento arrastro a Delbridge fuera del cuarto situado en el segundo piso, lo arrastró escaleras abajo y lo sacó por el acceso este del castillo. Otros dos guardias armados con picas se les unieron mientras cruzaban el patio y se dirigieron hacia un paso abovedado sobre el que había un letrero que decía: «Calabozos».
Delbridge soltó una risa nerviosa.
—¿Es que no te das cuenta? Me estás confundiendo con otro. Un error fácil de cometer con tanta gente que hubo en un día de audiencia. —Intentó soltar los brazos de las manos de sus aprehensores—. Si me dejáis marchar, pasar por alto este ultraje.
En lugar de soltarlo, las manos se cerraron con más fuerza en torno a sus brazos. Actuando por instinto, Delbridge hincó los talones en el suelo al ver que cruzaban el acceso y penetraban en las instalaciones oscuras, frías y malolientes de una prisión. El sargento pelirrojo tiró del cerrojo de una pesada puerta de madera, que se abrió en medio de los chirridos de los goznes. Sollozante, proclamando su inocencia de un crimen desconocido, Delbridge recibió un empellón que lo lanzó de rodillas al interior de una celda húmeda y oscura; la puerta se cerró a sus espaldas y los guardias se alejaron. Los chirridos de goznes oxidados resonaron en la oscuridad.