Authors: Greg Egan
—¿En qué sentido? ¿Tienes más respeto, más miedo?
—Más chalecos salvavidas, en realidad. Pero no me refiero a eso —dijo, negando con un gesto impaciente. Hizo una mueca de frustración, y luego añadió—: ¿Me haces un favor? Cierra los ojos e intenta imaginarte el mundo. Los diez mil millones de habitantes a la vez. Sé que es imposible, pero inténtalo.
—De acuerdo —accedí desconcertado.
—Ahora describe lo que ves.
—La tierra vista desde el espacio. Aunque es más un bosquejo que un foto. El norte está arriba y el océano Índico en el centro, pero la vista abarca desde África Occidental hasta Nueva Zelanda, desde Irlanda hasta Japón. Hay muchas personas de pie encima de todos los continentes e islas, aunque no están a escala. No me pidas que las cuente, pero supongo que en total serán un centenar.
Abrí los ojos. Había dejado fuera del mapa tanto el antiguo hogar de Vunibobo como el nuevo, pero tenía la impresión de que no se trataba de un ejercicio para despertar la conciencia sobre la fuerza marginadora de las representaciones geográficas.
—Yo también veía algo parecido, pero eso cambió desde el accidente. Cuando cierro los ojos y me imagino el mundo, veo el mismo mapa y los mismos continentes, pero la tierra ya no es tierra. Lo que parece terreno firme es, en realidad, una masa de personas. No hay suelo, ningún lugar en el que asentarse. Estamos todos flotando en los océanos y nos sostenemos mutuamente. Así es como hemos nacido y así es como moriremos: luchando para ayudarnos unos a otros a mantener la cabeza por encima de las olas. —Se rió, avergonzada de pronto—. Bueno, me has pedido una explicación —añadió desafiante.
—Cierto.
Las deslumbrantes incrustaciones de coral se habían convertido en ríos de barro de tierra caliza, pero la roca de arrecife de nuestro alrededor estaba ribeteada de tonos suaves, de verde y de gris plata. Me preguntaba qué habrían contestado los otros granjeros a la misma pregunta. Probablemente, respuestas diferentes. Anarkia parecía funcionar gracias a personas que se ponían de acuerdo para hacer lo mismo por motivos totalmente distintos. Era un sumatorio sobre topologías contradictorias que hacía palidecer a los cálculos del preespacio; sin política, filosofía ni religión impuestas, sin la adoración idiota de banderas o símbolos..., pero el orden prevalecía a pesar de todo.
Todavía no tenía claro si era milagroso o completamente obvio. El orden surgía y sobrevivía por todos lados porque había bastantes personas que lo deseaban. Cualquier democracia era una especie de anarquía pasada a cámara lenta: con tiempo suficiente, era posible cambiar cualquier estatuto o constitución con el tiempo y quebrantar cualquier acuerdo social escrito o verbal. En última instancia, las redes de seguridad eran la inercia, la apatía y la ofuscación. En Anarkia tenían la valentía, probablemente fruto de la locura, de «deshacer» todo el nudo político y reducirlo a su forma más sencilla para mirar las estructuras sin adornos del poder y la responsabilidad, de la tolerancia y el consenso.
—Me salvaste de ahogarme —dije—. ¿Cómo podría agradecértelo?
—Procura nadar mejor. —Vunibobo me miraba calibrando mi seriedad—. Ayúdanos a todos a mantenernos a flote.
—Lo intentaré si alguna vez tengo la oportunidad.
—Nos encaminamos directamente hacia una tormenta —me recordó con una sonrisa ante la evasiva de medio promesa—. Creo que tendrás tu oportunidad.
Como mínimo, esperaba encontrar las calles del centro de la isla desiertas, pero aparentemente no había cambiado nada. No había muestras de pánico, colas para acaparar provisiones ni tiendas acordonadas. Sin embargo, cuando pasamos por el hotel vi que había desaparecido el carnaval de Renacimiento Místico; yo no era el único turista que sentía un deseo repentino de volverse invisible. En el barco había oído que hirieron a una fem cuando ocuparon el aeropuerto, pero la mayor parte del personal se había limitado a marcharse. Munroe me habló de una milicia de la isla y, sin duda, sobrepasaba en número a los atacantes, pero no sabía cómo serían su equipo, su entrenamiento ni su disciplina. Por el momento, los mercenarios parecían satisfechos con encerrarse en el aeropuerto, pero si el objetivo no era tomar el poder sino traer la «anarquía» a la isla, tenía la inquietante sospecha de que muy pronto presenciaríamos algo mucho menos agradable que la ocupación de puntos estratégicos sin derramamiento de sangre.
El ambiente del hospital era de calma. Vunibobo me ayudó a llevar al edificio a Kuwale, que sonreía somnolienta e intentaba arrastrarse, pero tuvimos que sujetarle entre los dos para que no se cayera de bruces. Prasad Jwala había enviado la imagen del escáner de la herida de bala y tenían un quirófano preparado. Le miré mientras se le llevaban en la camilla e intenté convencerme de que no sentía nada más que la misma ansiedad que habría sentido por cualquier otra persona. Vunibobo se despidió.
Después de esperar mi turno para que me curaran, me pusieron anestesia local y me dieron puntos. Me las había apañado para matar el injerto transgénico que habría acelerado la curación y sellado la herida, pero la doctora que me trató envolvió la herida con un esponjoso polímero bactericida de carbohidratos, que se iría degradando poco a poco ante la presencia de factores de crecimiento en las secreciones del tejido circundante. Me preguntó cómo me había hecho el agujero. Le dije la verdad y pareció muy aliviada.
—Empezaba a pensar que algo te había comido desde dentro para abrirse paso al exterior. —Me levanté con cuidado; tenía la zona dormida, pero notaba la ausencia de piel y tirones musculares por todo el cuerpo—. Intenta evitar los movimientos abdominales bruscos y la risa fuerte —añadió.
Me encontré con De Groot y Mosala en la sala de espera del laboratorio de visualización. Mosala parecía cansada y nerviosa, pero me saludó con amabilidad y me dio la mano mientras me cogía del hombro.
—Andrew, ¿estás bien?
Después de todo lo ocurrido, había decidido tutearme; me pareció una buena idea.
—Sí, pero me temo que el documental tendrá una laguna.
—Están haciéndole un escáner a Henry —dijo logrando componer una sonrisa—. Todavía no han terminado de procesar mis datos; les llevará algún tiempo. Buscan proteínas extrañas, pero no saben si la resolución les permitirá encontrarlas. La máquina es de segunda mano, de hace veinte años. —Cruzó los brazos e intentó reírse—. Ya lo ves. Si decido quedarme aquí, será mejor que me acostumbre a lo que hay.
—No he podido encontrar a nadie que haya visto a Helen Wu desde anoche —dijo De Groot—. Los de seguridad han entrado en su habitación y está vacía.
—¿Por qué se mezclaría con los antropocosmólogos? —Mosala todavía parecía impresionada por la noticia de la implicación de Wu—. Es una teórica brillante por derecho propio, ¡no una parásita de la pseudociencia! Entiendo que algunas personas puedan pensar que hay algo místico en trabajar en las TOE cuando se dan cuenta de que no entienden los detalles, ¡pero Helen comprende mi trabajo casi mejor que yo! —Pensé que no era el momento de decirle que eso formaba parte del problema—. En cuanto a esos otros matones que crees que asesinaron a Yasuko... He convocado una rueda de prensa para esta tarde en la que explicaré los problemas de la medida que eligió Henry Buzzo y lo que significa para su TOE. Eso les dará algo que pensar a esas mentes mezquinas. —Su voz casi sonaba tranquila, pero tenía los brazos cruzados y se sujetaba las muñecas con las manos para disimular que le temblaban de ira—. Y cuando anuncie mi TOE el viernes por la mañana, ya se pueden despedir de su «trascendencia».
—¿El viernes por la mañana?
—Los algoritmos de Serge Bischoff están haciendo maravillas. Los cálculos estarán listos mañana por la noche.
—Si te han infectado con un arma biológica y te pones demasiado enferma para trabajar —dije con delicadeza—, ¿hay alguien que pueda interpretar los resultados y darle forma a todo?
—¿Qué quieres que haga? —Mosala retrocedió sorprendida—. ¿Nombrar a un sucesor para que sea el próximo objetivo?
—¡No! Pero si tu TOE se completa y se divulga, los moderados tendrán que admitir que estaban equivocados y puede que te proporcionen el antídoto. No te pido que hagas público ningún nombre, pero si puedes arreglar las cosas para que alguien dé los toques finales...
—No tengo nada que demostrar a esa gente —dijo con frialdad—. Y no voy a poner en peligro la vida de nadie más por intentarlo.
La agenda de De Groot sonó antes de que pudiera defender mi postura. Joe Kepa, el encargado de seguridad del congreso, había visto la copia que le había mandado De Groot de nuestra conversación del barco y quería hablar conmigo. Personalmente. De inmediato.
Kepa me acribilló a preguntas en una pequeña sala de reuniones del último piso del hotel durante casi tres horas. Quiso enterarse de todo desde el momento en el que le pedí a SeeNet que me diera el documental. Ya había visto los informes de algunos granjeros sobre lo ocurrido en el barco de los CA (los habían mandado directamente a las redes locales de noticias) y también los análisis del cólera, pero todavía estaba enfadado y desconfiaba; me dio la impresión de que quería desmenuzar mi historia en pedacitos. Me molestó su trato hostil, pero no podía reprochárselo. Hasta la captura del aeropuerto, su problema más grave había sido el de unos músicos callejeros vestidos de payaso, pero en aquel momento podía ser ya cualquier cosa, incluso un despliegue militar completo alrededor del hotel. Mis explicaciones sobre teóricos de la información cargados de armas biotecnológicas cuyo objetivo era matar a los físicos de más renombre del congreso debía de sonarle como una broma de mal gusto o la prueba de que era el elegido para recibir un castigo divino.
Sin embargo, cuando me dijo que se había terminado la entrevista, creo que había conseguido convencerlo: Kepa estaba más enfadado que nunca.
Mi declaración se grabó conforme a las normas jurídicas internacionales. Todos los fotogramas tenían inscrito un código de tiempo verificado y se envió una copia cifrada a la Interpol. Antes de que firmara el archivo de forma electrónica, me ofrecieron comprobarlo para asegurarme de que no estaba manipulado. Repasé varios puntos al azar; no pensaba ver las tres horas enteras.
Me fui a mi habitación y me di una ducha. Me tapaba de manera instintiva la herida recién vendada, aunque sabía que no era necesario mantenerla seca. El lujo del agua caliente y la solidez de la decoración sencilla y elegante me parecían irreales. Veinticuatro horas antes tenía intención de hacer lo posible para ayudar a Mosala a acabar con el bloqueo, cambiar el documental y centrarlo en la noticia de su emigración. Pero para entonces ¿qué podía hacer por la
technolibération
? ¿Comprar una cámara externa y documentar su muerte sin sentido con el hundimiento de Anarkia como telón de fondo? ¿Era eso lo que quería? ¿Recuperar mis ilusiones de objetividad y grabar tranquilamente la suerte que ella pudiera correr?
Me miré al espejo. ¿Qué utilidad podía tener para nadie?
El cuarto de baño tenía un teléfono en la pared y llamé al hospital. No se habían presentado complicaciones en la operación, pero Akili seguía bajo los efectos de la anestesia. Decidí que le visitaría de todas formas.
Atravesaba el vestíbulo del hotel cuando la gente salió de las sesiones de la mañana. El congreso avanzaba de acuerdo al programa, pero las pantallas anunciaban un acto de homenaje a Yasuko Nishide que tendría lugar más tarde y los participantes estaban claramente nerviosos y preocupados. Hablaban en voz baja en grupos pequeños o miraban alrededor furtivamente como si esperaran oír alguna información vital sobre la ocupación, independientemente de que fuera fiable.
Distinguí un grupo de periodistas a los que conocía de vista y me dejaron unirme a ellos mientras intercambiaban rumores. Parecía que todos estaban de acuerdo en que la armada estadounidense (o neozelandesa o japonesa) evacuaría a los extranjeros en cuestión de días, aunque nadie tenía pruebas de tal afirmación.
—Aquí hay tres estadounidenses ganadores del premio Nobel —dijo confidencialmente David Connolly, el fotógrafo de Janet Walsh—. ¿Creéis que van a dejarlos en la estacada mientras se hunde Anarkia?
También se mostraban de acuerdo en que el aeropuerto había sido ocupado por «anarquistas rivales», los notorios «refugiados» que no acataban la ley estadounidense sobre el armamento. No mencionaron ni una vez los intereses de las empresas de biotecnología; aunque todos los habitantes de la isla conocían el plan de Mosala de emigrar, nadie de aquel grupo se había molestado en hablar con los lugareños el tiempo suficiente para poder enterarse.
Estas personas serían las que informarían de todo lo que sucediera en Anarkia al resto del mundo y ninguna tenía ni la más remota idea de qué estaba pasando en realidad.
De camino al hospital encontré una tienda de electrónica. Me compré una agenda nueva y una cámara para llevar al hombro. Introduje mi código personal en la agenda, que cargó la última copia de seguridad vía satélite de la vieja y empezó a ponerse al día. La pantalla fue un borrón de actividad durante varios segundos.
—Se han producido más de tres mil casos de Angustia —anunció
Sísifo
.
—No me interesa eso. —¿Tres mil? Se habían multiplicado por seis en quince días—. Muéstrame un mapa de las incidencias.
Parecía más el desarrollo de un cáncer espontáneo que el de cualquier tipo de enfermedad infecciosa. Se extendía de forma aleatoria por todo el planeta, independiente de cualquier factor social o medioambiental, y se concentraba sólo en función de la densidad de población.
¿Cómo podían incrementarse tan rápidamente las cifras sin ningún estallido localizado? Había oído que los modelos que se basaban en la transmisión por el aire, el contacto sexual, el suministro de agua y los parásitos no encajaban con esta epidemia.
—¿Alguna otra noticia sobre el tema?
—No es oficial, pero hay una grabación guardada en la biblioteca de SeeNet de John Reynolds, un compañero tuyo, que incluye los primeros informes sobre declaraciones coherentes de las víctimas.
—¿Hay personas que se recuperan?
—No, pero algunas muestran un cambio intermitente en la patología.
—¿Un cambio o una reducción?
—El discurso es coherente, pero el contexto del asunto sobre el que hablan no es el adecuado.