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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (39 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—No, pero su TOE puede sobrevivir a su propia formulación. Puede convertirla en la Piedra Angular, concederle un pasado perfecto y crear veinte mil millones de años de cosmología. Pero en cuanto se haya enunciado de manera explícita, la TOE se descompondrá en matemáticas y lógica puras. —Unió las manos con los dedos entrelazados y las separó lentamente—. No se puede mantener un universo unido con un sistema que explica con todo detalle su propia falta de contenido físico. Ya no habría más fricción. Ya no habrá más fuego en las ecuaciones.

Detrás de él, el tapiz se deshacía; todos los diseños elaborados y deslumbrantes se desintegraban. No los devoraba la entropía ni se detenían y retrocedían como el vuelo de las galaxias. El proceso, sencilla pero implacablemente, los iba empujando hacia una conclusión implícita en su propio comienzo. Todos los posibles cambios de significado habían sido extraídos del «nudo» Aleph, salvo el último. No era un nudo en absoluto, sino una simple lazada que no llevaba a ningún lado. Los colores de mil hebras explicativas distintas sólo habían codificado la carencia de conocimiento de sus conexiones ocultas. Y el universo, que había potenciado su existencia tejiendo esas explicaciones en un millón de jerarquías enmarañadas de complejidad creciente, se estaba destejiendo al final en una afirmación desnuda de su tautología.

Un círculo liso y blanco giró en la oscuridad durante un segundo y a continuación se apagó la pantalla.

La demostración había concluido. Empezaron a desatarme de la silla.

—Hay algo que debo comunicaros —dije—, se lo he ocultado a SeeNet, a Conroy y a Kuwale. Sarah Knight no lo descubrió. No lo sabe nadie más excepto Mosala y yo, pero es necesario que os lo diga.

—Te escuchamos —dijo Veinte. Estaba al lado de la pantalla apagada y me miraba pacientemente; era el modelo perfecto de atención cortés.

Ésta era la última oportunidad de hacerlos cambiar de opinión. Me esforcé por intentar ponerme en su lugar. ¿Cambiarían sus planes al saber que Buzzo estaba equivocado? Probablemente no. Mosala era igual de peligrosa aunque no hubiera otros candidatos para ocupar su puesto. Si Nishide moría, podrían seguir adelante con su legado intelectual y se limitarían a proteger a sus sucesores y asesinar a los de Mosala.

—Violet Mosala completó su TOE en Ciudad del Cabo —dije—. Los cálculos que hace ahora son sólo comprobaciones; hace meses que acabó su verdadera obra. Así que ya se ha convertido en la Piedra Angular y no ha pasado nada; el cielo no se ha caído y todavía estamos aquí. —Intenté reírme—. El experimento que pensáis que es demasiado peligroso para llevarse a cabo se ha realizado ya y hemos sobrevivido.

Veinte seguía mirándome sin cambiar de expresión. Me invadió una oleada de vergüenza. De pronto, me notaba todos los músculos de la cara, el ángulo de la cabeza, la posición de los hombros y la dirección en que miraba. Me sentía un montón de arcilla con forma apenas humana que necesitaba que lo moldearan, minuciosamente, en algo que se pareciera de manera convincente a un ser humano que decía la verdad.

Y sabía que todos los huesos, los poros y las células de mi cuerpo traicionaban el esfuerzo que estaba haciendo para fingirlo.

Regla número uno: nunca permitas que haya ninguna regla.

Veinte hizo un gesto a Tres y éste me desató de la silla. Me llevaron de vuelta a la bodega, me bajaron con el torno y me ataron otra vez a Kuwale.

Mientras los otros subían por la escala de cuerda, Tres se volvió y se agachó a mi lado.

—No te culpo por intentarlo, tío —me susurró como un buen amigo que da un consejo desagradable pero necesario—, pero ¿no te ha dicho nadie que eres el peor mentiroso del mundo?

23

—No creas que tenías ninguna oportunidad —dijo Kuwale cuando terminé de relatarle mi conversación con los asesinos y su presentación para los medios de comunicación—, nadie habría podido convencerlos con palabras.

—¿No?

No lo creía; ellos se habían convencido, sistemáticamente, por medio de palabras. Tenía que haber una forma de deshacer aquella supuesta lógica, que ellos veían clara como el agua, y de obligarlos a enfrentarse a lo absurdo que era todo.

Pero no la había encontrado. No había logrado meterme en su cabeza.

Comprobé la hora con
Testigo
; pronto amanecería. No podía parar de temblar; el limo resbaladizo de las algas que recubrían el suelo me parecía más húmedo que nunca, y el polímero duro de debajo se había enfriado tanto como el acero.

—Mosala estará protegida. —Kuwale estaba abatida cuando le dejé, pero en mi ausencia parecía haber recobrado un optimismo desafiante—. Mandé una copia del genoma de tu cólera mutante a los de seguridad del congreso, así que sabrán el riesgo que corre aunque ella no quiera reconocerlo. Y hay muchos otros CA de la corriente principal en Anarkia.

—Pero nadie de la isla sabe que Wu está involucrada, ¿verdad? Y, de todas formas, podría haber infectado a Mosala con un arma biológica hace días. ¿Crees que lo habrían confesado todo ante la cámara si el asesinato no fuera un hecho consumado? Quieren asegurarse de que les reconocen el mérito; tienen que entrar en escena pronto y evitar la confusión, antes de que todos, desde el FDCPA hasta InGenIo, estén bajo sospecha. Pero seguro que es lo último que harían, antes de confirmar su muerte y huir de Anarkia.

¿Significaba eso que lo que había dicho en cubierta no servía para nada? No lo creía. Puede que también hubieran diseñado un antídoto, una bala mágica de reserva.

Kuwale se calló. Presté atención por si oía voces o pasos distantes, pero no distinguía nada aparte del crujido del casco y la estática de mil olas.

Menuda visión grandiosa de renacer superando la adversidad como un valiente defensor de la
technolibération
. Sólo había logrado darme de bruces con un juego sanguinario entre creadores de dioses lunáticos y que me devolvieran a mi lugar en la vida: emisario de los mensajes ajenos.

—¿Crees que nos vigilan desde cubierta en este momento? —dijo Kuwale.

—¿Quién sabe? —Miré alrededor de la bodega oscura; ni siquiera sabía con seguridad si la tenue luz gris que debía de ser el mamparo de enfrente era real o sólo una imagen estática de la retina combinada con la imaginación—. ¿Qué pueden temer que hagamos? —añadí riéndome—. ¿Dar un salto de seis metros, hacer un agujero en la escotilla y nadar seiscientos kilómetros unidos como hermanos siameses?

Noté un tirón brusco de la cuerda que me ataba las manos. Me irrité y estuve a punto de protestar en voz alta, pero me contuve a tiempo. Parecía que Kuwale había aprovechado la hora en la que no había tenido las muñecas atrapadas entre nuestras espaldas. ¿Habría soltado algo de cuerda de sus ataduras y la habría ocultado entre las manos, aprovechando para separarlas un poco cuando nos volvieron a atar juntos? Cualquiera que fuese la imitación de Houdini que hubiera hecho, después de unos minutos de manipulación meticulosa, la cuerda se aflojó. Kuwale sacó los brazos del confinado espacio que había entre los dos y los estiró.

No pude evitar sentir un torrente de euforia pura y tonta, aunque esperara el incipiente sonido de pasos en cubierta. Con cámaras de infrarrojos controladas por un programa que grabara ininterrumpidamente, habrían descubierto esta transgresión sin problemas.

El silencio se prolongó. Debían de haber tomado la decisión de capturarnos sobre la marcha, cuando interceptaron el mensaje que le envié a Kuwale. Si lo hubieran planeado con antelación, por lo menos habrían llevado esposas. Quizá el equipo de vigilancia que pudieron improvisar era de tecnología tan obsoleta como las cuerdas y las redes.

Kuwale se estremeció de alivio y volvió a dedicarse a deshacer nudos. Le envidiaba: yo tenía los hombros anquilosados y doloridos.

La cuerda de polímero era resbaladiza, estaba anudada firmemente y Kuwale llevaba las uñas muy cortas (acabaron en mi carne muchas veces). Cuando por fin tuve las manos libres fue un anticlímax; el sentimiento de júbilo se había desvanecido tiempo atrás y sabía que no teníamos ninguna posibilidad de escapar, aunque aquello fuera mejor que estar sentado en la oscuridad mientras esperaba el honor de anunciar al mundo la muerte de Mosala.

La red de plástico inteligente se adhería de manera selectiva a su superficie opuesta, probablemente para facilitar las reparaciones, y la unión era tan fuerte como el propio material. Cuando teníamos los brazos atados a la espalda no quedaba ningún resquicio, pero ahora que teníamos las manos libres había una holgura de cuatro o cinco centímetros. Nos pusimos en pie con dificultad, ya que los zapatos resbalaban en el limo de algas. Dejé escapar el aire de los pulmones y metí el estómago, agradecido por mi reciente ayuno.

Los primeros intentos fallaron. A oscuras, estuvimos colocándonos en diversas posturas tortuosas durante diez o quince minutos, hasta que encontramos una erguida que reducía al mínimo todo nuestro contorno. Parecía una prueba ardua e inane destinada a los participantes de un concurso televisivo del infierno. Cuando la red tocó el suelo, yo había perdido la sensibilidad en las pantorrillas; di unos cuantos pasos por la bodega y estuve a punto de caerme. Oía el ruido débil que hacen las uñas al rozar el plástico; Kuwale estaba soltando la cuerda que tenía en los pies. Nadie se había molestado en atarme las piernas al volver, así que anduve unos cuantos metros en la oscuridad para relajar los músculos y disfrutar al máximo de la ilusión visceral de libertad mientras durara.

Volví adonde estaba Kuwale sentada y me incliné hasta la altura de sus ojos. Me puso un dedo en los labios y yo asentí. Hasta el momento parecía que habíamos tenido suerte y no había cámara de infrarrojos, pero podía haber micrófonos y no sabíamos lo inteligente que era el programa de escucha.

Kuwale se levantó, se volvió y desapareció. Su camiseta se había apagado por la carencia de luz solar durante tanto tiempo. Oía, de vez en cuando, el crujir de las suelas húmedas de sus zapatos; parecía que estaba circunvalando lentamente la bodega. No tenía ni idea de qué buscaba. ¿Una brecha improbable en el casco? Me quedé de pie y esperé. La tenue franja de luz del suelo era otra vez visible, pero muy débil. Amanecía y la luz del día sólo podía representar más personas despiertas en cubierta.

Oí acercarse a Kuwale; me tocó el brazo y me cogió del codo. Le seguí a un rincón. Puso mi mano sobre el mamparo a un metro de altura. Había encontrado una especie de panel de control tapado por una cubierta protectora, una portezuela incrustada que se abría con un resorte. No la había visto cuando nos bajaron porque los mamparos estaban llenos de manchas y salpicaduras; eran un camuflaje muy eficaz.

Exploré el panel con la punta de los dedos. Había un enchufe para corriente continua de bajo voltaje y dos bocas de metal de rosca de un par de centímetros de anchura, con llaves de paso. No sabía qué verterían o bombearían ni me parecían de mucha utilidad, a menos que Kuwale hubiera pensado en inundar la bodega para que saliéramos de allí flotando.

Casi se me escapó. En la parte derecha del panel había una abertura circular poco profunda, de unos cinco o seis milímetros de anchura.

Un puerto de conexión óptico.

¿Conectado a qué? ¿Al ordenador principal de a bordo? Si la embarcación se destinaba originalmente al transporte de mercancías, quizá un miembro de la tripulación con un terminal portátil podía introducir los datos del inventario desde allí. En un barco de pesca alquilado por antropocosmólogos, no albergaba grandes esperanzas de que estuviera configurado para hacer nada.

Me desabroché la camisa mientras invocaba a
Testigo
. El programa tenía una tosca opción de terminal virtual que me dejaría ver todos los datos que llegaran y dar instrucciones moviendo los dedos como si manejara un teclado. Me quité el sello del puerto de interfaz del ombligo, me mantuve pegado al mamparo e intenté alinear las dos conexiones. Era incómodo, pero después de ingeniármelas para escapar de la red de pesca no suponía un gran reto.

Todo lo que pude conseguir fue una oleada breve de texto sin sentido y un mensaje de error del programa. Recibía una señal de respuesta, pero no podía reconocer los datos. Ambos puertos eran enchufes diseñados para conectarse por medio de un cable umbilical. Las pestañas protectoras los mantenían demasiado alejados; los fotodetectores quedaban un milímetro más allá del plano focal de sus respectivas señales láser.

Me aparté e intenté no expresar mi frustración en voz alta. Kuwale me tocó el brazo preguntando por el resultado. Me llevé su mano a la cara, hice un gesto de negación y luego llevé su dedo hasta mi ombligo artificial. Me dio una palmada en el hombro: «Lo entiendo; al menos lo hemos intentado».

Me desplomé contra el mamparo al lado del panel. Se me ocurrió que si ocultaba la confesión de CA culparían a InGenIo. Si Helen Wu y sus amigos ocultos se declaraban culpables después de los hechos, lo más probable era que los calificaran de lunáticos. Nadie había oído hablar de la Cosmología Antropológica y Mosala convertida en mártir podría romper el bloqueo.

Ya me imaginaba repitiéndome a mí mismo aquel razonamiento una y otra vez para consolarme: «Ha pasado lo que ella quería».

Me quité el cinturón y me clavé el pincho de la hebilla en la carne que rodeaba el ombligo. Alrededor del acero quirúrgico había una capa fina de tejido conjuntivo artificial que sellaba la herida permanente y la protegía contra las infecciones. Me dio dentera el sonido del colágeno cuando lo arranqué, pero no tenía terminaciones nerviosas que me informaran de los daños. A un par de centímetros de la superficie, di con la pestaña de metal que sujetaba el puerto en su sitio. Aparté la carne del tubo y conseguí introducir el pincho por el borde de la pestaña.

Parecía un apaño de cirugía casera; sólo tenía que aumentar el agujero de la pared abdominal unos siete u ocho milímetros. Mi cuerpo no estaba de acuerdo. Insistí, profundicé alrededor de la parte interior de la pestaña e intenté soltarla, mientras brotaban de la zona, por turnos, oleadas contradictorias de mensajes químicos de rechazo absoluto y consuelo analgésico. Kuwale se acercó y me ayudó a sujetar la abertura. Mientras sus dedos cálidos rozaban las cicatrices que me hice delante de Gina me encontré con que tenía una erección. Era una reacción incorrecta por tantos motivos que estuve a punto de estallar en carcajadas. El sudor se me metía en los ojos y la sangre me corría hacia la ingle mientras mi cuerpo evidenciaba ciegamente mi deseo. Lo cierto era que si Kuwale hubiera estado dispuesta, me habría encantado tumbarme en el suelo para hacer el amor con éil de todas las maneras posibles, sólo para sentir más piel suya sobre la mía y pensar que habíamos conectado de alguna forma.

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