Authors: Greg Egan
¿El FDCPA? ¿Las sectas de la ignorancia? No lo creía.
¿Otros
technolibérateurs
que habían decidido que la idea original de Mosala funcionaría mejor con una mártir galardonada con el premio Nobel, sin saber que iban a enfrentarse a otro grupo que compartía sus objetivos pero que no sólo era reacio a tratar a las personas como algo prescindible, sino que había elevado a la celebridad víctima del sacrificio a la categoría de creadora del universo?
Había cierta ironía en todo aquello: aquella facción fría y pragmática de la
technolibération
, partidaria de la
Realpolitik
, parecía ser infinitamente más fanática que los cuasirreligiosos Cosmólogos Antropológicos.
Una ironía o un malentendido.
La respuesta de Kuwale llegó cuando estaba en la ducha, restregándome la piel muerta y el olor acre que no me había podido quitar en el baño del hospital.
—Los datos que insistes en conocer no se pueden desbloquear en el lugar que has especificado. Nos encontraremos en estas coordenadas.
Miré un mapa de la isla. No valía la pena discutir.
Me vestí y salí hacia los arrecifes del norte.
La forma más fácil de ir adonde no llegaban las líneas del tranvía consistía en subirse a uno de los camiones de ruedas grandes y ligeras que se utilizaban para transportar los alimentos tierra adentro. Los camiones eran automáticos; seguían unas rutas predeterminadas y la gente los consideraba un transporte público, aunque en la práctica, los granjeros del mar controlaban los horarios por los retrasos que imponían cuando los cargaban y descargaban. La superficie de cada camión estaba dividida por varias barreras bajas que delimitaban espacios en los que se ponían las cajas y que servían también de bancos para los pasajeros.
No vi a Kuwale; quizá había elegido otra ruta o había salido hacia el lugar de encuentro con antelación. Me senté junto con otras veinte personas, más o menos, en el camión que salía en dirección norte desde la parada del tranvía. Contuve las ganas de preguntarle a la fem de mi lado qué pasaría si uno de los granjeros se empeñaba en cargar tantos cajones que no quedara sitio en el camión para que volviéramos, o qué les impedía a los viajeros robar la comida. La armonía de Anarkia seguía pareciéndome inestable, pero cada vez era más reacio a expresar en voz alta preguntas que se resumían en: ¿Por qué no enloquecéis y hacéis que vuestras vidas se vuelvan insoportables?
No pensé ni durante un momento que el resto del planeta pudiera funcionar así, ni que alguien de Anarkia lo pretendiera, pero empezaba a entender el optimismo cauto de Munroe. Si viviera aquí, ¿intentaría destrozar el lugar? No. ¿Haría algo que pudiera desencadenar revueltas y masacres para conseguir unas ganancias a corto plazo? Esperaba que no. Así pues, ¿qué vanidad absurda me daba derecho a pensar que era mucho más razonable o inteligente que los residentes de la isla? Si podía darme cuenta del difícil equilibrio de su sociedad, ellos también se daban cuenta, y actuaban en consecuencia. Era un equilibrio activo pendiente de un hilo: la supervivencia por medio del conocimiento de uno mismo.
Una lona impermeabilizada cubría la superficie del camión, pero los lados estaban abiertos. A medida que nos acercábamos a la costa, el terreno iba cambiando y se veían formaciones coralinas parcialmente compactadas, húmedas y granulares, que refulgían al sol como ríos cubiertos de nieve en polvo color gris y plata. Probablemente, la entropía hacía que los bancos de roca de arrecife firmes se disolvieran en este fango y se perdieran, pero favorecía aún más el flujo de energía solar hasta las bacterias litofílicas que infestaban los restos del coral y unían el agregado de piedra caliza a la matriz de polímero mineral, más densa, que lo rodeaba. Los caminos biológicos fríos y efectivos catalizados por enzimas que se acoplaban a la perfección, como moldes de inyección a escala molecular, siempre se habían burlado de la química industrial de alta temperatura y presión de los siglos XIX y XX. Allí se burlaban hasta de la geología. La cinta transportadora de subducción, que llevaba los sedimentos oceánicos a las profundidades de la tierra para que se pulverizaran y metamorfosearan a lo largo de eones, era tan obsoleta en Anarkia como el proceso de Bessemer para el acero o el de Haber para el amoniaco.
El camión se desplazaba entre dos amplios ríos de coral aplastado. Otros se ensanchaban y unían en la distancia; los segmentos de la roca de arrecife que había entre ellos se estrechaban y desvanecían, hasta que el terreno que nos rodeaba se convirtió en una especie de fango. El coral, digerido en parte, era cada vez más grueso, y la superficie de los canales más irregular. Empezaron a aparecer charcos brillantes. Vi vetas de color que destacaban entre la piedra calcárea blanquecina; no eran los trazos de minerales apagados de la mampostería de la ciudad, sino rojos, naranjas, verdes y azules brillantes y vistosos. El camión ya apestaba a mar cuando nos subimos, pero entonces, la brisa que había disipado el olor hasta aquel momento empezó a hacerlo más intenso.
El paisaje se transformó en pocos minutos. Vastos bancos de coral vivo, cubiertos de agua, rodeaban los caminos estrechos y serpenteantes. La policromía del arrecife era deslumbrante. Los simbiontes de las algas que vivían en las diversas especies de pólipos coralinos tenían un arco iris de pigmentos fotosintéticos. Incluso desde lejos distinguía muchas variaciones en la morfología de los esqueletos mineralizados de cada colonia: agregados de guijarros, montones de ramificaciones tubulares gruesas y construcciones delicadas con aspecto de helecho. Sin duda era una aplicación práctica de la diversidad en aras de la solidez ecológica, pero también una exhibición deliberada y opulenta de virtuosismo biogenético.
El camión se detuvo y bajaron todos menos las dos personas que habían descargado las cajas en un tranvía de mercancías de la parada. Dudé un momento y seguí al resto de la gente; aunque yo iba un poco más adelante, no quería llamar la atención.
El camión siguió su camino. Casi todos los pasajeros llevaban gafas, tubos y aletas de buceo; no sabía si eran turistas o isleños, pero todos se encaminaron directamente hacia el arrecife. Paseé con ellos y me quedé un rato mirando cómo avanzaban con cautela hacia aguas más profundas por el coral que sobresalía. Di la vuelta y me dirigí al norte por la línea de costa, alejándome de los buceadores.
Vi por primera vez el océano abierto, a cientos de metros por delante. Había unas cuantas barcas amarradas en el puerto que estaba en una de las bahías que formaban los seis brazos de la estrella de mar gigante. Recordé la vista desde el aire; me había parecido frágil y exótica. ¿Sobre qué estaba? ¿Una isla artificial? ¿Una máquina oceánica? ¿Un monstruo marino biotecnológico? Las distinciones perdieron todo significado.
Alcancé el camión al llegar al puerto; los dos trabajadores que lo cargaban me miraron con curiosidad, pero no me preguntaron qué hacía allí. Mi inactividad me hacía sentir como un intruso; todos los que veía cargaban cajas o clasificaban marisco. Había maquinaria, pero no era de tecnología avanzada: toros de carga eléctricos, pero ninguna grúa gigante ni amplias cintas transportadoras que alimentaran las instalaciones de procesamiento. Probablemente, la roca de arrecife era demasiado blanda para aguantar algo tan pesado. Podrían haber construido una plataforma flotante fuera del puerto que soportara el peso de la grúa, pero parecía que nadie creía que la inversión valiera la pena, o quizá a los granjeros, simplemente, les gustaba más así.
Seguía sin haber rastro de Kuwale. Me aparté del muelle de carga y me acerqué a la orilla. Desde la roca se emitían señales bioquímicas que mantenían el puerto libre de coral, y el plancton transportaba sedimentos a los lugares de los arrecifes donde fueran necesarios. El agua no parecía tener fondo y era de un verde azulado intenso. Entre la espuma del suave oleaje me pareció distinguir una efervescencia antinatural; subían burbujas por todas partes. El gas de la roca presurizada que había visto salir de la parte inferior de Anarkia escapaba a la superficie por aquí.
En el puerto, los granjeros estaban izando lo que parecía una red de pesca llena; los tentáculos gelatinosos que abrazaban el botín resplandecían al sol. Uno de los granjeros se estiró y tocó la parte superior de la «red» con algo que estaba en la punta de una pértiga larga y el contenido se derramó bruscamente por el muelle y dejó los tentáculos flácidos y temblorosos. En cuanto cayeron los últimos restos, la criatura translúcida se hizo casi invisible. Tuve que forzar la vista para seguirla cuando la bajaron de nuevo al océano.
—¿Sabes cuánto le pagan a Ocean Logic por una cosechadora como ésa los que siguen las normas? —dijo Kuwale a mis espaldas—. Cogieron todos los genes, directamente de especies existentes, y lo único que hizo la empresa fue patentarlos y reorganizarlos.
—Ahórrate la propaganda —dije mientras me volvía hacia éil—. Me pondré de tu parte si me das las respuestas correctas. —Kuwale parecía preocupada, pero no dijo nada—. ¿Qué tengo que hacer para que confíes en mí como confiabas en Sarah Knight? —continué, abriendo los brazos en un gesto de frustración—. ¿Tengo que morir por la causa?
—Lamento que te infectaran. La variedad natural ya es bastante mala; lo sé porque la he sufrido.
Llevaba la misma camiseta que cuando le vi en el aeropuerto, con puntos de luz que parpadeaban de forma aleatoria. De pronto, me sorprendió lo involucrado que estaba para lo joven que era: un poco más que la mitad de mi edad.
—No fue culpa tuya —dije un poco molesto—. Y te agradezco lo que hiciste, aunque salvarme la vida no fuera el objetivo. —Kuwale parecía bastante incomodada, como si le acabara de dedicar un cumplido inmerecido—. No fue culpa tuya, ¿verdad? —insistí un poco inseguro.
—Directamente no.
—¿Qué significa eso? ¿Era tuya el arma?
—¡No! —dijo con amargura después de apartar la mirada—. Pero aún me siento, en parte, responsable de todo lo que hagan.
—¿Por qué? ¿Porque no trabajan para las empresas de biotecnología? ¿Porque son
technolibérateurs
como tú? —Apartó la mirada y sentí una sensación de triunfo; por fin había acertado en algo.
—Por supuesto que son
technolibérateurs
—contestó Kuwale impaciente, como diciendo: «¿no lo es todo el mundo?»—. Pero ése no es el motivo por el que intentan matar a Mosala.
Se nos acercaba un masc con una caja al hombro; cuando lo miré, unas líneas rojas cruzaron mi campo de visión. Tenía la cara vuelta hacia otro lado y un sombrero de ala ancha casi le tapaba el resto, pero
Testigo
, que reconstruía las partes que faltaban por simetría y reglas de extrapolación anatómicas, había visto lo suficiente para estar seguro.
Guardé silencio.
—¿Quién era? —preguntó Kuwale en tono apremiante cuando el masc ya no nos podía oír.
—¿Me lo preguntas a mí? No me diste nombres, ¿recuerdas? —Pero consulté el programa—. El número siete, si eso significa algo para ti.
—¿Qué tal nadas?
—Bastante mal, ¿por qué? —Kuwale se volvió y se sumergió en el agua del puerto; me incliné y esperé—. ¿Qué haces, loca? —añadí cuando emergió—. Ya se ha ido.
—No me sigas aún.
—No tengo ninguna intención de...
—Espera hasta que sepamos quién de los dos se encuentra mejor —dijo nadando hacia mí. Sacó la mano derecha, me agaché para cogerla y empecé a izarle. Se negó con un gesto impaciente—. Déjame en el agua a menos que empiece a flaquear —añadió mientras flotaba en posición vertical—. La inmersión inmediata es la mejor manera de librarse de algunos tipos de toxinas dérmicas, aunque con otros es lo peor que se puede hacer: hace que las puntas de lanza hidrófobas se adentren en la piel mucho más deprisa. —Se sumergió por completo, me hundió hasta el codo y estuvo a punto de dislocarme el hombro.
—¿Y si es una mezcla de los dos? —dije cuando emergió de nuevo.
—Entonces la habremos cagado.
—Podría ir a pedir ayuda —dije mirando el muelle de carga.
A pesar de la enfermedad que había padecido (provocada, sin duda, por un desconocido que pasó por mi lado con un aerosol), una parte de mí todavía se negaba a creer en las armas invisibles. Quizá pensaba que existía algún principio de doble riesgo que significaba que el mundo molecular ya no podía ejercer ningún poder sobre mí, que no tenía derecho a un segundo intento. Nuestro presunto atacante se alejaba con calma; era imposible sentirse amenazado.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Kuwale, mirándome nerviosa.
—Bien, salvo que me estás rompiendo el brazo. Esto es una locura. —Notaba un cosquilleo en la piel.
—Te estás poniendo azul. —Kuwale soltó un gruñido de «se ha cumplido la peor expectativa»—. Salta.
—¿Para hundirme? —La cara se me adormecía y las extremidades me pesaban—. Creo que no. —Arrastraba las palabras y no me sentía la lengua.
—Te sujetaré.
—No. Sal y pide ayuda.
—No te queda tiempo.
Gritó en dirección a la bahía de carga; el sonido me pareció débil. Puede que yo no oyera bien o que éil hubiera asimilado bastantes toxinas y le hubieran afectado a la voz. Intenté volver la cabeza para ver si respondían. No pude.
Kuwale salió, sin parar de maldecirme por mi obstinación, y me arrastró al agua. Me hundí. Estaba paralizado y atontado; no sabía si todavía me sujetaba. El agua sería transparente si no tuviera burbujas, pero allí era como caer a través de cristal esmerilado. Esperaba con todas mis fuerzas no estar inspirando; no podía saberlo con seguridad.
Las burbujas pasaban por delante de mi cara en corrientes de direcciones contradictorias que me impedían distinguir la vertical. Intenté orientarme por la inclinación de la luz, pero los reflejos eran ambiguos. Sólo oía los latidos fuertes y lentos de mi corazón, como si la toxina bloqueara las vías que deberían haberlo hecho palpitar de forma acelerada. Tenía una extraña sensación de
déjà vu.
Como había perdido el tacto, no me parecía estar más mojado que cuando miraba la imagen del túnel a través de la cámara del buceador. Vivía una experiencia ajena con mi cuerpo.
De pronto, las burbujas se desdibujaron, aceleradas, la turbulencia que me rodeaba se hizo más brillante y, sin previo aviso, asomé la cara al aire y lo único que vi fue el cielo azul.