Authors: Greg Egan
—Claro. Mientras un asesino de InGenIo da vueltas por Anarkia con tu agenda para encontrar las coordenadas geográficas correctas, los otros ahorrarán tiempo abriéndome las entrañas.
—Así me gusta —se rió Kuwale—. Puede que no seas un buen periodista, pero aún podremos hacer de ti un buen mártir revolucionario. Volveremos a la ciudad por rutas distintas. Si vas en esa dirección —dijo mientras señalaba a través de la extensión de roca de arrecife verde y plata brillante bajo la luz del sol matinal—, llegarás a la línea sudoeste del tranvía en veinte minutos.
—De acuerdo. —No tenía ganas de discutir. Sin embargo, cuando se volvió para irme, añadí—: Antes de que desaparezcas, ¿quieres contestar a una última pregunta?
—No hay nada de malo en preguntar —dijo encogiendo los hombros.
—¿Por qué haces esto? Sigo sin entenderlo. Dices que no te importa en realidad si Violet Mosala es la Piedra Angular o no. Pero aunque sea una persona tan excepcional que su muerte suponga una tragedia universal, ¿por qué lo asumes como responsabilidad tuya? Sabe exactamente en qué se mete al emigrar a Anarkia, es adulta, tiene recursos y más peso político del que tú o yo tendremos en la vida. No está desamparada ni es estúpida, y si supiera lo que haces, probablemente te estrangularía con sus propias manos. Así que, ¿por qué no dejas que se cuide sola?
Kuwale dudó y bajó la mirada. Parecía que, al fin, le había tocado una fibra sensible; tenía el aire de alguien que busca las palabras adecuadas para liberarse.
Seguía en silencio, pero esperé pacientemente. Sarah Knight había conseguido toda la historia, ¿verdad? No había ningún motivo por el que yo no pudiera hacer lo mismo.
—Como he dicho, no hay nada de malo en preguntar —contestó con toda tranquilidad, mirándome.
Se volvió y se marchó.
Miré los datos que me había dado Kuwale mientras esperaba el tranvía. Dieciocho caras sin nombre. Las imágenes eran retratos estándar en 3D. Se había eliminado el fondo y homogeneizado la luz, como en los de la policía. Eran doce mascs y seis fems de diversas edades y etnias. Me parecían muchos; Kuwale no había dicho que todos estuvieran en Anarkia, pero ¿cómo había conseguido los retratos de los dieciocho asesinos pagados por las empresas con más probabilidades de que los enviaran a la isla? ¿Qué clase de fuente, filtración o robo de datos podía haberlo informado con tanta exactitud?
En cualquier caso, no tenía la intención de dejar que los CA supieran que había descubierto uno de esos rostros entre la multitud. No se debía al temor a ponerme en peligro si colaboraba con los
technolibérateurs
radicales en su lucha contra los intereses creados, sino a la sospecha persistente de que Kuwale había perdido todo contacto con la realidad y era un admirador de Mosala tan paranoica como me había parecido en un principio o más. Sin modo alguno de confirmar su historia, no podía arriesgarme a desencadenar un castigo incierto sobre un completo desconocido que paseara demasiado cerca de Mosala. Por lo que sabía podía ser un grupo de miembros de una secta de la ignorancia inofensivos a los que habían fotografiado al bajar de un chárter. El hecho de que Mosala no careciera de enemigos potenciales no demostraba que Kuwale supiera quiénes eran ni que me hubiera dicho la verdad.
Incluso la versión de los Cosmólogos Antropológicos que me había largado sonaba demasiado razonable y ecuánime para ser cierta. «La Piedra Angular es sólo una persona más. Sinceramente, nuestra preocupación por Violet Mosala se debe a sus otras virtudes.» ¿Por qué inventarse una secta que eleva a alguien a la categoría de Primera Causa de Todo y tratar ese hecho como una insignificancia? Kuwale había protestado demasiado.
Cuando llegué al hotel, la conferencia sobre los programas de los MTT casi había terminado, así que me senté en el vestíbulo a esperar que saliera Mosala.
Cuanto más lo pensaba, menos me creía lo que me habían dicho Kuwale y Conroy, pero sabía que podía tardar meses en averiguar cuáles eran las intenciones de los antropocosmólogos. Aparte de Indrani Lee, sólo había otra persona que podía conocer las respuestas y estaba harto de estar en la inopia por culpa de un orgullo mal entendido.
Llamé a Sarah. Era pleno día en la costa este de Australia, pero me respondió el mismo contestador que las otras veces.
Le dejé otro mensaje. No conseguí ser sincero y admitir claramente: «Me he aprovechado de mi posición en SeeNet para robarte un proyecto que no me merecía. Estuvo mal y lo siento». En lugar de eso, le ofrecí participar en
Violet Mosala
con el cargo que quisiera y con las condiciones que le parecieran justas para ambos.
Me despedí. Con este intento tardío de arreglar las cosas esperaba sentirme, al menos, un poco aliviado. Sin embargo, me invadió una sensación de inquietud. Miré el vestíbulo, muy iluminado, y me fijé en los reflejos del sol en el suelo decorado con un diseño dorado y blanco (tan espartano como todo en Anarkia) esperando que esa luz pudiera inundarme a través de los ojos y disipar la niebla de pánico de mi mente.
No fue así.
Me senté con la cabeza entre las manos, incapaz de encontrar sentido a aquella sensación aterradora. Las cosas no iban tan mal. Todavía me faltaba mucho por entender, pero menos que cuatro días atrás.
Estaba progresando, ¿no?
Me mantenía a flote.
A duras penas.
El espacio que me rodeaba pareció expandirse. El vestíbulo y el suelo iluminado por el sol se alejaron, un movimiento infinitesimal, pero que no podía pasar por alto. Mareado por la sensación de miedo, miré el reloj de la agenda. Faltaban tres minutos para que se acabara la ponencia de Mosala, pero el tiempo parecía expandirse ante mí y crear un vacío infranqueable. Tenía que entrar en contacto con alguien o algo.
Antes de que pudiera cambiar de opinión, hice que
Hermes
llamara a
Calibán
, la cabeza visible de un consorcio de piratas informáticos. En la pantalla salió una cara andrógina, con una sonrisa irónica, cuyos rasgos cambiaban y fluían cada segundo mientras hablaba; sólo el blanco de los ojos era constante, como si atisbaran desde detrás de una máscara de maleabilidad absoluta.
—Se avecina mal tiempo, peticionario. Hay hielo en las señales. —Se empezó a arremolinar nieve en la sucesión de rostros; entre los tonos de sus pieles predominaban el gris y el azul—. Nada está claro, nada es fácil.
—Ahórrate la publicidad —dije mientras le transmitía el número de Sarah Knight—. ¿Qué puedes decirme sobre esto por... cien dólares?
—La Laguna Estigia está helada —dijo
Calibán
con una mirada lasciva mientras se formaba hielo en sus diversos labios y pestañas.
—Ciento cincuenta.
Calibán
no parecía impresionado, pero
Hermes
me mostró una ventana con una solicitud de transferencia y le di la confirmación de mala gana.
Salió una pantalla llena de texto verde, desenfocada en plan burlón, que iluminaba las caras del programa.
—El número pertenece a Sarah Alison Knight, ciudadana australiana. Lugar de residencia habitual: Parade Avenue, diecisiete E, Lindfield (Sydney). Fem. Nacimiento: cuatro de abril del dos mil veintiocho.
—Ya sé todo eso, mierda inútil. ¿Dónde está ahora exactamente? ¿Cuándo fue la última vez que aceptó una llamada en persona?
—Los lobos aúllan en las estepas. —
Calibán
se estremecía mientras se oscurecía el texto—. Los ríos subterráneos están convirtiéndose en glaciares.
—Te daré cincuenta. —Me abstuve de gastar más inventiva.
—Vetas de hielo sólido bajo la roca. Nada se mueve, nada cambia.
—Cien —contesté entre dientes. Se me acababa el presupuesto de investigación y aquello no tenía nada que ver con Violet Mosala, pero necesitaba saberlo.
—La última llamada que aceptó nuestra Sarah en persona en este número —anunció
Calibán
con símbolos naranja que bailaban sobre la piel gris— procedía del área metropolitana de Kyoto, en Japón. Fue a las diez horas, veintitrés minutos y catorce segundos, hora universal, del veintiséis de marzo del dos mil cincuenta y cinco.
—¿Y dónde está ahora?
—No se ha conectado ningún aparato a la red con esta identificación desde la llamada mencionada.
Significaba que no había utilizado la agenda para ponerse en contacto con nadie ni acceder a ningún servicio. Ni siquiera había visto las noticias ni había descargado un vídeo musical de tres minutos. A menos que...
—Cincuenta pavos por su nuevo número de comunicación; lo tomas o lo dejas.
—Mala suerte —dijo
Calibán
después de tomarlo—. No tiene número ni cuenta nuevos.
—Eso es todo —dije como un tonto—. Gracias.
Calibán
imitó un gesto de desconcierto ante esa cortesía injustificada y me lanzó un beso de despedida.
—Llama cuando quieras. Y recuerda, peticionario, los datos quieren ser libres.
¿Por qué Kyoto? La única conexión que podía encontrar era Yasuko Nishide. ¿Qué significaba? ¿Que todavía planeaba cubrir el congreso Einstein, pero con el perfil de un teórico rival, y la única razón por la que no había llegado a Anarkia era la enfermedad de Nishide?
Sin embargo, ¿por qué ese apagón en las comunicaciones? La sospecha sombría y no expresada de Kuwale no tenía sentido. ¿Por qué querrían las empresas de biotecnología hacer daño a Sarah Knight si había dejado claro que abandonaba a Mosala por otro físico completamente apolítico?
Algunas personas empezaron a cruzar el vestíbulo hablando sin parar. Alcé la mirada; el auditorio del final del pasillo estaba vaciándose. Helen Wu y Mosala salieron juntas y fui a su encuentro.
—¡Andrew! —Mosala estaba resplandeciente—. ¡Se ha perdido toda la diversión! Serge Bischoff ha desarrollado un nuevo algoritmo que me ahorrará días de tiempo de ordenador.
—Nos los ahorrará a todos —le corrigió Wu—, por favor.
—Desde luego. Helen todavía no se ha dado cuenta de que está de mi lado, le guste o no —me susurró Mosala en un aparte—. Tengo un resumen de la conferencia. ¿Quiere verlo? —añadió.
—No —dije en tono apagado. Me di cuenta de que había sido muy categórico, pero me sentía tan desplazado y desconectado que no me importó. Mosala me miró con curiosidad, más preocupada que enfadada.
—¿Ha sabido algo más de Nishide? —pregunté a Mosala cuando se marchó Wu.
—Ah. —Se puso seria—. Parece que no va a venir al congreso. Su secretaria les ha dicho a los organizadores que han tenido que hospitalizarlo. Neumonía, otra vez. Si sigue así —añadió triste—, no sé, quizá tenga que retirarse.
Cerré los ojos, el suelo empezó a inclinarse.
—¿Se encuentra bien, Andrew? —preguntó una voz distante. Imaginé que la cara me resplandecía, al rojo vivo.
—¿Puedo hablar con usted, por favor? —dije. Abrí los ojos. Creía haber entendido por fin qué pasaba.
—Desde luego.
—No se enfade —dije mientras el sudor me resbalaba por las mejillas—. Escúcheme.
—Está ardiendo —dijo Mosala frunciendo el ceño. Se había inclinado sobre mí y, después de dudar, me había puesto una mano en la frente—. Necesita que lo vea un médico, de inmediato.
—¡Escuche! —le grite con voz ronca—. ¡Escúcheme! —Las personas del vestíbulo nos miraron. Mosala abrió la boca indignada y dispuesta a ponerme en mi sitio.
—Adelante —dijo, cambiando de opinión—. Lo escucho.
—Tiene que hacerse un análisis de sangre, un informe microbiológico completo..., todo. De momento no muestra síntomas, pero... da igual cómo se sienta... ¡Hágalo! No sé qué periodo de incubación puede tener. —Sudaba a mares y me tambaleaba; cada inhalación parecía llenarme los pulmones de fuego—. ¿Qué pensaba que iban a hacer? ¿Mandar una patrulla de asalto con metralletas? No creo que... quisieran que yo enfermara..., pero el virus debe de haber sufrido una mutación por el camino. Estaba programado para su genoma... pero se ha liberado de algún modo. —Me reí—. En mi sangre, en mi cerebro.
Me flaquearon las piernas y caí de rodillas. Sufrí una convulsión por todo el cuerpo, como un espasmo peristáltico que intentara sacar la carne a través de la piel. Las personas de alrededor gritaban, pero no podía entender qué decían. Me esforcé en levantar la cabeza, pero cuando lo conseguí, brevemente, florecieron manchas negras y moradas en mi campo de visión.
Dejé de resistirme. Cerré los ojos y me acosté sobre las baldosas frías y acogedoras.
En el hospital, durante mucho tiempo, no presté atención a lo que me rodeaba. Me movía en un amasijo de sábanas empapadas de sudor y dejaba que el mundo permaneciera, piadosamente, sin enfocar. No quería información de las personas que me rodeaban; en mi delirio, creía que tenía todas las respuestas.
Ned Landers estaba detrás de todo. Cuando nos conocimos me infectó con uno de sus virus secretos. Y ahora, por el hecho de haber viajado tan lejos para escaparme, por mucho que Helen Wu hubiera demostrado que el mundo no era más que una lazada y todo nos devolvía al punto de partida, empuñaba el arma secreta de Ned Landers contra Violet Mosala, Andrew Worth y el resto de sus enemigos.
Había contraído Angustia.
Un masc alto de las Fiyi, vestido de blanco, me puso un gotero en el brazo. Intenté quitármelo, pero me sujetó.
—¿No te das cuenta de que no sirve de nada? —mascullé triunfalmente—. ¡No hay curación! —Angustia no era tan mala como me imaginaba. No estaba gritando como la fem de Miami, ¿verdad? Tenía náuseas y fiebre, pero estaba seguro de que me esperaba una especie de inconsciencia preciosa e indolora—. ¡Me he ido para siempre! —Sonreí al masc—. ¡Me he marchado!
—Me parece que no —dijo—. Creo que has estado muy lejos y estás volviendo.
Negué con un gesto de desafío, pero se me escapó un grito de sorpresa y dolor. Sufrí un espasmo del intestino; lo estaba vaciando, de manera incontrolada, en una cuña que estaba debajo de mí y no había notado. Intenté parar. No pude. Pero no era la incontinencia lo que me horrorizaba, sino la consistencia. Aquello no era diarrea, era agua.
—¿Qué me pasa? —supliqué una explicación cuando por fin cesó el movimiento, aunque seguía temblando.
—Tienes cólera, una variedad resistente a los medicamentos. Podemos controlar la fiebre y mantenerte hidratado, pero la enfermedad tendrá que seguir su curso, así que te queda un camino largo y difícil.