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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (33 page)

BOOK: El Instante Aleph
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Cuando remitió la primera oleada de delirio intenté evaluar mi posición fríamente, armarme con los hechos. No era un bebé ni un viejo. No padecía desnutrición ni tenía parásitos, el sistema inmunológico dañado ni ninguna otra complicación. Me cuidaba personal especializado. Se controlaba mi estado de manera constante con aparatos sofisticados.

Me dije que no iba a morir.

La fiebre y las náuseas, que no aparecían con el cólera «clásico», indicaban que tenía el biotipo de México DF, que se descubrió después del terremoto del 2015 y se había extendido por todo el planeta. Se alojaba en el torrente sanguíneo y en los intestinos, y producía más síntomas y suponía un riesgo mayor para la salud. Sin embargo, millones de personas lo superaban todos los años; a menudo, en peores circunstancias: sin antipiréticos que controlaran la fiebre, sin electrolitos intravenosos y sin ningún antibiótico, por lo que la resistencia de la enfermedad a los medicamentos era puramente teórica. En los hospitales de las grandes ciudades como Santiago y Bombay se podía hallar la secuencia completa de la cepa particular de
vibrio cholerae
y sintetizar un medicamento a medida en cuestión de horas. Sin embargo, muy pocas personas de las que contraían la enfermedad tenían alguna posibilidad de recibir esa cura milagrosa. Las demás, simplemente, vivían el nacimiento y la caída del imperio bacteriano en su interior. Sobrellevaban el proceso.

Yo podía hacer lo mismo.

Sólo había un pequeño fallo en esta composición de lugar lúcida y optimista: casi ningún enfermo tenía motivos para sospechar que sus intestinos estaban infectados por un arma genética que había detonado un paso antes de alcanzar su objetivo y que en realidad estaba diseñada para parecerse lo más posible al cólera natural, pero también para hacer verosímil que el conjunto de síntomas pudiera llegar a matar a una fem sana de veintisiete años que recibiera los mejores cuidados que Anarkia fuera capaz de darle.

La sala estaba limpia y era luminosa, amplia y tranquila. Casi todo el tiempo me aislaban de los otros pacientes con unos biombos, pero los paneles blancos y translúcidos dejaban pasar la luz del sol y, hasta cuando ardía de fiebre, la caricia leve de la calidez radiante que llegaba a mi piel resultaba curiosamente reconfortante, como un abrazo familiar.

El primer día, avanzada la tarde, los antipiréticos empezaron a hacer efecto. Miré el gráfico del monitor que tenía al lado de la cama; mi temperatura todavía era elevada, pero el riesgo inminente de lesiones cerebrales había pasado. Intentaba ingerir líquidos, pero no retenía nada, así que me humedecía los labios y la garganta resecos y dejaba que el gotero intravenoso hiciera el resto.

No había nada que pudiera detener los retortijones y espasmos del intestino. Cuando llegaban eran como una posesión demoniaca, como ser cabalgado por un dios del vudú, como si algo poderoso, ajeno y constrictor me diera un obsceno abrazo de oso en las entrañas. Era imposible que ningún músculo de mi cuerpo de muñeca de trapo tuviera todavía tanta fuerza. Intentaba conservar la calma, aceptar cada convulsión brutal como algo inevitable y mantener la mente fija en la certeza absoluta de que aquélla también pasaría. Pero la aparición de las náuseas barría una y otra vez el estoicismo que tanto me costaba adoptar, como si fuera una casita de cerillas bajo un maremoto, y me dejaba tembloroso y compungido. Me convencía de que iba a morir y me hacía creer a medias que aquello era lo que deseaba más que ninguna otra cosa: un alivio inmediato.

Me habían quitado el parche de melatonina; el sueño abisal que provocaba era demasiado peligroso. Pero no podía diferenciar entre las pautas erráticas provocadas por el descenso del nivel hormonal y mi estado natural, que consistía en largos periodos de estupor paralizante de relativa cordura, interrumpidos por breves sueños violentos y momentos de lucidez con ataques de pánico cada vez que creía que se me iban a romper los intestinos y sumergirme en una marea roja y gris.

Me dije que era más fuerte y paciente que la enfermedad. Podían llegar y marcharse generaciones de bacterias; lo único que tenía que hacer era aguantar. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a ellas.

Mosala y De Groot vinieron a visitarme el segundo día por la mañana. Me parecían viajeras del tiempo; mi vida previa en Anarkia ya formaba parte del pasado remoto.

—He seguido su consejo —me dijo Mosala, impresionada por mi aspecto—. Me he sometido a un examen completo y no estoy infectada. He hablado con su médico y cree que puede haberlo contraído por la comida del avión.

—¿Alguien más del mismo vuelo? —dije con voz ronca.

—No, pero puede que un paquete no se radiara y no estuviera completamente esterilizado. Es una posibilidad.

No tenía fuerzas para discutir. Y la teoría tenía cierto sentido: un problema técnico fortuito había atravesado la barrera entre el tercer mundo y el primero, y se había saltado, por un momento, la lógica incontestable del mercado libre que contrataba los servicios de alimentación más baratos del planeta y se deshacía de los riesgos con un estallido de rayos gamma igual de barato.

Aquella noche, mi temperatura volvió a subir. Michael, el masc de las Fiyi que me atendió cuando me desperté por primera vez y me explicó que hacía de médico y enfermera (si me empeñaba en usar esos términos foráneos y arcaicos en ese lugar), estuvo sentado al lado de mi cama casi toda la noche o, al menos, durante los momentos de lucidez que experimenté. El resto del tiempo, no sabía si había alucinado su presencia.

Dormí tres horas seguidas desde el amanecer hasta media mañana, lo bastante para tener mi primer sueño coherente. Mientras la consciencia se abría paso, me aferraba al final feliz: la enfermedad había seguido su curso y había pasado, los síntomas habían desaparecido y Gina había venido durante la noche para llevarme de vuelta a casa.

Me despertó un retortijón intenso y, un momento después, excreté agua gris llena de mucosa intestinal, solté unos cuantos tacos y deseé morir.

Por la tarde, mientras la luz del sol iluminaba la sala tras la pantalla, tan vaga y luminosa como el cielo, representé por enésima vez el ritual de las convulsiones y cagué hasta la última gota de líquido que me había suministrado el gotero. Emití un aullido agudo, mientras enseñaba los dientes y temblaba como un perro o una hiena enferma.

Al comienzo del cuarto día empezó a bajarme la fiebre. Todo lo que había vivido me parecía una pesadilla anestésica violenta y terrorífica, pero intrascendente. Una secuencia onírica brumosa.

Una solidez gris inmisericorde se aposentó en todo lo que veía. Las pantallas que me rodeaban estaban cubiertas de polvo; las sábanas, manchadas de amarillo por el sudor seco, y mi piel, cubierta de una capa de suciedad. Tenía los labios, la lengua y la garganta resecos y doloridos: se deshacían de las células muertas y segregaban un líquido que sabía más a sal que a sangre. Tenía todos los músculos, desde el diafragma hasta la ingle, lesionados, inútiles y torturados sin remedio, pero tensos como los de un animal que se estremece bajo una lluvia de golpes, preparado para recibir más. Notaba las articulaciones de las rodillas como si hubiera estado agazapado una semana sobre un suelo duro y frío.

Los retortijones y los espasmos volvieron a empezar. Nunca me había sentido tan lúcido; nunca habían sido peores.

No podía soportarlo más. Todo lo que deseaba era ponerme en pie y largarme del hospital dejando mi cuerpo atrás. La carne y las bacterias podían seguir luchando entre sí; yo había perdido el interés.

Lo intenté. Cerré los ojos y lo imaginé. Quería que sucediera. Aunque no deliraba, abandonar esta confrontación desagradable e inútil me parecía una opción tan sensata que, durante un momento, logró suspender mi incredulidad.

Al final comprendí, de una forma que no me había ocurrido antes, ni siquiera en cosas como el sexo, la comida, la pérdida de la desbordante energía física de la infancia ni los inconvenientes de cien heridas nimias y enfermedades curadas al instante, que la visión de la huida no tenía sentido, que era un sueño idiota de falsa aritmética.

Aquel cuerpo enfermo era todo mi ser. No el refugio temporal de un hombre dios diminuto que vivía en la oscuridad segura tras mis ojos. Desde el cráneo hasta el pútrido agujero del culo, ése era el instrumento de todo lo que haría, sentiría y sería.

Nunca había creído otra cosa, pero no lo había sentido ni sabido realmente. No me había visto forzado a abrazar todos los aspectos de la verdad visceral, convulsiva y sórdida.

¿Era eso lo que había entendido Daniel Cavolini cuando se quitó la venda? Miré al techo; estaba tenso, temblaba y sentía claustrofobia. Las náuseas y el dolor se extendían por mi abdomen y se endurecían en bandas rígidas de metal que se clavaban en la carne.

A mediodía me empezó a subir de nuevo la temperatura. Me alegré: ansiaba el delirio y la confusión. Aunque, la fiebre fustigara las terminaciones nerviosas y agudizara e hiciera aumentar las sensaciones, tenía la esperanza de que al menos borraría ese nuevo conocimiento, que era mucho peor que el dolor.

No fue así.

Mosala volvió a visitarme. Le sonreí y asentí a lo que decía, pero no hablé ni pude concentrarme en sus palabras. Las dos pantallas de los lados de la cama seguían en su sitio, pero habían apartado la tercera y, cuando levantaba la cabeza, veía al paciente que había delante de mí, un chico delgado y triste que tenía puesto un gotero. Sus padres estaban a su lado: el padre le leía despacio y la madre lo tomaba de la mano. Me parecía que toda la escena estaba a una distancia imposible, separada de mí por un abismo infranqueable; pensaba que no volvería a tener energías para ponerme en pie y andar cinco metros.

Mosala se fue; yo me desmoroné.

Noté que alguien estaba a los pies de mi cama y un escalofrío me recorrió el cuerpo como una sacudida de sobrecogimiento trascendental.

Era un ángel que avanzaba a través de la realidad implacable.

Janet Walsh se volvió hacia mí.

—Creo que ahora entiendo vuestros motivos —dije aterrorizado y en trance. Conseguí incorporarme sobre los codos—. No sé cómo, pero sí por qué.

Me miraba directamente, un poco asombrada pero imperturbable.

—Por favor, háblame —añadí—. Estoy dispuesto a escuchar.

Walsh frunció el ceño levemente, tolerante pero perpleja, mientras movía las alas pacientemente.

—Sé que te he ofendido. Lo siento, ¿me perdonas? Quiero saberlo todo y entender cómo lográis que funcione.

Me miraba en silencio.

—¿Cómo podéis decir tantas mentiras sobre el mundo? —dije—. ¿Cómo conseguís creéroslas? ¿Cómo podéis ver y saber toda la verdad y hacer como si no importara? ¿Cuál es el secreto, el truco o la magia?

Tenía la cara al rojo blanco, ardiendo, pero me incliné hacia ella con la esperanza de que su resplandor puro me infectara con su gran visión interior transformadora.

—¡Lo intento! —grité—. ¡Tienes que creerme! —Aparté la mirada; de pronto me había quedado sin palabras y atontado por el misterio inefable de su presencia. Entonces sentí un retortijón; la cosa que ya no podía imaginar como una serpiente demoniaca estrujó mis entrañas.

—Pero cuando la verdad, el infierno y la TOE os alcanzan, os cogen entre sus garras y aprietan... —continué. Levanté la mano para enfatizar, pero estaba rígida y sin control—. ¿Cómo los soportáis? ¿Cómo los negáis? ¿Cómo lográis seguir engañados por la creencia de que alguna vez estuvisteis por encima de ellos, de que manejabais las riendas y dirigíais el espectáculo? —El sudor se me metía en los ojos y me cegaba. Me lo enjugué con el puño rígido mientras me reía—. Cuando todas las células y todos los putos átomos del cuerpo graban a fuego el mensaje sobre la piel y veis que todo lo que valoráis, lo que respetáis y por lo que vivís es sólo una capa superficial de porquería del vacío más absoluto, ¿cómo seguís mintiendo? ¿Cómo podéis cerrar los ojos ante algo así?

Esperé la respuesta. El consuelo y la redención estaban al alcance de mi mano. Extendí los brazos hacia ella en actitud de súplica.

Walsh sonrió levemente y se marchó sin decir palabra.

Me desperté de madrugada. Otra vez ardía de fiebre, y estaba empapado de sudor.

Michael estaba sentado en la silla de mi lado y leía algo en su agenda. Una lámpara del techo iluminaba suavemente la sala, pero el brillo del texto destacaba.

—Hoy he intentado convertirme en todo lo que desprecio —susurré—, pero ni siquiera lo he conseguido. —Dejó la agenda y esperó a que continuara—. Me siento perdido, completamente perdido.

—Lo superarás —dijo Michael, negando con un gesto, mientras miraba el monitor de la cama—. Dentro de una semana no recordarás cómo te sientes en estos momentos.

—No me refiero al cólera. —Me reí y me dolió—. Estoy pasando por lo que Renacimiento Místico llamaría una crisis existencial y no tengo adónde acudir en busca de consuelo. Ningún lugar en el que buscar fuerzas. Ni amante ni familia ni nación. Ninguna religión ni ideología. Nada.

—Entonces eres afortunado —dijo Michael con calma—. Te envidio. —Me quedé boquiabierto ante su actitud despiadada—. Ningún lugar en el que esconder la cabeza —continuó—, como un avestruz en la roca de arrecife. Te envidio: puede que aprendas algo.

No tenía respuesta para eso. Empecé a temblar; estaba sudado y dolorido, pero helado.

—Retiro lo que he dicho del cólera. Es mitad y mitad; estoy jodido por las dos cosas.

—Eres periodista —dijo después de ponerse las manos detrás de la nuca, estirarse y acomodarse en la silla—. ¿Quieres oír una historia?

—¿No tienes ninguna urgencia médica que atender?

—Lo estoy haciendo.

—De acuerdo. —Sentí que me subía una oleada de náusea desde los intestinos—. Te escucharé si me dejas grabarlo. ¿De qué trata la historia?

—De mi crisis existencial, por supuesto. —Sonrió.

—Debería haberlo imaginado.

Cerré los ojos e invoqué a
Testigo
. La acción era instintiva y duró medio segundo... y me sorprendió. Me sentía al borde del colapso, pero aquella máquina, que formaba parte de mí como cualquier órgano, seguía funcionando a la perfección.

—Cuando era pequeño —empezó—, mis padres me llevaban a la iglesia más bonita del mundo.

—Eso ya lo he oído antes.

—Esta vez es verdad. La Iglesia Metodista Reformada de Suva, un edificio blanco enorme. Desde fuera no era nada aparente, sino austero como un almacén, pero tenía una fila de ventanales con vidrieras que mostraban escenas de las Escrituras, generadas por ordenador, en azul cielo, rosa y oro. Todas las paredes del interior estaban rematadas hasta el techo con cientos de flores distintas: hibiscos, orquídeas, azucenas... Y los bancos siempre estaban repletos de personas que vestían sus mejores ropas. Todos cantaban y sonreían: era como entrar directamente en el Cielo. Incluso los sermones eran bonitos: nada de llamas del infierno; sólo consuelo y alegría. No despotricaban contra el pecado y la condena eterna; sólo daban algunas sugerencias modestas sobre la amabilidad, la caridad y el amor.

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