—Dígame cuál es —el tono de Patrick O’Brien sólo podría calificarse de suplicante.
—Dejar Inglaterra y empezar en América una nueva vida.
Linus Daff comprobó que su idea había despertado más interés que espanto en Patrick O’Brien, y eso lo animó a continuar exponiendo su plan.
—Mire, O’Brien… la sociedad inglesa es terriblemente rígida. Y muy cerrada también. Y no perdona la comisión de un error ni una metedura de pata. Hace unos meses hice pasar por aristócrata a un vaquero de Iowa, pero fue sólo durante unas cuantas horas. Su impostura va a durar hasta que muera. Estaría constantemente expuesto a cometer un desliz que diese al traste con las ilusiones de lady Walcott. Para una persona como usted, acostumbrado a la vida al aire libre, a un trabajo autónomo —Linus Daff se felicitó mentalmente por la muy adecuada denominación que acababa de dar al oficio de cabrero—, a una independencia, todos los encorsetamientos de esta ciudad acabarían por hacérsele insoportables. Nunca se sentiría bien entre las personas con las que se vería obligado a tratar… y, sinceramente, es muy posible que tampoco ellos llegaran a aceptarle a usted del todo.
Linus Daff se puso de pie y buscó un atlas que abrió delante de Patrick O’Brien, indicándole la situación exacta del continente americano.
—Aquí las cosas son distintas —señaló en el mapa de América del Norte la ciudad de Nueva York—. En los Estados Unidos a la gente no le preocupa la procedencia del dinero, y es mucho más flexible en lo que respecta a los buenos modales. Uno no deja de ser un caballero por llevar unos zapatos inapropiados o por no apreciar en su justa medida la música lírica. Además, para los americanos, todo lo que llega de Europa parece llevar consigo una notable dosis de distinción. Póngase de pie, por favor. Vamos, vamos.
Linus Daff examinó al irlandés durante un momento. Era alto y bien proporcionado, de espaldas anchas… un poco cargado de hombros, desde luego, pero eso podía arreglarse. Tenía las facciones correctas, una frente bastante despejada, cierta firmeza en el mentón… las manos, enormes y llenas de callos, eran un problema, igual que el excelente tono dorado de la piel curtida por el trabajo al aire libre. De todas formas, no había nada que no pudiera solucionar una manicura y unas cuantas semanas pasadas bajo techo.
—Amigo mío, aquí tenemos una excelente materia prima para convertirle a usted en un ejemplar que la sociedad americana recibiría con los brazos abiertos. Es usted alto, bien parecido y rico. En Nueva York puedo hacerle pasar por un caballero aceptablemente bien educado. Habrá que pulirle un poco, claro está… Me temo que no va a librarse del aprendizaje con los cubiertos ni tampoco de un par de visitas a la National Gallery. —Hizo un gesto de desprecio—. Los americanos suponen en todo aquel que ha pasado por Europa una cierta sensibilidad artística. Pero en Nueva York sus gestos naturales serán considerados sólo como un síntoma de campechanía, y puedo asegurarle que más de uno le preguntará dónde ha comprado los mismos zapatos que servirían de rechifla a los vecinos de Belgravia. Le garantizo que en cuestión de un par de meses tendrá usted en Nueva York un interesante círculo de amigos… y en menos de un año podría casarse con una chica de buena familia. Evidentemente, no puede usted aspirar a unirse a una Astor o a una Guggenheim… ésas vienen a Europa a maridar con príncipes arruinados de diecisiete apellidos… pero le aseguro que en Nueva York una fortuna como la suya le convertiría en el punto de mira de muchas mujeres jóvenes, solteras y bellas. ¿Qué me dice? ¿Está usted dispuesto a dejar su patria y empezar lejos de ella una nueva historia?
Patrick O’Brien asintió con calor. Cualquier cosa antes de tener que pasarse la vida en el teatro.
—Entonces estamos de acuerdo. Escuche, éste es mi plan. Seguiremos adelante con las clases de buenos modales… no se asuste, no seré muy severo… Yo inventaré para usted una historia completa, que repasaremos juntos hasta que sea capaz de recitarla de memoria. Le proporcionaré otro nombre y documentación de acuerdo con su nueva identidad, que no utilizará hasta llegar a Nueva York. —Hizo un par de anotaciones en su libreta, luego las leyó y procedió a tacharlas. Pasó unos segundos en silencio mientras se mesaba la barbilla—. Se me ocurre que sería mejor no hacer de usted un inglés. Es preferible hacerle pasar por un norteamericano rico… procedente quizá del estado de California… que acaba de pasar una larguísima temporada, digamos diez o doce años, viajando por el mundo. El proceso de integración será más fácil si todos le toman por un compatriota que ha recibido un baño cultural en el continente europeo. Bueno, ya matizaremos eso más adelante.
Linus Daff se interrumpió para colocar en su sitio el atlas que había mostrado a Patrick O’Brien.
—En Nueva York puede ser difícil conocer gente si no se tienen algunos contactos… no hace falta decir que no dispone de ellos. Se me ha ocurrido un modo de atraer sobre usted la atención de la sociedad neoyorquina. Prepararemos un maletín lleno de objetos personales y documentos de valor sentimental… ya sabe, cartas de amigos, algún libro bien escogido… Luego abandonará usted el maletín en un lugar donde pueda ser encontrado, por ejemplo en una estación de ferrocarril. Ese mismo día pondrá usted un anuncio en el
New York Times
dando cuenta de la desaparición de su maleta. El aviso incluirá la relación de los objetos que contiene y la existencia de una cuantiosa recompensa para quien lo encuentre y lo devuelva en su habitación del Waldorf Astoria… es un hotel muy agradable, le gustará mucho.
Patrick O’Brien escuchaba con el ceño fruncido y sin comprender muy bien.
—Perdone, pero todo eso del maletín ¿de qué va a servirme?
—Va a servirle para atraer sobre usted la atención de toda la ciudad. ¿Un recién llegado de Europa que se aloja en el Waldorf Astoria y que ofrece mil dólares por la devolución de un maletín lleno de cosas sin importancia? Me comeré el sombrero si antes de tres días no ha recibido usted la visita de un montón de neoyorquinos curiosos con ganas de conocer a un hombre rico, generoso y sensible capaz de gratificar con tanta largueza la recuperación de un montón de cachivaches… incluso podrían hacerle una entrevista para algún periódico. En menos de un mes sería usted un tipo conocido, popular, y requerido para fiestas y almuerzos bastante más divertidos que los que celebramos aquí. Bueno ¿qué le parece?
—Increíble… Increíble… Dígame una cosa, Daff ¿de dónde saca toda esa imaginación?
Linus Daff ensayó un ademán de modestia.
—Son muchos años en esta profesión, señor mío. Y ahora, si le parece bien, empezaremos a hablar de mis honorarios.
—Ponga usted el precio, señor Daff. Yo no voy a regatear el valor de una historia. Y menos si se trata de una historia como ésa. Lady Walcott sabía lo que hacía cuando me aconsejó que le pidiera ayuda.
—Supongo que sí. En fin, señor O’Brien, hemos terminado por hoy. Venga mañana a la misma hora. Para entonces habré terminado de inventar su historia y empezaremos a trabajar juntos usted y yo hasta que decidamos que está listo para partir con destino a Nueva York. También tendré preparada una factura. Puede elegir entre pagarla al principio, o bien hacer efectiva sólo la mitad de la cantidad, devengando el resto cuando yo termine mi trabajo. Lo dejo a su elección, toda vez que sé de su solvencia. Nada más. Disfrute de su estancia en el Park Lane… pero ya verá como encuentra mucho más de su gusto el Waldorf Astoria. Hasta mañana.
Linus Daff trabajó toda la noche inventando una nueva historia para Patrick O’Brien. Daff era un hombre meticuloso en extremo, y no quería dejar ningún cabo suelto en las imposturas que preparaba, así que crear el pasado de O’Brien le tomó más de trece horas horas. Reconstruyó su infancia, su árbol genealógico, los años escolares, la muerte de sus padres, el viaje a Europa, los amigos hechos en su recorrido por el mundo, los lugares visitados, las experiencias vividas, las impresiones recibidas al finalizar un periplo que le había llevado de Londres a Marrakech, de Lisboa a Nápoles, de Barcelona a Constantinopla, y de allí a Bujará, a Basora, a Bari, a Budapest, a Berlín, a Baalbeeck. Sidney había sido el punto final de su larguísimo viaje, y de allí habría tomado el camino de regreso a Nueva York, con una breve parada en Londres para renovar su vestuario. Al final de la noche, Linus Daff había rellenado un total de cincuenta y siete páginas de historia con su letra menuda y nerviosa, y aunque sabía por experiencia que aquellas cuartillas irían aumentando en días sucesivos, estaba seguro de haber trabado con bastante acierto el armazón del pasado de Patrick O’Brien. De pronto cayó en la cuenta de que para completar su plan era esencial dar con un buen nombre que pudiese servir a su cliente para mejor acomodarse a su nueva existencia americana. Pasó más de treinta minutos intentando encontrar un patronímico de su gusto, pero no fue capaz, y decidió dejar para el día siguiente aquella tarea. Estaba a punto de dormirse cuando, en ese extraño interregno que sirve de puente al sueño y la vigilia, un sector de su imaginación se avivó repentinamente: Irwin Howard, se dijo. Ése iba a ser el nuevo nombre de Patrick O’Brien.
O’Brien llegó al día siguiente con una puntualidad extrema, y aquello satisfizo sobremanera al señor Daff, que reconocía en el respeto a los horarios un signo innato de buena educación. Su cliente estaba recién afeitado y, en efecto, semejaba haber pasado por la mano de un peluquero profesional.
—Me he cortado el pelo —dijo, como para anticiparse a cualquier comentario—. De todas formas, creo que me hacía falta.
—Excelente. Tome asiento, por favor. Le ruego que preste mucha atención a todo lo que voy a contarle a partir de ahora, porque se trata de su propia historia. Se la repetiré tantas veces como sea necesario hasta que se encuentre capacitado para referirla a su vez con pelos y señales, ¿de acuerdo?
El otro asintió, y Daff creyó ver en su mirada el brillo de una cierta curiosidad; es lógico, se dijo, después de todo se trata de su vida.
—Empezaré por decirle que, una vez llegue usted a América, dejará de llamarse Patrick O’Brien para convertirse en Irwin Howard. Toda precaución es poca, ¿entiende?, y se trata de que nadie sea capaz de seguir su pista por el continente. Por supuesto, le proporcionaré la documentación adecuada para su nueva denominación. El señor Howard es natural de La Florida. Su padre era un terrateniente que falleció a muy temprana edad en un desgraciado accidente, y nunca conoció a su madre, que murió al darle a luz. Irwin Howard, o sea, usted, se educó en el campo con unos parientes lejanos hasta la muerte de éstos. A los quince años, y tal como había dispuesto su padre en su testamento, dejó los Estados Unidos para pasar en Europa una buena temporada. Este detalle es esencial. Servirá para justificar el hecho de que no tenga usted conocidos en Norteamérica. Su viaje duró bastante más de lo previsto inicialmente, casi veinte años, en el transcurso de los cuales usted visitó una treintena de países europeos, africanos y, asiáticos, llegando en su periplo hasta la mismísima Australia.
—¿Dice usted…?
Linus Daff tomó otra vez el atlas que había utilizado el día anterior, lo abrió delante de O’Brien y le señaló la situación de la isla inmensa.
—¿Lo ve? Estuvo usted aquí, concretamente en Sidney.
Patrick O’Brien miraba con desmayo el mapa que le ofrecía el inventor de historias. De pronto se sentía abrumado por el peso de la inmensa vida que no había llegado a vivir.
—Señor Daff. —Su tono era lastimero—, ¿cree que es necesario todo esto? ¿No sería mejor llegar allí y decirles a todos que soy una persona normal que ha heredado mucho dinero y ha llegado a América con ganas de gastarlo?
Linus Daff miró a su cliente sin asomo de impaciencia.
—Mi querido señor O’Brien… recuerde que es nuestra misión, la suya y la mía, hacer de usted un caballero respetado por la buena sociedad del lugar donde viva. En Inglaterra uno conquista a la gente a fuerza de distinción, de buen gusto, de cultura adquirida después del paso por colegios elitistas y escuelas de arte. En Nueva York no se necesita tanto para ser bien considerado. Basta con tener dinero. Pero si hay algo que vuelva locos a los americanos es la presencia entre ellos de personajes con algo que contar. Pretendo crear para usted veinte años de vida fastuosa, de viajes, de cacerías, de aventuras emocionantes. Todo Nueva York querrá conocerle, tratarle, escuchar el relato de sus andanzas por el mundo… Vamos, confíe en mí. Tenemos mucho tiempo, y ya le dije que le repetiré su historia cuantas veces haga falta. Le aseguro que dentro de una semana usted mismo se habrá creído toda esta colección de embustes. Continuemos. Le decía que su viaje por el continente comenzó en Lisboa. Allí permaneció durante poco tiempo, unos quince días… no le sentaba bien la humedad. De allí se trasladó a Madrid, donde vivió por espacio de cuatro meses en casa de un cónsul húngaro, por desgracia fallecido. Luego visitó Sevilla. Más adelante tomó en Cádiz un barco con destino a África…
Por espacio de tres horas, Linus Daff hizo a Patrick O’Brien un relato pormenorizado de las primeras etapas de un viaje larguísimo que nunca realizara. O’Brien escuchaba sin aliento, tratando de mantener en su memoria los datos ofrecidos por Daff y empezando a disfrutar de algún modo de los recuerdos falsos que debía alojar para siempre en su cerebro. Linus Daff interrumpió su relato para comer. Un restaurante cercano les sirvió el almuerzo en la propia oficina, y Daff aprovechó para dar a su alumno las primeras clases de urbanidad. Al principio se horrorizó al ver que O’Brien empuñaba el tenedor como si fuese un machete y que sorbía horriblemente al tomar la sopa, pero unas cuantas indicaciones oportunas suavizaron notablemente los modales del recién iniciado en las buenas maneras. En menos de quince días, pensó Daff, O’Brien estaría en condiciones de comer sin llamar la atención en el restaurante del Claridge. Se sonrió al imaginar las cenas diarias del cabrero en el Park Lane, pero afortunadamente había tenido el buen sentido de enviar a O’Brien a un hotel a menudo frecuentado por nuevos ricos, donde los camareros hacían la vista gorda cuando un huésped mojaba el pan en la salsa de los platos.
Aquella misma tarde salieron de compras. Linus Daff quiso que O’Brien visitara a su sastre personal, quien tomó las medidas del irlandés para confeccionar a su medida una docena de trajes de diario, un frac, un smoking y un chaqué. Daff encargó además seis pares de guantes, una chistera, dos bombines y varias chaquetas de tweed con pantalones haciendo juego.