El inventor de historias (8 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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El bedel vaciló un poco.

—Creo que unas cien, más o menos. A veces arrancaba alguna hoja, por los borrones y esas cosas.

—Muy bien. ¿Es capaz de calcular el número de niños que ha pasado por la escuela durante estos veinticinco años?

—Claro que sí, señor. Exactamente setecientos ochenta y siete.

Linus Daff sonrió fugazmente.

—Supongo —añadió— que es imposible que recuerde los nombres de todos.

—No me hace falta, señor. Mi mujer sacó los cuadernos de la caja donde yo los guardaba para meter allí sus chirimbolos, pero olvidó dentro las listas de alumnos.

Daff se quitó las gafas, hizo una última anotación en su bloc negro y luego se puso de pie.

—Entonces, señor Gracián… esos listados obran todavía en su poder.

—Pues claro que sí. —Ante la sorpresa de los otros dos, Bernardo Gracián se levantó la camisa y puso sobre la mesa un montón de hojas cuajadas de nombres y de apellidos coronados todos por una fecha: Curso del 88… Curso del 96… Curso del año 1—. No me atreví a dejarlos en ningún sitio. Es lo único que me queda de mi colección.

Iba a empezar a llorar otra vez, pero Linus Daff lo detuvo con un gesto.

—Dígame una cosa… esos cuadernos que se quemaron ¿los ha visto mucha gente?

El bedel meneó la cabeza.

—No, señor. Sólo el director del Instituto, y de refilón. Hasta que el alcalde los pidió para hacer el discurso nadie les había hecho mucho caso.

El inventor de historias frunció el ceño.

—Entonces no está todo perdido. ¿Cómo anda usted de memoria, señor Gracián?

—Pues… muy bien, desde luego. Claro que últimamente, con la edad…

—Vamos, vamos, Bernardo, no sea modesto… si tiene usted la mejor memoria de todo Ribanova. Apuesto a que podría recitar todos y cada uno de los nombres de los antiguos alumnos de la escuela.

Bernardo Gracián se esponjó sin disimulo ante las palabras de Juan Sebastián Arroyo.

—No tanto, no tanto… hombre, la verdad es que no suelo olvidar las cosas importantes… Soy muy observador, no voy a negarlo…

—Entonces está todo dicho. —Linus Daff guardó su propio cuaderno en el bolsillo interior de la chaqueta—. Señor Gracián, vamos a reconstruir esas libretas que se quemaron en el incendio. Afortunadamente, tenemos las listas de los nombres.

Linus Daff examinó brevemente los papeles desperdigados por la mesa.

—Lo primero es hacernos con tantos cuadernos como los que estaban en su poder en el momento del incendio. Necesitamos veinticinco libretas de pasta negra y dura. Mañana por la mañana, a primera hora, trate de conseguir una lo más parecida posible a las que se perdieron. Por la tarde —señaló a Juan Sebastián Arroyo— usted y yo iremos a la ciudad vecina y compraremos el resto.

—Perdone, no creo que en Ribanova haya problema para encontrar veinticuatro libretas iguales…. —Gracián parecía perplejo. Linus Daff le dirigió una mirada de reproche.

—El problema, a mi modo de ver, es que puede llamar mucho la atención que alguien se empeñe en conseguir tantos cuadernos idénticos, negros todos ellos. ¿Que pasará cuando el dueño de la papelería nos diga que sólo tiene diez libretas negras y quiera endosarnos un lote de pastas amarillas, verdes o rojas? Hay que preverlo todo, señor. Haga lo que le digo. Traiga la libreta de muestra mañana por la mañana. Y, por la noche, engrase bien esa excelente memoria suya y véngase preparado a trabajar.

Cuando Bernardo Gracián se marchó, Juan Sebastián Arroyo se sirvió otra taza de café frío y miró a su invitado.

—Daff… ¿Está seguro de que sabe dónde se ha metido? Supongo que no ignora usted que Gracián no va a poder pagarle.

—Querido Arroyo, ni todo el oro del mundo podría compensar el espléndido trabajo de falsificación que voy a llevar a cabo. Y, desde luego, sé perfectamente que ese hombre no está en condiciones de hacer frente a la factura que tendría que pasarle. Pero, por primera y última vez en toda mi vida de inventor de historias, voy a trabajar gratis. Eso sí, cuento con su complicidad y con su ayuda. También es la primera vez que solicito la colaboración de alguien. Prefiero trabajar solo, generalmente por pura discreción. Pero esta vez será necesario que alguien más me eche una mano. Hay que reescribir casi dos mil quinientas cuartillas.

Juan Sebastián Arroyo palideció.

—Que Dios nos asista.

—Y hay algo más, Arroyo. No sé por qué, tengo muy serias dudas sobre la magnífica memoria del señor Gracián. En fin, ya veremos. Y ahora, voy a retirarme. Mañana habrá que salir a la caza y captura de los cuadernos negros.

Linus Daff y Juan Sebastián Arroyo tardaron casi dos días en hacerse con el número necesario de libretas que se necesitaban para empezar la tarea, pues los cuadernos negros parecían haberse agotado como por arte de magia en todos los pueblos vecinos. Casi cuarenta y ocho horas después de la aparición de Bernardo Gracián en la casa de Arroyo, veinticuatro libretas negras exactamente iguales se alineaban sobre la mesa de la sala.

Citaron al conserje a las nueve y media de la noche. Los tres hombres se sentaron alrededor de la mesa sobre la que se encontraban los cuadernos. Linus Daff tomó uno entre las manos y retiró todos los otros. Luego puso una cuartilla y una pluma delante de Bernardo Gracián.

—Muy bien, señor Gracián. En primer lugar, debo familiarizarme con su letra. Escriba cualquier cosa en esa cuartilla, haga el favor.

Bernardo Gracián garabateó unas cuantas líneas, hola, me llamo Bernardo Gracián y estoy muy preocupado por lo que pueda pasar, pero el amigo del señor Arroyo va a ayudarme. Tendió la hoja al inventor de historias.

—Perfecto, muchas gracias. Vamos a ver…

Linus Daff examinó aquellas frases durante unos minutos. El conserje tenía una bonita letra, de trazo que debió de ser firme y que ahora se volvía un poco más vacilante de lo que fuera, seguro, en un tiempo ya lejano. Observó que inclinaba levemente las letras «l» y «d», y que de vez en cuando curvaba un poco la línea que cruzaba la parte superior de la «t», que acababa en punta las letras «n» y «m» y que alargaba mucho la parte inferior de la «g» y de la «j». Luego se sentó frente al papel con expresión concentrada. Cerró los ojos y tomó la pluma. Frente a él, Juan Sebastián Arroyo y Bernardo Gracián le observaban conteniendo la respiración. Y entonces, Linus Daff empezó a escribir bajo el texto del conserje, me llamo Linus Daff, escribía, soy inventor de historias y voy a ayudar a Bernardo Gracián. Al terminar, tendió la cuartilla a los dos hombres.

—Prodigioso —dijo Arroyo—. Prodigioso, es lo único que se me ocurre. ¿Qué dice usted, Gracián?

Pero Bernardo Gracián no podía decir nada. Porque la letra de Linus Daff era idéntica a la suya, a aquella letra de la que se sentía legítimamente orgulloso, a la letra clara y elegante que tantos años de esfuerzo le había costado perfeccionar. Y ahora llegaba aquel inglés y en cosa de unos segundos era capaz de imitarla a la perfección… Durante unos instantes, casi odió al británico imperturbable que tenía la desfachatez de reproducir su trabajadísima letra con facilidad insultante.

—Oiga —el tono de voz del conserje era débil como un hilo—, no creo que haga falta que escriba usted nada. Puedo hacerlo yo solo.

—Perdone, señor Gracián, pero me temo que eso sería muy complicado. Tenemos que rehacer veinticinco cuadernos y no contamos con mucho tiempo. Y, francamente, no creo que sea usted capaz de escribir sin descanso durante doce horas al día. Le diré lo que vamos a hacer: usted trabajará en su casa durante las mañanas y las tardes redactando las páginas que pueda. Por las noches vendrá aquí, y en lugar de escribir me dará a mí los detalles necesarios para que yo escriba otros cuadernos. Nadie notará la diferencia, y si trabajamos seriamente estoy seguro de que terminaremos a tiempo para entregar los cuadernos al alcalde.

—¿Y yo? —Juan Sebastián Arroyo no acababa de encontrar su papel en aquella historia.

—A usted, Arroyo, le reservo el trabajo de envejecer convenientemente los cuadernos más antiguos. Comprenderá que después de veinticinco años las hojas se deterioran, se soban… en una palabra, se estropean más de lo deseable. Será labor suya conseguir ese efecto a base de abrir y cerrar los cuadernos, pasar las hojas una y cien veces, y no siempre con los dedos limpios, salpicar las pastas de gotas de agua… No, no se ría. Parece divertido, pero tiene su importancia. En fin, vamos a empezar. Arroyo, coja ese cuaderno. Y usted, Gracián, empiece a hablarme de los alumnos de la primera promoción del Instituto…

Trabajaron sin descanso durante quince días con sus noches. Mientras Linus Daff se afanaba en recoger los recuerdos de Bernardo Gracián, Juan Sebastián Arroyo abría y cerraba los veinticinco cuadernos, suavemente los de los últimos años, con una saña especial los correspondientes a los años primeros, humedecía en la lengua las yemas de los dedos para estropear el acabado de la tinta, manchaba con polvo los cantos de las hojas, despegaba algunas cuartillas y arrancaba trocitos de otras para fingir que la polilla había empezado a devorar los preciosos manuscritos. Dos días antes de la fecha prevista para hacer entrega de ellos al alcalde de Ribanova, los veinticinco cuadernos se alineaban sobre la mesa del salón de Juan Sebastián Arroyo, y Linus Daff era consciente de haber rematado el trabajo más tedioso y peor remunerado que llevara a cabo en su ya larga vida de inventor de historias.

Linus Daff se marchó de Ribanova cuatro o cinco días después y por eso no fue testigo del final del episodio. Porque, como el inventor de historias había sospechado desde el principio de la operación, la memoria del conserje no era ya tan buena como él creía, y el día de la celebración del jubileo el alcalde de Ribanova se encontró glosando las virtudes académicas de alumnos decididamente nefastos, el buen comportamiento de delincuentes juveniles en potencia, la destreza deportiva de personajes del todo patosos que al escuchar su nombre asociado a toda aquella serie de cumplidos se miraban incrédulos entre sí y empezaban a pensar que, como sus madres creyeran en un tiempo, sus malas notas o las amonestaciones que recibían eran sólo consecuencia de la antipatía que despertaban en ciertos profesores. Mientras, otros alumnos en verdad brillantes sonreían a la fuerza desde su justa indignación al ver obviadas sus calificaciones sobresalientes, su conducta intachable y las medallas en las competiciones de atletismo. Junto a ellos, los hijos adolescentes les observaban con malicia empezando a pensar que sus padres llevaban muchos años haciéndoles creer el cuento falso de su espléndido historial académico, y ahora ni lo nombran en el discurso, y decía que había sido el primero del Instituto en matemáticas durante seis años seguidos, ahí lo tienes, toda la vida repitiendo que no había salido a él por lo torpe, que era un as en las carreras de fondo y resulta que es mentira, y los hijos de los falsos buenos alumnos miraban por primera vez con orgullo a sus padres respectivos, por qué nunca me dijo que era el mejor en redacción, se preguntaban, por qué nunca presumió de su habilidad en el laboratorio de química, por qué no me contó jamás que nadaba mejor que nadie y que una vez salvó a un compañero que estaba a punto de ahogarse en el río, y al final deducían que no sólo eran hijos de unos padres inteligentes y brillantes, sino que además sus progenitores habían nacido tocados por la impagable virtud de la modestia. Pero nadie hizo comentario alguno, nadie se quejó, y los que salieron peor parados por la reconstrucción precipitada y secreta de los cuadernos negros de Bernardo Gracián se limitaron a rumiar en silencio su cólera perfectamente justificada. Gracián guardó bajo siete llaves los álbumes apócrifos y nunca más cedió a la tentación de enseñarlos a nadie, pese a que recibió un sinnúmero de peticiones y la oferta apetecible del diario local para publicar una versión facsímil de alguno de ellos. Para aceptar semejante propuesta, pensaba Gracián, hubiese necesitado contar una vez más con la colaboración de Linus Daff. Y, para entonces, el inventor de historias estaba ya a muchos kilómetros de Ribanova.

A su regreso de Ribanova, Linus Daff encontró que le esperaba mucho trabajo: había estado casi un mes fuera de Inglaterra, y al llegar a su oficina de Russel Square halló casi una veintena de cartas que demandaban una entrevista urgente. Como siempre hacía, las leyó con atención y contestó en el mismo día fijando fecha y hora para una cita, y se dio cuenta de que iba a tener que trabajar con mayor celeridad después de aquel período casi vacacional. En sólo un par de semanas, Linus Daff recompuso el maltrecho pasado empresarial de Thadeus Morton, que había hecho una fortuna indigna con el negocio del contrabando de diamantes, trabó la historia de un pasado aventurero para convertir la repugnante cicatriz que atravesaba en dos el rostro de Roland Sherwood en el recuerdo indeleble de su lucha con unos forajidos mejicanos, y metamorfoseó a la familia Kleinmann en el último brote del intrincado árbol genealógico de la aristocrática estirpe de los Clairemain. Aquél había sido un trabajo complicado, toda vez que el inventor de historias Linus Daff estaba en contra de cualquier falacia urdida en torno a cambios que tuvieran que ver con la tradición religiosa de una familia. Los Kleinmann eran judíos de ocho generaciones, y Daff encontraba reprobable que para variar su historia en la de unos franceses linajudos se vieran obligados a renunciar a sus creencias espirituales. El motivo de la operación, sin embargo, acabó por conmoverle. La hija del matrimonio, una belleza de diecinueve años, se había enamorado perdidamente de un banquero irlandés, cuya familia hubiera encontrado muy poco conveniente su matrimonio con una muchacha hebrea. Annie, la chica, había amenazado a su padre con quitarse la vida si no encontraba el modo de solucionar los problemas que podrían impedir su casamiento, y el padre desconsolado buscó la ayuda de Daff como recurso último a la desdicha. Así que acabó por vencer sus reticencias y aceptar el encargo. Linus Daff siempre pensó, con todo derecho, que en aquella ocasión hubiera sido justo duplicar sus tarifas habituales, porque no sólo inventó para los Kleinmann un linaje completo que se perdía en los albores del siglo XI en alguna población del Mediodía francés, sino que además se las ingenió para que el señor y la señora Kleinmann pudieran seguir observando algunas tradiciones de la religión hebraica sin que ello resultara sospechoso para quienes los tomaban por franceses de rancio abolengo. Tuvo que discurrir una serie de excentricidades familiares que habían pasado de generación en generación a través de siete siglos para que a nadie chocara que de vez en cuando los Clairemain comieran el pan ácimo, se le ocurrió inventar la existencia en Praga de un pariente estudioso de la cábala que enviaba con regularidad extraños souvenirs para justificar la presencia en mitad de la sala del candelabro de siete brazos, y en su fuero interno Linus Daff se reprochaba a sí mismo no haber sido capaz de dar con una historia que permitiese al buen señor Kleinmann, ahora Clairemain, seguir llevando la tradicional quipa judía encasquetada en la cabeza.

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