El inventor de historias (29 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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—¿No será peligroso?

Linus Daff estuvo a punto de echarse a reír ante el celo manifiesto de Pedro Almeiras.

—No, Pedro, no será peligroso. Además, me parece que necesita usted un poco de aire. Mire, está bien que sea tan cauto… pero creo que se está excediendo. Una cosa es que no haga exhibiciones de locuacidad… y otra que llegue al extremo de negar el saludo a quienes se le cruzan por miedo a las preguntas indiscretas. Hable lo justo, ni más ni menos. Si sigue así, le habrá salido una úlcera antes de llegar a Vilabranca. Y voy a tener que ocuparme de demasiadas cosas como para estar pendiente también de su estómago. De modo que intente comportarse con naturalidad… y, en caso de duda, déjeme hablar a mí.

Linus Daff aprovechó la comida para poner a Pedro Almeiras al tanto de todas los cambios introducidos en el pasado de Castro de Lema, y el gallego escuchó las matizaciones del inventor de historias con una atención extrema. Apuntó en un papel el nombre de la esposa inexistente que había muerto sin darle hijos diez años antes y luego lo leyó para sí media docena de veces.

—Es que soy muy despistado ¿sabe?

—De acuerdo. Pero piense que tampoco es muy probable que nadie vaya a preguntarle a usted el nombre de mi esposa.

Pidieron café y lo bebieron sin hablar.

—Linus… ¿cree que todo va a salir bien?

El inventor de historias vaciló antes de contestar.

—Mire, Pedro, no voy a andarme con rodeos. —Tomó aire—. Creo que éste es el caso más condenadamente difícil de todos los que he enfrentado a lo largo de mi ya dilatada carrera. Hay una historia falsa, una suplantación de personalidad, una fortuna… y, por si fuera poco, un muerto de por medio y un enterramiento clandestino. Amigo mío, las posibilidades de fracasar son muy grandes… y, ya que quiere que sea sincero, le diré que viviremos de ahora en adelante con una suerte de espada de Damocles sobre la cabeza. Ocurre siempre cuando se inventa una historia. Sólo que en esta ocasión las cosas son mucho más enrevesadas. Y algún día, más tarde o más temprano, alguien descubrirá quién era en realidad Fernando Castro de Lema.

—¿Entonces…?

—Entonces, Pedro, y ya que el éxito completo de la operación está descartado, se trata de ganar tiempo. Es posible que nos descubran, por supuesto… pero no tiene por qué ser inmediatamente. Se trata de tener el margen necesario para materializar los deseos de Castro de Lema en lo que se refiere a la construcción del colegio y su puesta en marcha. Después, una vez que el centro esté en funcionamiento, importará mucho menos que alguien descubra que yo no soy Castro de Lema, porque para entonces ya nos habremos gastado todo su dinero de la forma que él hubiera deseado hacerlo. ¿Comprende? Por eso es necesario agilizar las cosas, tomar ese barco con destino a Lisboa en lugar de esperar la partida de otro durante ocho días, presentarse en Vilabranca y comenzar cuanto antes las obras de la Escuela. Cada paso que demos, cada avance conseguido, será una forma no de reducir las posibilidades de que nos descubran, pero sí la magnitud de las consecuencias de que alguien averigüe que yo no soy el verdadero Castro de Lema. Y ahora vamos a pedir la cuenta y a comprar los pasajes. Mañana, a esta hora, habremos puesto rumbo a Vilabranca.

En los muelles de Manhattan se agolpaban aquella mañana cientos de personas que querían despedir a los suyos, preparados para zarpar con destino a otras tierras. Los pasajeros del
Sebastiao I
habían subido ya al buque de bandera portuguesa, y desde la cubierta del barco prolongaban las despedidas agitando las manos y los pañuelos que, como gaviotas diminutas, volaban en el aire de la mañana estival. Pedro Almeiras y Linus Daff se preparaban para pasar el control de pasajes, estrenando el último su identidad nueva.

—¿Fernando Castro de Lema?

—Yo soy.

—Bienvenido a bordo, señor. Que disfrute de la travesía.

Otros viajeros enseñaban sus billetes. Linus Daff guiñó un ojo a Pedro Almeiras.

—Ya está superada la primera prueba. Venga, acerquémonos a la proa.

Los dos hombres se acodaron en la barandilla del barco. La isla de Manhattan empezaba a alejarse muy lentamente, y el gemido de la sirena del
Sebastiao I
tenía el tono trágico de las despedidas definitivas. El inventor de historias tuvo la sensación de que nunca volvería a Nueva York, y por eso trató de fijar para siempre en la retina el extraño espectáculo de hierro, cemento y cristal que iba difuminándose en la distancia para sus ojos miopes.

—Bueno, estamos en camino. —Linus Daff se abotonó la chaqueta—. Voy a bajar al camarote a dejar los pasaportes. ¿Me espera aquí?

—Creo que sí. Me vendrá bien el aire del mar.

El inventor de historias se alejó y Pedro Almeiras se quedó solo mientras la tierra americana empezaba a convertirse en un punto que iría perdiendo consistencia hasta hacerse casi imperceptible. Cerró los ojos. Cuando los abrió, una joven había buscado acomodo junto a él y le sonreía.

—Pensé que se había quedado dormido. —La muchacha era rubia y lánguida, y hablaba un inglés depurado que no era, desde luego, su lengua materna.

—No… claro que no.

—Me llamo Isabel Cardoso. ¿Es usted americano?

Pedro Almeiras pensó en la posibilidad de murmurar una disculpa y alejarse de cubierta. Pero se trataba de una mujer muy joven, agradable desde luego, decididamente hermosa y a buen seguro inofensiva. Además, Linus Daff le había dicho que tenía que tranquilizarse, y emprender la huida ante un simple saludo no era, en absoluto, un síntoma de serenidad.

—No… soy español.

—Entonces podemos hablar en su idioma. Viví dos años en Madrid, y además no me gusta el inglés. ¿Cómo se llama?

—Pedro Almeiras.

—Almeiras… ¿es usted de origen portugués?

—No… soy gallego.

—Entonces somos casi primos —la joven exhibió una sonrisa de dientes perfectos—. Yo soy portuguesa. He pasado tres meses con mis padres en Nueva York y ahora volvemos a Lisboa. Me encanta América. ¿Vive usted en Manhattan?

—No…

—¿Dónde entonces? ¿En Boston, en Filadelfia?

—En realidad vivo en La Habana.

—La Habana. —Isabel Cardoso susurró el nombre de la ciudad y entornó los párpados—. Siempre he querido conocer Cuba, pero mi padre dice que es tierra de salvajes. Claro que usted no parece un salvaje. —Volvió a sonreírle—. ¿Va a quedarse muchos días en Lisboa?

—Todavía no lo sé. —Pedro Almeiras empezaba a ponerse nervioso.

—¿No? Ah, claro, está de viaje hacia su tierra. ¿Es usted uno de esos gallegos pobres que hacen fortuna en Cuba y luego regresan a Galicia a construirse una casa enorme para dar envidia a todo el mundo?

En otras circunstancias, a Pedro Almeiras le hubiese parecido irresistible la ingenua espontaneidad de la muchacha, pero en aquella ocasión no estaba en condiciones de valorar en su justa medida los encantos de la portuguesa. Ella, sin embargo, debía de estar muy acostumbrada a fascinar a todos cuantos hombres abordaba, así que no percibió el más mínimo signo de incomodidad por parte del conocido reciente.

—¿Es usted verdaderamente rico?

—Bueno… —Pedro Almeiras no sabía de qué cantidad de dinero había que disponer para considerarse «verdaderamente rico»—, ésa es una pregunta muy particular…

Isabel Cardoso hizo un mohín con la nariz y entornó los párpados otra vez.

—Claro que sí. Ésta es la cubierta de primera clase. Si no fuese muy rico habría comprado un pasaje de segunda. Dígame —bajó un poco la voz—, ¿viaja usted solo?

—No…

En las pupilas de ella se asomó el desencanto, y Pedro Almeiras se sintió en la obligación de aliviar su inquietud.

—Voy con un amigo.

—¡Qué bien! Nosotros somos muchos. Mis padres y otros amigos suyos… y sus hijos, naturalmente. Unos treinta en total, todos portugueses. Pero yo empiezo a aburrirme de estar siempre con ellos. Usted y su amigo podrían cenar con nosotros algún día. Debe de ser muy bonito eso de regresar a la tierra propia después de tantos años. ¿Cuánto tiempo vivió usted en Cuba?

Definitivamente, Isabel Cardoso parecía decidida a componer la carta de navegación de la vida anterior de Pedro Almeiras.

—Veinte años.

—Eso es mucho tiempo. Hace veinte años yo casi no había nacido. ¿Y su amigo?

—¿Cómo dice?

—Su amigo. El que viaja con usted. ¿Cómo se llama?

—Fernando Castro de Lema. A sus pies, señorita… —Linus Daff había llegado en el momento preciso.

La joven tendió al recién llegado una mano muy blanca, de uñas tan pulidas que cada una de ellas brillaba como un cristal diminuto.

—Soy Isabel Cardoso. El señor Almeiras y yo nos hemos hecho muy amigos, ¿no es cierto? —El otro compuso una sonrisa desesperada—. Vamos a pasar mucho tiempo juntos durante esta travesía. Estos viajes son muy largos si uno no conoce gente interesante. Estoy deseando hablar de ustedes a mis amigos. Dos gallegos ricos que vuelven a su tierra después de hacer una fortuna en Cuba… —Miró su relojito de pulsera—. Ah, qué tarde es. Mi madre debe de estar buscándome. Encantada, señor Castro. Tienen que cenar con nosotros hoy mismo. Hay muchas cosas que quiero que me cuenten. ¿Saben que mi padre es arquitecto? Podría ayudarle en el proyecto de su nueva casa.

—¿Qué… qué casa? —Linus Daff miró a Pedro Almeiras.

—La que va a construirse su amigo en cuanto llegue a Galicia. Espero que sea muy grande y que tenga muchas ventanas. A mí me encantan las casas con ventanas, ¿y a usted? Bueno, debo irme. Y no se olvide de que cenamos esta noche. Usted también, señor…

—Castro. Encantado, señorita Cardoso.

La portuguesa se alejó meneando un sombrero de paja que llevaba en la mano. Linus Daff y Pedro Almeiras la vieron marchar y tardaron unos segundos en recuperar el habla.

—Por todos los santos, Almeiras, ¿se puede saber qué le ha contado a esa cabeza de chorlito?

—Nada. Le doy mi palabra de honor. —Pedro Almeiras trataba de salir del aturdimiento provocado por la alegre locuacidad de la muchacha—. Era ella la que no dejaba de hablar y de sacar conclusiones.

—Pues la hemos hecho buena. A estas horas ya habrá contado a todo el mundo que viajan en el barco dos cubanos millonarios que vuelven a Galicia a gastar su fortuna.

—Quizá no diga nada —apuntó el otro.

—¿Usted cree? —Linus Daff le dirigió una mirada sarcástica—. Pues creo que la discreción no está entre las virtudes de esa chica. En fin, no podemos decir que las cosas hayan empezado demasiado bien. ¿Qué hora es?

—Las doce en punto. Servirán el almuerzo dentro de media hora. ¿No sería mejor pedir que trajesen nuestra comida a los camarotes?

—No, Pedro. No puede pasarse usted las próximas semanas escondido del mundo. Hágase a la idea de que esto es sólo el principio. Esperemos no encontrar a muchas damas del estilo de Isabel Cardoso en lo que queda de viaje.

El comedor estaba desierto cuando Pedro Almeiras y el inventor de historias ocuparon su mesa. Al parecer, el resto de los viajeros habían preferido almorzar en el último turno y dedicar los primeros momentos de travesía a conocer el buque. Estaban tomando el café cuando empezaron a entrar más pasajeros, que saludaron a los dos hombres con una inclinación de cabeza. Uno de ellos se detuvo frente a la mesa que ocupaban Pedro Almeiras y el inventor de historias y les miró sonriente. Ambos se pusieron en pie.

—Así que de regreso a su tierra, ¿eh? Mucho gusto. Me llamo João Taveira y tengo parientes en Galicia. ¿De qué parte son ustedes?

—Del norte —Linus Daff—. Soy Fernando Castro y él es Pedro Almeiras… Y ahora, señor Taveira, va a tener que disculparnos. Creo que necesitan esta mesa. Ya nos veremos.

Salieron del comedor.

—En efecto, la señorita Cardoso ha resultado ser un modelo de prudencia. Caramba, Pedro, parece que eligió usted a la dama más charlatana de todo el barco.

—Le juro que…

—No me diga nada. Y de ahora en adelante procure esquivar a ese Taveira. Creo que tiene la intención de encontrar parientes comunes en el árbol genealógico de cualquiera de los dos.

Pasaron la tarde descansando en sus camarotes respectivos. A las ocho en punto, el capitán del barco ofrecía una copa de bienvenida a los pasajeros de primera clase, y a pesar de las reticencias iniciales, Pedro Almeiras tuvo que reconocer ante Linus Daff que tenía demasiadas ganas de hacer vida social como para recluirse en el camarote y renunciar así a otra fiesta mundana.

Llegaron al salón. Un centenar de pasajeros disfrutaban ya de las primeras copas. El aire estaba tomado por la mezcla de los perfumes de las damas y el olor del tabaco de los caballeros, y el rumor de las conversaciones casi aplacaba el de la música que interpretaba la orquesta de jazz. Un camarero les sirvió dos copas de champán justo antes de que el capitán se acercase para saludarles.

—¿Cómo están? Soy Ricardo Pinto, el capitán del barco.

—Fernando Castro.

—Pedro Almeiras.

—Así que ustedes son los indianos. Yo tengo amigos en La Habana. He visitado Cuba un par de veces. ¿Conocen a Cristino Ramírez?

Pedro Almeiras palideció al escuchar el nombre de un conocido habanero. Por suerte, fue Linus Daff quien habló.

—Me temo que no. La Habana es más grande de lo que parece. Pero no queremos entretenerle, capitán. Me parece que esta noche tiene usted más trabajo que de costumbre.

—Volveré a verles. Por cierto, me parece que alguien les busca.

Isabel Cardoso se acercaba al grupo luciendo un vestido azul largo hasta los pies y una sonrisa rutilante, llevando del brazo a un caballero alto y delgado, con una boca idéntica a la de la joven y el mismo andar decidido de la portuguesa.

—Mira, papá, éste es Pedro Almeiras. Y su amigo, Fernando Castro.

—Alberto Cardoso. Encantado, caballeros. Isabel me ha dicho que vuelven ustedes a Galicia.

—Así es. —Linus Daff dejó sobre una mesa su copa de champán—. Ya saben, la tierra siempre espera el regreso de sus hijos pródigos.

—¿Es usted gallego? Su acento…

—Extraño, ¿verdad? Me casé con una dama norteamericana que no sabía español. Nada en absoluto. Así que en mi casa, y hasta la muerte de ella, no se habló más que en inglés. Nuestros criados eran americanos, y también la mayoría de nuestros amigos… Mi pobre Fanny murió sin haber aprendido una sola palabra de la lengua materna de su esposo. En compensación, mi inglés es prácticamente perfecto, aunque no puedo decir lo mismo de mi acento español.

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