El invierno de Frankie Machine (22 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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«Me gustaría verlo», piensa Frank.

Hace años desde la última vez que el desierto se llenó de flores y el suelo del valle se cubrió de una panoplia (una palabra que aparece en los crucigramas) de flores silvestres. Frank siempre se emociona y le parece un milagro que el desierto reseco se convierta en un mar de colores y florezca lleno de vida.

«Es una ratificación de la vida —piensa Frank—. Que crezcan flores en el desierto demuestra que la redención es posible. Espero llegar a verlo. Traeré a Donna para que lo vea; tal vez también a Jill. A lo mejor es un viaje que podemos hacer los tres juntos. ¡Qué cosas se me ocurren! ¡Como si fuera posible meterlas a las dos en el mismo coche!»

—Bob.

Frank alza un dedo y se acerca a la barra a coger su bandeja. La comida huele de maravilla. Va hacia otra barra, elige dos salsas distintas (una «verde» y una «fresca») y un poco de zanahorias picantes.

La comida sabe tan bien como huele: las enchiladas bañadas en una salsa espesa llamada «mole poblano» y el arroz y las alubias en su punto justo. Frank se fija en que el menú incluye tacos de pescado y se pregunta quién se lo proveerá. Se le ocurre que podría hacerles una propuesta comercial, pero después saca las cuentas y decide que conducir hasta allí y después regresar con las manos vacías sería más que suficiente para perder las ganancias que pudiera obtener.

Acaba de comer, arroja el plato de plástico en el cubo de la basura y sale. La lluvia es suave —parece más una neblina—, pero las calles están tranquilas, como si los residentes se escondieran en sus casas, esperando a que vuelva a salir el sol.

Frank entra en el banco, se dirige a la atractiva cajera y pregunta por el director, el señor Osborne.

—¿De parte de quién? —pregunta la cajera.

—Scott Davis —dice Frank con una sonrisa.

—Aguarde un momento, por favor, señor Davis.

Osborne parece nervioso cuando sale de su oficina. Tiene una nuez de Adán prominente para su cuello estrecho, pero que además sube y baja más de lo que Frank quisiera.

«No te mosquees —se dice Frank a sí mismo—: no es más que un ciudadano que siempre respeta la ley y que ahora está algo estresado porque está a punto de cometer una ilegalidad.»

Osborne le tiende la mano. Tiene la palma húmeda, sudorosa.

—Señor Davis —dice con voz bastante alta para que lo oiga la cajera—. Pase a mi oficina y veremos qué podemos hacer con su préstamo.

Frank lo sigue hasta su despacho. Osborne abre un armario y a continuación la caja fuerte; después saca una bolsa de dinero de lona y se la entrega a Frank.

—Veinte mil —dice.

—Menos el 3 por ciento para usted —dice Frank y se mete la bolsa en la chaqueta.

—¿No lo va a contar? —pregunta Osborne.

—¿Debería?

—Está todo.

—Lo suponía —dice Frank.

Por encima del hombro de Frank, Osborne mira por la ventana que da a la calle. Frank saca la calibre 38 y la apunta a la cara del banquero.

—Hable.

—Unos hombres vinieron a mi casa esta mañana —dice Osborne con voz temblorosa—; me dijeron que le diera el dinero. Por favor, no me mate. Tengo esposa y dos hijas. Becky tiene ocho años y Maureen...

—Cállese —dice Frank—. Nadie va a matar a nadie.

«Esperemos.»

Osborne se echa a llorar.

—Mi carrera..., mi familia..., la cárcel...

—No va a ir a la cárcel —dice Frank—. Lo único que tiene que hacer es mantener la boca cerrada,
capisce?

—Mantener la boca cerrada —repite Osborne, como si intentara memorizar las indicaciones que le están dando por teléfono: «Gira a la izquierda en Jackson, la segunda a la derecha en La Playa, mantén la boca cerrada».

—¿Hay una puerta trasera? —pregunta Frank.

Osborne se lo queda mirando y Frank repite la pregunta.

—Me ha dicho que mantuviera la boca cerrada —dice Osborne.

—Ahora no —dice Frank—. ¿Hay alguna salida por atrás?

—Tengo que abrirla con la llave.

—¿Y a qué espera?

La puerta está cerrada con tres llaves y atravesada por una barra de seguridad. Osborne tarda casi un minuto en abrirla.

—No abra —dice Frank.

«¿En qué estarás pensando? —se pregunta a sí mismo—. Cualquier pandilla que se precie habrá apostado uno o dos hombres en la parte trasera y seguro que han escuchado que se descorría el pestillo de la puerta. Si sales por esa puerta, te cae encima una lluvia de balas. Claro que, si sales por la puerta principal, te cae otra, de modo que estás atrapado.»

34

No cabe duda de que eso es lo mismo que piensa Jimmy el Niño: que Frankie Eme lo tiene muy chungo.

Jimmy está sentado en un coche al otro lado de la calle. Ocupa el asiento del acompañante y tiene un rifle en el regazo, esperando para dar el tiro de gracia.

—¿Estás seguro de que ha entrado? —pregunta Jimmy.

—Lo he visto entrar —dice Carlo.

Carlo se había colocado en la heladería que hay en la acera de enfrente. Ha visto pasar a Frankie Machine con el coche, después ir a comer y después entrar en el banco. Podría haberlo rematado él mismo, pero tenía órdenes estrictas de Jimmy, que le había dicho: «Si lo ves, me llamas», así que Carlo lo llamó y pidió otro helado, de caramelo esta vez.

Jimmy está sentado en el coche y tamborilea con el pie como el bombo en un grupo de
heavy metal
.

—¿Están Paulie, Jackie y Joey en la parte de atrás?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Llámalos, si quieres.

Jimmy se lo piensa y después cambia de idea. Paulie sería capaz de ponerse a hablar por teléfono a gritos y así poner sobre aviso a Frankie Eme. No, Jimmy quiere que Frankie se sienta seguro y confiado y que salga caminando por aquella puerta con el dinero en la mano y pensamientos positivos en la cabeza. Entonces ¡pam!

«Solo tienes un disparo, no pierdas la oportunidad de matar.» —¿Por qué coño tarda tanto? —pregunta Jimmy. Carlo no tiene tiempo de responder, porque, en aquel preciso instante, empiezan a gemir las sirenas. Son las sirenas de la policía y vienen hacia aquí. Carlo no espera a que Jimmy le diga que ponga la primera y se marche a toda leche. Es obvio.

35

Frank sale por atrás en cuanto oye las sirenas. Osborne había hecho sonar la alarma silenciosa, como él le había dicho. Esperaba que el banquero obedeciera también el resto de sus instrucciones.

«Dígale a la policía estatal que entró un hombre e intentó robarle, pero que después se puso nervioso y salió corriendo. Deles la descripción de uno de los hombres que vinieron a verlo esta mañana», le había dicho a Osborne.

—¿Y si les digo que el ladrón se llevó veinte mil dólares? —preguntó Osborne.

—¿Se supone que haya veinte mil dólares extra en el banco? —dijo Frank.

—No.

—¿Entonces?

—Está bien.

—Limítese a hacer sonar la alarma, ¿vale?

Sin embargo, Frank no sale corriendo por el callejón, sino que busca la escalera que conduce al techo y sube. Cuando llega arriba, el corazón le late con fuerza y él respira con dificultad.

Jill tenía razón sobre la carne roja y los postres, piensa: tengo que comer menos. Se arrastra sobre la barriga por el techo y baja la escalera por el otro lado justo cuando los coches de la policía estatal se detienen en seco delante del banco. Frank va hacia su coche, retrocede con calma, cruza la calle hasta una gasolinera y empieza a llenar el tanque.

—¿Qué pasa? —le pregunta al encargado, que ha salido a ver a qué se debe tanto alboroto.

—No lo sé —responde el chaval—. Tiene algo que ver con el banco.

—¡Jo!, no me digas —dice Frank—. ¡Qué disparate!

Ve que Osborne sale del banco con uno de los policías y que un civil cruza desde la heladería y se pone a señalar hacia el oeste, con grandes gestos de «se fueron hacia allá».

Uno de los policías corre hacia su coche y sale volando hacia el oeste.

Frank llena el tanque.

—Espero que los pillen —dice y se marcha hacia el este, sin superar el límite de velocidad.

«Eres idiota —se dice a sí mismo— o es que te estás cansando y perdiendo facultades. Era el tío de la heladería, al otro lado de la calle. Lo conoces, pero no recuerdas de dónde. Es una putada envejecer. Vamos, piensa, piensa, piensa.»

El nombre le da vueltas, lo tiene en el límite de la memoria. Carlo Moretti: un tío de Detroit, un esbirro de Vince Vena.

36

Corría el año 1981. Frank y Patty ya tenían dificultades en su matrimonio. Intentaban tener un hijo y no lo conseguían. Habían consultado a montones de médicos, pero el diagnóstico siempre era el mismo: la concentración espermática de Frank era baja y no había nada que hacer. Hablaron de adoptar, pero Patty no estaba por la labor.

Ella decía que no lo culpaba —habría sido absurdo e injusto, según ella—, pero él sabía que una parte de ella, en lo más profundo de su corazón, albergaba algo de resentimiento. Ella echaba la culpa a sus horarios, a la presión a la que se sometía no solo con el negocio del pescado, sino ahora también con el de la mantelería, y él respondía que, si alguna vez tenían un hijo, quería ser capaz de asegurar su bienestar y de ofrecerle un futuro.

De modo que era una época difícil y su vida amorosa se había convertido en un esfuerzo angustioso. Fue precisamente uno de aquellos días en los que ella tenía más probabilidades de quedarse embarazada cuando él recibió la llamada de Chicago para que fuera a Las Vegas a resolver aquel problemilla. La verdad es que Frank se alegró de poder marcharse unos días.

«Necesitas el dinero», se dijo a sí mismo, y era cierto, aunque la verdad era que su casa se estaba convirtiendo en un lugar desagradable y él buscaba excusas para marcharse.

Aquel era en parte el motivo de que pasase muchas horas trabajando y en parte el motivo por el cual aceptó el trabajo en Las Vegas. Patty y él tuvieron una discusión por eso.

—¿Te vas a Las Vegas con tus amiguetes? —preguntó Patty—. ¿Justo ahora?

«Ahora —pensó Frank—, cuando se supone que, diligente y alegremente, esté realizando un acto de amor.»

—Voy a trabajar.

—¡A trabajar! —se mofó ella—. Perder en el juego nuestro dinero, echar polvos con prostitutas, ¡y a eso lo llaman «trabajar»!

—Ni juego ni me follo a prostitutas.

—Entonces ¿qué haces en Las Vegas? —preguntó—. ¿Vas a ver los espectáculos?

—¡Voy a trabajar! —estalló él—. ¡Es mi forma de ganar dinero, de traer comida a la mesa, de pagar los médicos, de...!

—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó ella—. ¿Qué es exactamente lo que haces?

—¡Es mejor que no preguntes! —gritó él—. Limítate a coger el dinero y a mantener la boca cerrada. No hagas preguntas sobre cosas que no te conciernen.

—¿Que no me conciernen? ¡Soy tu mujer!

—¡No me lo recuerdes!

Eso le dolió. Él se dio cuenta antes de que las palabras le salieran de la boca. Ojalá hubiese podido recuperarlas del aire. Ella se deshizo en lágrimas.

—Quiero tener un bebé.

—Y yo también.

Aquello fue lo último que dijo al salir por la puerta. De todos modos, había que reconocer que el largo trayecto en coche hacia Las Vegas fue un alivio: unas cuantas horas de paz y sosiego, sin discusiones ni recriminaciones ni la desalentadora sensación de fracaso, con tiempo para pensar en el trabajo, que tenía sus bemoles.

Donnie Garth era el niño mimado, el niño prodigio de los magnates inmobiliarios de Chicago, aunque nadie fue consciente de lo bien que le estaba yendo hasta que, de repente, compró el Hotel Paladín de Las Vegas. Nadie sabía que tuviera tanto dinero.

Todo funcionó bien por un tiempo, hasta que Garth tuvo delirios de grandeza y empezó a oponerse a que la mafia de Chicago siguiera llevándose un porcentaje de las ganancias de su casino.

Fue Frank quien llevó a Carmine Antonucci a la casa de Garth en La Jolla para «explicárselo». La casa de Garth era diferente: una mansión de estilo normando, con una entrada circular de gravilla y un garaje para seis coches en el que había, entre otros, un ferrari y un Austin-healey. No se podía negar que Garth tenía clase.

Aquel día salió a recibirlos a la puerta principal: era un hombrecillo con un jersey de cachemira amarillo enrollado al cuello, una camisa azul de seda con el cuello abierto, pantalones blancos y mocasines.

Frank recuerda lo pequeño que parecía en comparación con la inmensa puerta de madera que tenía detrás. Fue pura sonrisa y estrechar de manos, pero se notaba que lo avergonzaba que se presentaran en su casa unos matones de verdad y que lo ponía nervioso que sus vecinos vieran el tipo de visitas que recibía; visitas como Carmine Antonucci y Frankie Machine.

Carmine era el hombre de Chicago en Las Vegas y precisamente se encargaba de supervisar el porcentaje tan rentable con el que Garth pretendía meterse. Carmine aceptó con amabilidad el té frío que Garth le ofreció, esperó a que el mayordomo fuera a buscarlo, bebió algunos sorbos por cortesía y después le dijo, señalando a Frank:

—Mira bien a este hombre. ¿Sabes por qué lo llaman «la Máquina»?

—No.

—Porque es automático —dijo Carmine—. No falla jamás. Si te empeñas en ser un obstáculo para que mi hotel funcione sin complicaciones, enviaré a la Máquina a verte, pero tú no lo verás, porque estarás muerto. ¿Nos hemos entendido?

—Sí.

La mano de Garth le temblaba como si fuese un terremoto. Se oía repiquetear el hielo y la larga cucharilla de plata en el vaso.

—Gracias por el té —dijo Carmine, poniéndose de pie—. Delicioso y refrescante. Nos encantaría quedarnos a cenar, gracias, pero tengo que coger un avión.

Aquello fue todo. Frank no dijo ni una palabra. Condujo a Carmine al aeropuerto, desde el cual regresó a Las Vegas en un avión particular.

Donnie Garth comenzó a portarse bien hasta que, poco después, tuvo un problema. Lo que ocurrió fue que, como tenía tortícolis, Donnie Garth quiso darse un baño de vapor en el balneario del hotel y en esas estaba cuando entró un pedazo de músculo de Chicago llamado Marty Biancofiore.

Marty había hecho algún trabajo serio para Garth: había intimidado a un par de posibles compradores que también habían estado interesados en el Paladín, con lo cual se le había metido en la cabeza que Garth estaba en deuda con él. Lo que le dijo a Garth mientras los dos estaban envueltos en toallas fue que, a menos que Donnie le diera una parte del hotel, él iba a coger una parte de Garth: una parte muy esencial. Por consiguiente, Garth volvió a tener tortícolis. Todavía tenía el pelo húmedo cuando llamó a Carmine.

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