Alison acariciaba con la boca el cuello de Summer y ella dijo:
—Si haces eso, no te lo puedo impedir.
—Ya lo sé —dijo Alison y estiró los brazos para desatarle el sujetador del traje de baño. Alison agachó la cabeza y le besó primero un pecho y después el otro; después empujó suavemente a Summer hacia atrás hasta que apoyó la espalda en el suelo y se deslizó hacia abajo, besándola a lo largo del estómago y después por la parte superior de las bragas, mientras Summer gemía y decía:
—Es la primera vez que hago una cosa así.
Alison se sentó y le quitó las bragas; después abrió las piernas de Summer y se tumbó entre ellas y las caderas de Summer empezaron a ondular; después arqueó la espalda y hundió los dedos en la suntuosa alfombra blanca.
«Era una imitación de una película pornográfica mala —pensó Frank—: una parodia, una representación, "La corrupción de la inocencia", pero bien hecha, estúpida, obscena y convincente a la vez. Summer era buena actriz y alternaba entre resistir y sucumbir; hacia el final, quedó tumbada con la cabeza en el regazo de Alison, mientras el "hijo afortunado", con la polla cubierta de adormecedora cocaína, entraba en escena para el último acto.»
En aquel momento empezó a graznar la radio en el coche de Mike. Como Mike no hizo el menor caso, Frank fue y respondió. Era la encargada de la oficina.
—¡Por Dios! Me alegro de encontrarte —le dijo—. Patty se ha puesto de parto. Está en Scripps.
Frank salió rápidamente del coche.
—Me tengo que ir —le dijo a Mike.
Mike estaba absorto en la escena que se desarrollaba dentro de la casa.
—¿Ahora mismo?
—Patty se ha puesto de parto.
—Vete, vete —dijo Mike, sin apartar los ojos de la ventana.
Frank subió corriendo a su coche y se marchó a toda velocidad. Llegó al hospital a tiempo y estuvo en la sala de parto cuando Jill nació. Cuando tuvo a su hija en brazos, su vida cambió.
Sin más ni más.
Frank supo más adelante —igual que el resto de los imbéciles— que la industria de ahorro y préstamo fue el mayor tongo de la historia y que eclipsaba todo lo que cualquier mafioso hubiese logrado montar jamás.
El chanchullo funcionaba de esta manera: Garth y los demás tíos de la sociedad conseguían operaciones de ahorro y préstamo, se hacían préstamos sin garantías a ellos mismos y a sus socios, a través de empresas fantasma; después dejaban de pagar los préstamos y vaciaban a la sociedad de ahorro y préstamo de todo su activo.
Garth se quedó con mil quinientos millones de dólares de su compañía Hammond de ahorro y préstamo.
«Tenía la misma forma que la quiebra mafiosa clásica —piensa Frank ahora—, con la diferencia de que nosotros solo logramos hacerla con restaurantes y bares y puede que algún hotel de vez en cuando. Aquellos tíos robaron a todo el país del orden de los treinta y siete mil millones de dólares y el Congreso se lo hizo pagar a los trabajadores.»
Todo el castillo de naipes del ahorro y préstamo acabó por desmoronarse y Garth y un puñado de los otros cumplieron breves condenas en alguna prisión federal para pagar por sus chanchullos, mientras los senadores y congresistas que habían estado en el barco, tanto en el sentido literal como en el figurado, fueron a la CNN a proclamar que todo aquello era una desgracia.
A Karen Wilkenson le cayeron un par de años por alcahueta y John Saunders desapareció durante un año por malversación de fondos bancarios.
El «hijo afortunado» llegó a ser senador de Estados Unidos.
«Summer Lorensen tuvo un final más triste —recuerda Frank—. Pocos días después encontraron su cuerpo en una cuneta de la carretera en Mount Laguna. Acabó como víctima del "asesino del río verde", que se dedicaba a buscar prostitutas, las violaba, las mataba y les llenaba la boca de piedras.»
Pasaron años antes de que la policía lo capturara. No es extraño. En aquella época, los polis usaban una expresión para referirse al asesinato de prostitutas y de yonquis: «No se han registrado víctimas humanas».
Sin embargo, Frank se sintió mal al pensar en aquella niña dulce tumbada junto a una carretera, con piedras en la boca, pero después lo olvidó. Estaba ocupado y las guerras de los clubes de estriptis estaban a punto de estallar.
Eddie Monaco se parecía a Huckleberry Finn, es decir, siempre y cuando Huck tuviera cincuenta años y acabara de echar un polvo. Rubio y de ojos azules, Eddie tenía un aspecto infantil e inocente y siempre conseguía hacer reír a la gente.
Nada parecía importunar a Eddie jamás. Para él, la vida era una fiesta, llena de trinquis, titis y tronquis. Y él no era como Donnie Garth. Eddie era un auténtico matón, que había estado en chirona por extorsión y por falsificación. Claro que, por tener antecedentes, Eddie no podía conseguir autorización para vender bebidas alcohólicas, de modo que tenía un hombre de paja que técnicamente era el propietario del Club Pinto, aunque todo el mundo sabía que el club no pertenecía a Patrick Walsh. El Pinto era de Eddie Monaco.
El club de estriptis quedaba en el bulevar Kettner, en lo que había sido el barrio italiano, a pocas manzanas de Lindbergh Field. Cuando Frank y Mike iban a buscar a alguien al aeropuerto en limusina, Mike se aseguraba de que todos los empresarios que llegaban a San Diego oyeran hablar del Club Pinto. Les soltaban el discursito:
«Lo pasamos a buscar por su hotel, lo llevamos al club y lo devolvemos sano y salvo. Puede beber todo lo que quiera, sin preocuparse por las pruebas de alcoholemia y, si por casualidad quiere compañía en el camino de regreso... digamos que una de las chicas, podemos arreglarlo también, sin ningún recargo. Y si quiere declararlo, no hay problema: le damos un recibo limpio. Hasta podemos facilitarle una cuenta de restaurante, si quiere, para demostrar que ha asistido a una cena de negocios.»
Teniendo en cuenta que Frank llevaba allí clientes todo el tiempo y que por lo general acababa llevándolos también de vuelta, al final resultó que pasaba mucho rato allí.
Y hay que reconocer que las chicas eran guapas. Eddie Monaco tenía buen ojo para encontrar talento y era generoso con él.
—Si quieres algo —solía decirle a Frank—, no tienes ni que pedirlo. Un bocadillo, una bebida, una mamada, lo que quieras.
A Eddie le gustaba estar rodeado de mafiosos. Aquello mantenía las cosas en su sitio y proporcionaba al lugar un tufillo de notoriedad y de peligro que atraía al personal. ¿Cómo lo llamaba él? ¿El «toque gansteril»? De todos modos, Mike y Frank le llevaban muchos clientes, de modo que una comida, algo de bebercio y un buen francés en el cuarto oscuro ¿qué podían significar? Aquello era una miseria para Eddie Monaco.
Frank solía aceptar la comida gratis y las bebidas por cuenta de la casa, pero jamás aprovechó lo de las mamadas. Ya era bastante triste lo de las chicas, sin que tuvieran que fingir entusiasmo de rodillas en la oficina; además, con una niña pequeña en casa, estaba intentando ser fiel a su esposa.
No era tan difícil. Las estríperes parecían sexys al principio —por aquello de las luces, la música machacona y el ambiente de puro erotismo—, pero el atractivo desaparecía enseguida, sobre todo cuando uno frecuentaba el bar y llegaba a conocerlas y hablaba con ellas durante los descansos. Entonces, más tarde o más temprano —por lo general más temprano— salían de sus labios las mismas historias cansadas y deprimentes de siempre: los abusos sexuales en la infancia, los padres fríos y distantes, las madres alcohólicas, los abortos en la adolescencia, la drogadicción. Sobre todo las drogas.
Aquellas chicas llevaban tanta coca encima que era un milagro que pudieran parar de bailar alguna vez. A menos que pillaran como amante a algún viejo rico, quedaban atrapadas en el ciclo de la droga, por mucho que intentaran desengancharse, hasta que, convertidas en cocainómanas agotadas, con más rayas en la cara que dentro de la nariz, las echaban a la puta calle.
Entonces entraba otra tanda. Total, que chicas no faltaban nunca.
Eddie tenía cinco coches de época, incluyendo el rolls con el que solía dar vueltas por ahí. Tenía mujeres —montones de mujeres y no solo las bailarinas— y las mujeres tenían montones de joyas que salían de los dedos de Eddie. Eddie tenía una casa inmensa en Rancho Santa Fe y un piso en un complejo residencial de La Jolla.
Eddie tenía trapos chulos, relojes Rolex y fajos de billetes y lo otro que tenía Eddie eran montones de deudas.
Venían junto con su ambición. Nada era demasiado bueno para Eddie ni nada era demasiado bueno para el Club Pinto. Gastó millones en remodelar el lugar —unos millones que no tenía—, pero quería que el Pinto fuera el principal club de
topless
de California, la base para toda una cadena de clubes. Eddie quería ser el rey en el mundo de los clubes de estriptis y no le importaba lo que tuviera que gastar para conseguirlo.
El problema era que estaba gastando el dinero de los demás. Eddie era experto en eso y gastaba cientos de miles de dólares, pero no parecía importarle en absoluto. Pagaba sus viejas deudas con más dinero que acababa de recibir de otros y así iba pasando la deuda de aquí para allá. Por algún motivo, siempre había gente dispuesta a darle dinero.
Una de aquellas personas era un usurero llamado Billy Brooks.
Billy solía frecuentar el Pinto, se comía con los ojos tetas y culos e iba a la caza de clientes. Solían acompañarlo sus dos sicarios: Georgie Yoznezensky, que, por motivos obvios, era más conocido simplemente como «Georgie Ye», y Angie Basso, que en realidad era el tintorero preferido de Eddie Monaco, cuando no estaba rompiendo piernas para Billy.
Angie era el típico
compare
, pero Georgie Ye, bueno, Georgie Ye era todo un personaje. Un inmigrante de Kiev alto y desgarbado, con muñecas duras y la cabeza más dura todavía, un tío tan estúpido y tan violento que ni la mafia rusa del distrito de Fairfax lo quería ver por allí. Quién sabe cómo se enganchó con Billy, que le encargaba algún trabajo de vez en cuando y hasta le consiguió empleo como gorila en el Pinto.
Eddie le dio el trabajo por hacerle un favor a Billy y, ¿por qué no?, Billy le había prestado a Eddie cien mil dólares. Lo que pasa es que Billy quería que se los devolviera, pero Eddie no le hacía caso.
Billy iba una y otra vez al club a pedirle a Eddie su dinero. Al principio, Eddie solía decirle: «Mañana, te lo prometo» o «La semana que viene, Billy, seguro», y se lo sacaba de encima ofreciéndole gratis a sus chicas, que se lo llevaban atrás, al cuarto oscuro, y le hacían una mamada o se iban con él a la calle, hasta un motel, para echarse un polvito, pero a Billy no le bastaban los coños y quería su dinero y no se lo daban.
Y tenía que quedarse mirando mientras Eddie alquilaba clubes enteros por una noche para dar una fiesta o paseaba en su rolls con modelos de
Playboy
abrazadas a él o daba billetes de cien dólares de propina a porteros y encargadas del guardarropa y en general repartía dinero por todas partes como si fuesen avioncitos de papel, pero a Billy no le devolvía ni un céntimo.
No servía de mucho que Eddie fuese guapo, que fuese un tío cojonudo y que Billy no fuese ninguna de las dos cosas. Tenía cara de memo y expresión abatida; feo pelo y fea piel. Debía de ser, pensaba Frank años después, como para Richard Nixon ver a Bill Clinton ligando con chavalas.
Si al menos Eddie hubiese sido amable con el tío, las cosas habrían salido de otra manera, pero Eddie se cansó de tener a Billy encima todo el tiempo y empezó a pasar de él, a no hacerle caso, a no devolverle las llamadas y a pasar a su lado en el club como si no estuviera.
—¿Y yo qué soy? —dijo Billy a Mike Pella una noche—. ¿Un gilipollas?
Era nochevieja y estaban sentados en el bar del Club Pinto, donde Billy había quedado con Eddie para hablar de la situación.
El hecho de que fuera nochevieja no le había caído demasiado bien a Patty.
—Es nochevieja —se había quejado— y pensé que podríamos salir.
—Tengo trabajo.
—Trabajo —dijo ella—. Dar vueltas por ahí con un puñado de putas.
—No son putas —dijo Frank. «En fin, algunas de ellas no lo son», pensó—. Son bailarinas.
—Lo que hacen no es bailar.
—Es la noche que más se trabaja en todo el año. ¿Sabes las propinas que me darán? —preguntó Frank.
«Además —pensó—, ¿vamos a salir en nochevieja a un restaurante o un hotel? ¿Vamos a pagar el doble por la misma comida, que por lo general es de calidad inferior, con un servicio lento y, encima, pagando obligatoriamente el 18 por ciento por el servicio, cuando yo podría salir y ganar bastante pasta?»
—Mira, salgamos mañana por la noche y te llevo a donde tú quieras.
—Nadie sale el uno por la noche —dijo Patty.
—Será más fácil conseguir una mesa —dijo Frank.
—Muy divertido —dijo Patty—. Dos rácanos en un restaurante vacío.
—Te llamo a medianoche —dijo Frank—, así te besuqueo por teléfono.
Por algún motivo, parece que aquello no la aplacó y ni siquiera le dirigió la palabra cuando él se marchó.
Cuando Frank llegó al club, se sentó en el bar a oír a Billy Brooks quejándose a Mike. Mike y Billy habían cumplido condena juntos en Chino, de modo que eran viejos amigos. Mientras escuchaba a Billy quejarse por el problema que tenía con Eddie Monaco, Frank ya sabía lo que diría Mike al respecto, que fue precisamente lo que Mike dijo.
—Sin ánimo de ofenderte, Billy —dijo Mike—, pero deberías saber que la gente habla y dice que estás dejando que Eddie se ría de ti y eso no puede ser bueno para el negocio.
«No, claro que no», pensó Frank.
Un usurero siempre ha de contar con dos cosas: efectivo y respeto. Si dejas que alguien no te pague y encima te lo diga a la cara en público, el resto de tus clientes no tardan en concebir la idea de que no tienen por qué pagarte ellos tampoco. Empieza a correr el rumor de que eres un imbécil, un calzonazos y un pelele y ya te puedes despedir de tu dinero, porque no lo vas a recuperar jamás, ni el capital ni los intereses.
Entonces más te vale dejar de lado aquel negocio y dedicarte a otra cosa más apropiada para ti, como la enfermería o la bibliotecología.
A aquello tenía que hacer frente Billy Brooks y era un problema, porque Eddie Monaco era un tipo duro y también tenía sus propios contactos en la mafia. Si Billy sencillamente eliminaba a Eddie, que era lo que debía hacer, podía tener problemas serios con los Migliore. El dilema era interesante.