El invierno de Frankie Machine (6 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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—Si está satisfecho con su servicio de mantelería, perdone la molestia, pero, si no lo está, llámeme y le diré lo que puedo hacer por usted.

El 90 por ciento de las veces recibe una llamada.

Recoge a Donna en su bloque de pisos, situado en un complejo residencial grande que da a la playa. Aparca en una plaza para las visitas y toca el timbre, aunque tiene llave de su casa, para casos de emergencia o por si ella está de viaje y tiene que regar las plantas o por si él llega tarde por la noche y no quiere sacarla de la cama.

Ella tiene un aspecto espléndido, como siempre, y no solo para una cuarentona, sino para una mujer de cualquier edad. Lleva un vestido negro sencillo, lo bastante corto como para permitirle lucir las piernas y lo bastante abierto por delante como para enseñar un poco de escote.

«En otros tiempos —piensa Frank mientras le abre la portezuela del coche—, habríamos dicho que es "una tía con clase"; claro que ya no se habla así, aunque eso es lo que es y lo que siempre ha sido. Una corista de Las Vegas que no hacía la calle, no se dedicaba a la bebida ni a las drogas, sino que se limitaba a hacer su trabajo, ahorró dinero y supo marcharse a tiempo. Cogió sus ahorros, se trasladó a Solana Beach y abrió su boutique.»

Ella se gana bien la vida.

Van en coche por la costa hasta Freddie's by the Sea, un antiguo restaurante de San Diego en la playa de Cardiff, contra el cual algunas noches —aquella, por ejemplo— chapalea el mar. La camarera conoce a Frank y los conduce a una mesa junto a una ventana. Como se acerca un frente de tormenta, las olas ya se acercan al cristal.

Donna mira hacia fuera para ver el tiempo.

—¡Qué bien! Así tendré oportunidad de ponerme al día con el inventario.

—Podrías tomarte un par de días de vacaciones.

—Tú primero.

Es un chiste constante entre ellos y una complicación constante: dos personas con mentalidad empresarial que tratan de encontrar el momento para tomarse unas vacaciones, incluso por unos días. A ella no le gusta dejar a nadie a cargo de la tienda y Frank es... pues, es Frank. Se escaparon cinco días a Kauai hace tres años, pero, desde entonces, solo han pasado una noche en Laguna y un fin de semana en Big Sur.

—Tenemos que pararnos a oler las rosas —le dice él.

—Para empezar, podrías tener dos trabajos, en lugar de cinco —dice ella, aunque tiene la sensación de que tal vez una de las razones por las que su relación vaya tan bien sea que no tienen demasiado tiempo para dedicarse el uno al otro.

El camarero se acerca; piden una botella de vino tinto y, para ahorrar tiempo, piden también un entrante y el plato principal. Él se decanta por la sopa de marisco y gambas al ajillo; Donna pide una ensalada verde sin aliñar y fletán al horno con tomates.

—Las gambas me tientan —dice ella—, pero la mantequilla se me nota al día siguiente.

Se levanta de la mesa para ir al lavabo y Frank aprovecha la oportunidad para ir corriendo a la cocina a saludar al chef, como siempre: «¿Qué tal el pescado? ¿Alguna queja? ¿No eran fantásticas las caballas que te mandé la semana pasada? Ah, y que sepas que la semana que viene voy a tener gambas en abundancia, haya o no tormenta.»

Cuando llega a la cocina, John Heaney no está allí.

Hace años que Frank lo conoce. Solían ir a surfear juntos, cuando John tenía su propio restaurante en Ocean Beach, pero lo perdió en una apuesta en el programa de televisión
Monday Night Football
.

Frank estaba allí aquel martes por la mañana, a la «hora de los caballeros», cuando John, con resaca y con cara de muerto, se puso a remar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Frank.

—Tengo que cubrir los veinte mil que aposté por los Vikes —respondió John—. Perdieron por un punto, un punto de mierda...

—¿Tienes el dinero?

—No.

Adiós al restaurante.

John empezó a trabajar en el casino de Viejas y eso era como enviar a un alcohólico a trabajar en la destilería de Jack Daniel's. Cada dos semanas le daban la paga en números rojos hasta que al final el casino lo echó y John fue pasando de un trabajo a otro hasta que Frank le consiguió el curro en Freddie's.

«¿Qué le vamos a hacer? —piensa Frank—. Para eso están los amigos.»

John tiene un buen sueldo en Freddie's, pero a un ludópata no hay sueldo que le alcance. La última vez que le hablaron de él, Frank oyó que John tenía otro empleo como encargado del último turno en el Hunnybear's.

—¿Dónde está Johnny? —pregunta al segundo chef, que hace un gesto con la cabeza hacia la puerta de atrás.

Frank comprende: el chef está atrás, al lado del contenedor, aprovechando para fumar y tal vez para beber algo. Junto a cualquier contenedor, en la parte de atrás de cualquier restaurante, uno encuentra una pila de colillas y puede que algunas de esas botellitas de bebidas alcohólicas de las compañías aéreas que el personal ni se molesta en tirar a la basura.

John está chupando un pitillo y mirando fijamente al suelo, como si tuviera la respuesta a algo, y su cuerpo alto y enjuto está encorvado como una de esas esculturas baratas hechas con alambre de percha.

—¿Cómo va la vida, Johnny? —pregunta Frank.

John alza la mirada sobresaltado, como si lo sorprendiera ver a Frank allí de pie.

—¡Por Dios, Frank, me has asustado!

Johnny debe tener entre cincuenta y cinco y sesenta años, pero parece mayor.

—¿Qué te pasa? —pregunta Frank.

John sacude la cabeza:

—El mundo es una mierda, Frank.

—¿Por eso de la Operación Aguijón G? —pregunta Frank—. ¿Tiene el Hunnybear's algo que ver con eso?

John se pone la mano, con la palma hacia abajo, bajo la barbilla.

—¿Y si lo clausuran? Necesito el dinero, coño, Frank.

—Ya pasará —dice Frank—, como pasa siempre.

John sacude la cabeza.

—No lo sé.

—Tú siempre tendrás trabajo, John —dice Frank—. ¿Quieres que corra la voz?

No le costaría mucho conseguirle otro trabajo en algún restaurante bueno: John cocina bien y, además, es un tío muy simpático. Todo el mundo lo quiere.

—Gracias, Frank; por ahora no.

—Ya me dirás.

—Gracias.

Frank regresa a la mesa justo antes que Donna, agradecido porque siempre hay cola en el baño de señoras y ellas tardan mucho más en quitarse y volver a ponerse encima toda aquella ropa.

—¿Qué tal el chef? —pregunta Donna cuando él se levanta y le separa y le acerca la silla.

Frank vuelve a sentarse y se encoge de hombros con una expresión de inocencia herida.

—Eres incorregible —dice Donna.

Empieza a llover con ganas cuando van por el postre. En realidad, Frank toma postre (tarta de queso y un
espresso
) y Donna, un café solo. La lluvia cae en forma de gotas gruesas y lentas contra la ventana, pero después aumenta y, al cabo de unos minutos, el viento empieza a arrojar cortinas de agua contra el cristal.

La mayoría de los comensales deja de hablar para observar y escuchar. No llueve a menudo en San Diego —en realidad, cada vez menos en los últimos años— y no suele llover con tanta fuerza. Es el verdadero comienzo del invierno, la breve estación de los monzones en aquel clima mediterráneo, conque se limitan a apoyarse en su asiento y contemplarlo.

Frank observa las cabrillas que se forman.

«Mañana va a estar genial.»

El piso de Donna no tiene vista al mar. Queda en la parte posterior del complejo, alejado de la playa, y por eso le costó alrededor de un 60 por ciento menos. A Frank no le importa, porque, cuando va al piso de Donna, lo único que quiere es verla a ella.

Sus relaciones sexuales se rigen por un ritual. Donna no es una de esas mujeres que se quitan la ropa y se meten en la cama, aunque los dos saben que van a acabar allí. Esta noche, como la mayoría de las noches que él va a su casa, entran en la sala de estar y ella pone algo de Sinatra en el estéreo, después sirve dos copas de coñac y se sientan en el sota a darse el lote.

Frank cree que podría vivir en la curva del cuello de Donna y no salir nunca de allí. Es largo y elegante y el perfume que ella desperdiga en aquel punto hace que la cabeza le dé vueltas. Dedica mucho tiempo a besarle el cuello y a acariciarle con la nariz la cabellera roja; después desciende hasta su hombro y, tras pasar un rato allí, le suelta el tirante del vestido del hombro y del brazo. Ella suele llevar un sujetador negro y eso lo vuelve loco. Él le besa la parte superior de los pechos, mientras su mano le sube por la pierna en un recorrido largo y lento; a continuación la besa en los labios y la oye ronronear en su boca. Entonces ella se pone de pie, lo coge de la mano y lo conduce a su dormitorio.

—Me voy a poner cómoda —le dice.

Entonces desaparece en el cuarto de baño, dejándolo tumbado y totalmente vestido encima de su cama, esperando para ver lo que se va a poner.

Donna usa una ropa interior espléndida. La compra al por mayor a sus proveedores, así que se da todos los gustos.

«Bueno, en realidad, me da el gusto a mí», piensa Frank, mientras se agacha para quitarse los zapatos y después se afloja la corbata.

Una vez, tan solo una vez, se quitó toda la ropa y estaba desnudo en la cama cuando ella salió y le preguntó:

—¿Qué te has creído? —y le pidió que se marchase.

La espera es interminable y él disfruta cada segundo. Sabe que se está vistiendo con cuidado para complacerlo, arreglándose el maquillaje, poniéndose perfume, cepillándose el pelo.

La puerta se abre; ella apaga la luz del cuarto de baño y sale.

Siempre consigue enloquecerlo.

Esta noche lleva solo un negligé verde esmeralda sobre un liguero y medias negras y unos tacones altísimos. Ella se vuelve lentamente, para que él la disfrute desde cada uno de sus ángulos y entonces él se levanta y la coge en sus brazos. Sabe que ahora ella quiere que él tome el control.

Él sabe que uno no se acuesta con Donna, sino que hace el amor con ella, poco a poco y con sumo cuidado, descubriendo cada punto erógeno de su cuerpo increíble y quedándose allí. Ella es bailarina y quiere bailar, de modo que se desliza sobre él con la elegancia y el erotismo de una corista, apoya en él los pechos, las manos, la boca y el pelo, lo desviste y lo pone cachondo. Entonces él la tiende sobre la cama y desciende por su cuerpo largo y le sube el negligé; ella se ha echado perfume en los muslos, «aunque allí no necesita perfume», piensa Frank.

Él se toma su tiempo. No hay prisa y su propia necesidad puede esperar, quiere esperar, porque será mucho mejor si espera.

«Es como el océano —piensa después—, como una ola que sube y después baja, una y otra vez, y después crece, como el oleaje del mar, denso y pesado y adquiriendo velocidad.»

Le gusta mirarla a la cara cuando le hace el amor, le gusta ver cómo se le iluminan los ojos verdes y cómo sonríen sus labios elegantes y, esta noche, oír el ruido de la lluvia que aporrea el cristal de la ventana.

Después se quedan tumbados un rato largo, escuchando la lluvia.

—Ha sido hermoso —dice él.

—Como siempre.

—¿Estás bien?

Frank, el trabajador, siempre comprobando su trabajo.

—Muy bien —dice ella—, ¿y tú?

—¿No me has oído gritar?

Se queda allí tumbado por cortesía, por consideración, pero ella sabe que ya está inquieto. A ella no le importa —no es muy aficionada a los arrumacos— y, de todos modos, enseguida se hace de día y ella duerme mejor sola, conque le da el pie habitual:

—Me voy a lavar.

Eso significa que él se puede vestir mientras ella está en el baño y, cuando ella sale, siguen el ritual de siempre:

—¿Cómo? ¿Ya te vas?

—Sí, creo que sí. Tengo muchas cosas que hacer mañana.

—Te puedes quedar, si quieres.

Él hace como que se lo piensa y después dice:

—No, mejor me voy a casa.

Entonces se dan un beso cariñoso y él dice:

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Y después se marcha; va a casa, duerme un poco y vuelve a empezar desde el principio otra vez. Esa es la rutina.

Pero esta noche las cosas no suceden según lo previsto.

7

Esta noche, al llegar a su casa, encuentra un coche en el callejón: un coche desconocido.

Frank conoce a los vecinos, conoce todos sus vehículos y sabe que ninguno tiene un hummer. Además, a pesar de la lluvia que cae con fuerza en aquel momento, alcanza a ver a dos tíos sentados en el asiento delantero.

De entrada sabe que no son profesionales. Si lo fueran, no usarían jamás un vehículo tan llamativo como un hummer. Tampoco son polis, porque ni los agentes del FBI tienen presupuesto para un vehículo semejante. En tercer lugar, un profesional sabría que adoro la vida y, porque la adoro, en treinta años jamás he llegado a mi casa por la noche sin dar antes una vuelta a la manzana, sobre todo teniendo en cuenta que la entrada a mi garaje queda en un callejón, donde me podrían cortar el paso.

Por consiguiente, si estos tíos fueran profesionales, no estarían sentados en el callejón, sino a una manzana de distancia, como mínimo, esperando a que entrara en el callejón para acercarse.

Sin embargo, ellos lo han visto pasar. Al menos eso creen.

—Ese era él —dice Travis.

—No digas gilipolleces —responde Jota—. ¿Cómo lo sabes?

—Te digo que era él, Junior —dice Travis—. El cabronazo de Frankie Machine. Una puta leyenda.

No es fácil aparcar en Ocean Beach, conque Frank tarda como diez minutos en encontrar un lugar en la calle a tres manzanas de distancia. Frena y busca bajo el asiento su S&W calibre 38, se la mete en el bolsillo del impermeable, se cubre con la capucha y baja del coche. Se aleja una manzana más para llegar al callejón desde el este en lugar del oeste, por donde deben estar esperándolo. Entra en el callejón y el hummer sigue allí. A pesar de la lluvia, oye la vibración del bajo: aquellos idiotas están escuchando música
rap
.

Eso facilita mucho las cosas.

Avanza por el callejón, chapoteando en los charcos, aunque sus zapatos pierdan el brillo, y procurando mantenerse justo en el centro de la parte posterior del hummer, para tener menos probabilidades de que lo detecten en cualquiera de los dos retrovisores. Al acercarse, huele el canuto y cae en la cuenta de que aquellos chavales —probablemente, traficantes de drogas— que lo aguardan sentados en su vehículo chulo, colocándose y escuchando música, son unos gansos.

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