El invierno de Frankie Machine (10 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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Patty era una buena chica italiana y una buena católica; empañaba las ventanas con sus besos de lengua, porque llevaban un año de novios, pero nada más, aunque decía que le gustaría hacerle la paja que él siempre le pedía.

—Me pican los huevos y me hacen daño.

—Cuando nos comprometamos —le decía ella—, te la meneo.

«Esta noche va a ser larga —pensaba Frank mientras miraba a la señora A cruzar el aparcamiento—. Cómo se había hecho con aquello un tío tan feo como Momo Anselmo era una pregunta para la posteridad.»

Momo era uno de esos tíos flacuchos y medio encorvados con cara de sabueso, así que Marie no podía haberse enamorado de él por su pinta, ni por su dinero tampoco, porque a Momo le iba bien, pero no fenomenal. Tenía una casita bonita y el cadillac de rigor y dinero suficiente para lucirse en público, pero no era Johnny Roselli o ni siquiera Jimmy Forliano. Momo era un tío importante en San Diego, pero todo el mundo sabía que en realidad San Diego se manejaba desde Los Ángeles y Momo tenía que pagar un buen
pizzo
a Jack Drina, aunque decían que el capo de Los Ángeles se estaba muriendo de cáncer.

Sin embargo, Momo le caía muy bien a Frank y por eso no le gustaba andar codiciando a su mujer. Momo le estaba dando una oportunidad, dejándolo entrar, aunque fuera como chico de los recados, pero así es como comenzaban la mayoría de ellos, por eso a Frank no le importaba ir por el café y las rosquillas, o los cigarrillos, o lavar el descapotable de Momo o ni siquiera llevar a su mujer en coche al supermercado. Al menos no tenía que entrar con ella y empujar el carrito —eso no se le pedía ni a un aprendiz de mafioso—, así que la esperaba en el coche, escuchando la radio. Aunque Momo se quejaba de que le descargaba la batería, en realidad no tenía por qué enterarse.

Aquello era mucho mejor que romperse el culo trabajando en los atuneros, que es lo que habría tenido que hacer si Momo no le hubiese dado una oportunidad; era lo que hacía el padre de Frank y su padre antes que él y el padre de su padre antes. Los italianos habían llegado a San Diego y habían arrebatado a los chinos el negocio de la pesca de atún y eso era lo que seguían haciendo la mayoría de ellos y lo que Frank había hecho desde que fue lo bastante mayor como para palear carnada.

Trabajaba al aire libre a bordo de un atunero antes de la salida del sol, mojado y con frío, hundido hasta el culo en un agujero lleno de carnada maloliente o, peor aún, limpiando los imbornales. Cuando se hizo mayor, lo promovieron a manejar las redes; cuando su viejo calculó que era capaz de empuñar un cuchillo sin cortarse una mano, lo puso a limpiar el pescado y, cuando él se quejó de lo asqueroso y lo roñoso que era, el viejo le dijo que por eso le convenía acabar el instituto.

Entonces Frank le hizo caso y acabó los estudios. ¿Qué se suponía que hiciera a continuación? Aparentemente, sus opciones eran la infantería de Marina o la flota atunera. No quería seguir en los barcos de atún ni que le raparan la cabeza en el campamento de entrenamiento para reclutas de la Marina. Lo que de verdad quería era perder el tiempo en la playa, hacer surf, conducir de un lado a otro de la autopista, tratar de perder la virginidad y seguir surfeando.

¿Y por qué no? Eso es lo que hacían todos los jóvenes de San Diego en aquella época: surfear con los amigos, pasear en coche por ahí e ir detrás de las chicas.

Simplemente quería ser uno de los tíos que trataban de encontrar la forma de continuar la buena vida, y la salida no eran ni el atunero ni la infantería de Marina, sino Momo.

Al viejo no le gustaba. ¿Cómo le iba a gustar? Su padre era de la vieja escuela: tienes que conseguir un empleo, trabajar mucho, casarte y mantener a tu familia y se acabó la historia. Aunque en San Diego no había demasiados mafiosos, los que había no le gustaban nada al viejo y Momo tampoco.

—Nos dan mala fama —decía.

Y no decía nada más, porque ¿qué más iba a decir? Frank sabía perfectamente por qué los compradores de pescado le pagaban a su padre un precio justo, por qué lo que pescaba se descargaba cuando todavía estaba fresco y por qué los camioneros lo llevaban directamente a los mercados. De no ser por los Momos que había en el mundo, los civiles buenos, honrados y trabajadores de la comunidad comercial habrían esquilmado a los pescadores italianos como a una puta de dos dólares en un
donkey show
en Tijuana. ¿Qué fue de los estibadores cuando trataron de conseguir un salario digno y organizaron un sindicato sin tener a los mafiosos para protegerlos? Que la pasma los machacó y los abatió a tiros y la sangre corrió por la Calle 12 como un río que desemboca en el mar: ¡eso fue lo que pasó! Sin embargo, no ocurrió lo mismo con los italianos, y no por lo mucho que trabajaban —claro que lo hacían— para mantener a sus familias.

Por eso, cuando Frank empezó a pasar menos tiempo en el barco y no se enroló en la infantería de Marina, sino que se alistó con Momo, el viejo se quejó un poco pero, en general, no dijo nada. Frank ganaba dinero, pagaba el alojamiento y la comida y la verdad es que el viejo no quiso saber más detalles.

En realidad, los detalles eran bastante aburridos, hasta que pasó aquello con la esposa de Momo.

Todo empezó bien. Un día, Frank andaba dando vueltas por ahí cuando salió Momo y le dijo que lavara el descapotable y lo encerara, porque tenían que ir a la estación de tren a buscar a un invitado muy especial.

—¿A quién? ¿Al Papa? —preguntó Frank, porque en aquella época se consideraba un tío gracioso.

—Mejor —dijo Momo—: Al capo.

—¿DeSanto?

Finalmente había muerto Jack Drina y el nuevo capo, Al DeSanto, se había hecho cargo de Los Ángeles.

—Será el señor DeSanto para ti —dijo Momo—, en caso de que abras la boca, aunque mejor no la abras, a menos que te pregunte algo directamente; pero sí, el nuevo rey viene de visita a las provincias.

Frank no estaba seguro de saber lo que quería decir Momo, pero pilló el tono, aunque tampoco estaba muy seguro de hacerlo bien.

—¡Dios! ¿Voy a llevar al capo?

—Tú vas a sacarle brillo al coche para que yo lleve al capo —dijo Momo—. Yo lo llevaré al restaurante y tú vas a ir a buscar a Marie y la vas a llevar después.

«Después de que ellos hablen de negocios», supuso Frank.

—Y vístete como es debido —agregó Momo—, en lugar de ir siempre de surfero.

Frank se vistió bien. Primero lustró el coche hasta dejarlo brillante como un diamante negro; después fue a su casa, se duchó, se restregó la piel hasta hacerse daño, volvió a afeitarse, se peinó y se puso el único traje que tenía.

—¡Mira qué guapo! —dijo Marie cuando le abrió la puerta.

«¿Guapo yo? Tú sí que estás guapa», pensó Frank.

Llevaba un vestido de fiesta con un escote que le llegaba casi hasta los pezones y debía de llevar un sujetador sin tirantes que le aumentaba los pechos, abundantes de por sí. No pudo evitarlo y se los quedó mirando fijamente.

—¿Te gusta el vestido, Frank?

—Está bien.

Ella rió, fue a su tocador, dio otra calada a su cigarrillo y bebió otro trago del martini que sudaba sobre la mesa. Algo en su manera de actuar indicó a Frank que no era el primer trago de la noche. No estaba borracha, pero tampoco estaba sobria. Se volvió otra vez hacia él para ofrecerle la visión completa, se acomodó el cabello con mechas para que le cayera perfectamente sobre el cuello, cogió su bolsito negro y dijo:

—¿Te parece que ya habrán acabado de hablar de negocios?

—No lo sé, señora A.

—Puedes llamarme Marie.

—No, no puedo.

Ella volvió a reír.

—¿Tienes novia, Frank?

—Sí, señora A.

—Es verdad —dijo—, la chavalita de Garafalo. Es guapa.

—Gracias.

—No es mérito tuyo —dijo—. ¿Se deja?

Frank no supo qué decir. Si una chica se dejaba, uno no lo decía y, si no se dejaba, tampoco. En cualquier caso, no era asunto de la incumbencia de la señora A. ¿Por qué lo preguntaría?

—Mejor vamos al club, señora A.

—No hay prisa, Frank.

«Sí que la hay», pensó Frank.

—¿Acaso una chica no se puede acabar su copa? —preguntó, haciendo un mohín con aquellos labios carnosos.

Alargó la mano, cogió la copa y bebió un sorbo, sin apartar los ojos de los de él, y fue como si se la chupara. Nunca le habían hecho una mamada, pero había oído hablar de eso. En realidad, aquello parecía una escena de uno de los libros guarros que solía leer, con la diferencia de que, por leer aquellos libros, no corría peligro de que lo mataran y en cambio por esto sí. Ella acabó su bebida, lo miró con intensidad, volvió a reír y dijo:

—Está bien: vámonos.

A él le temblaba la mano cuando abrió la puerta. Ella se dio cuenta y se puso un poco más contenta. En el trayecto hacia el club, ninguno de los dos dijo nada.

Aquel era el club nocturno más caro de la ciudad.

Momo no podía llevar al capo de Los Ángeles a un sitio que no fuera el mejor; además, el club pertenecía a un amigo suyo —en realidad, era amigo de los dos—, de modo que les dieron una mesa grande, junto al escenario, y la mayoría de los mafiosos de San Diego estaban allí con sus esposas; aquella noche habían dejado a sus amigas en sus casas, con órdenes estrictas de lavarse el pelo o de hacer lo que les diera la gana, salvo aparecer por las inmediaciones del club. Frank sabía que aquella era una visita oficial para dejar claro que DeSanto era el nuevo capo de Los Ángeles y, por lo tanto, también de San Diego.

Sin embargo, DeSanto no había traído a su esposa y el puñado de hombres que lo acompañaban tampoco. Estaban en la mesa Nick Locicero, el lugarteniente de DeSanto, y también Jackie Mizzelli y Jimmy Forliano, todos tíos de bandera que esperaban echarse un polvo aquella noche. Frank se alegró de no tener que ocuparse de aquello, aunque sabía que ya estaba todo organizado: que algunas de las camareras que servían el cóctel ya habían aceptado irse con aquellos tíos después de la fiesta, aunque tenían que mantenerse alejadas de la mesa mientras tanto.

Y Frank igual. Él tampoco esperaba sentarse a la mesa. Sabía que estaba como treinta y siete peldaños más abajo en aquella escalera y que su misión consistía en quedarse en un extremo de la habitación por si Momo levantaba la vista como si necesitara algo.

Momo estaba sentado en el centro de la mesa, junto a DeSanto, por supuesto, pero DeSanto no hablaba con Momo, sino con Marie.

Seguro que estaba diciendo algo divertido, porque Marie se reía con ganas y se inclinaba hacia él, dejándole ver buena parte de su delantera.

DeSanto miraba también, sin molestarse siquiera en disimularlo, y ella le daba muchas oportunidades y se inclinaba para que él le encendiera un cigarrillo y para que oliera su perfume, y se acercaba mucho, fingiendo que no lo oía por la música y el ruido de la conversación. Frank lo observaba y no podía creer lo que estaba viendo.

Había normas acerca de los mafiosos y sus mujeres, distintas series de normas para hermanas, primas, amantes y esposas. Uno no trataba a la
gumar
de un mafioso de la forma en que DeSanto se comportaba con la esposa de Momo y, si la novia de un tío coqueteaba con otro de la manera en que lo hacía la señora A con DeSanto, aquella novia se estaba buscando una buena paliza en cuanto regresara a casa.

«Hasta para un capo hay normas —pensaba Frank.»

Un capo podía tener ciertos privilegios, pero aquel no era uno de ellos. De modo que Frank estaba cabreado por Momo y también tenía que reconocer que estaba un poco celoso.

«Joder —pensó Frank—, si hace dos horas me estaba haciendo insinuaciones a mí.»

Entonces se sintió culpable por pensar así sobre la mujer de Momo. La miró reír otra vez, sacudiendo la pechuga, y vio que DeSanto se acercaba a su cuello y le susurraba algo al oído. Ella abrió mucho los ojos y sonrió y después, en broma, le dio una palmada en la mejilla y él sonrió también.

«DeSanto no está mal —pensó Frank—. No será Tony Curtís, pero tampoco es Momo. —Llevaba gafas con una montura negra gruesa y el cabello canoso engominado hacia atrás, con un pequeño pico entre las dos entradas, pero no era feo—. Y debe de ser encantador —pensó Frank—, porque la señora A está encantada, sin duda.»

Momo no parecía tan encantado. Estaba que trinaba. No era tan estúpido como para demostrarlo, pero a aquellas alturas Frank lo conocía bastante bien y estaba seguro de que estaba furioso.

Frank sentía la tensión procedente de toda la mesa: todos los tíos bebían mucho y reían demasiado fuerte y las esposas... En fin, que las esposas estaban muy irritadas. No era fácil saber si estaban más furiosas con DeSanto o con la señora A, pero tenían el cuello rígido de no querer mirar, aunque no podían apartar los ojos de la escenita, y se inclinaban y cuchicheaban entre ellas, como suelen hacer las esposas; no hacía falta mucha imaginación para saber de qué hablaban.

Cuando Momo se levantó para ir al lavabo, uno de los tíos de San Diego, Chris Panno, fue con él. Frank esperó a que entraran, se acercó lentamente por el pasillo y se quedó fuera.

—Es tu jefe.

—Jefe o no jefe, ¡hay unas normas! —dijo Momo.

—Baja la voz.

Momo bajó un poco la voz, pero, de todos modos, Frank lo oyó decir:

—Los Ángeles se mea en nosotros. Directamente se mea en nosotros.

—Si estuviera aquí Bap... —Frank oyó decir a alguien.

—Bap no está aquí —dijo Momo—. Bap está en chirona.

Frank sabía que se referían a Frank Baptista, que había sido lugarteniente en San Diego hasta que lo condenaron a cinco años por tratar de sobornar a un juez. Frank no lo había visto nunca, pero había oído hablar mucho de él. Había sido un matón legendario desde la década de 1930. Era imposible saber la cantidad de tíos que había enviado al hoyo.

—Jack no habría permitido una cosa así —decía Momo.

—Jack ha muerto y Bap está en chirona —dijo Panno—. Las cosas han cambiado.

—Bap saldrá pronto —dijo Momo.

—Pero no saldrá esta noche —dijo Chris Panno.

—Esto no está bien —dijo Momo.

Entonces Frank vio que Nick Locicero venía por el pasillo.

«Joder, ¿qué hago?»

Sin pensarlo mucho, entró en el lavabo de hombres. Los otros lo miraron como preguntándole «¿qué coño haces tú aquí?».

—Ejem... —dijo Frank y sacudió la cabeza en dirección al pasillo—, Locicero.

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