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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (102 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Caminó varias manzanas, compró la edición del domingo de
The Washington Post
y regresó al banco a leerla. El perro seguía ladrando de vez en cuando porque sabía que él seguía allí. Era 1 de noviembre, y se alegró de haberse puesto la gorra y el sobretodo verde oliva de su uniforme: se había levantado viento. Las elecciones de mitad de mandato se celebrarían el martes, y el
Post
predecía que los demócratas se llevarían un varapalo por culpa de Pearl Harbor. Ese incidente había transformado al país, y a Greg le sorprendió darse cuenta de que había sucedido hacía menos de un año. Aquellos días, compatriotas de su edad estaban muriendo en una isla de la que nadie había oído hablar, Guadalcanal.

Oyó que se abría la verja y levantó la mirada.

Al principio Jacky no se fijó en que estaba allí, así que él tuvo un momento para mirarla bien. Tenía un aspecto modestamente respetable con su abrigo oscuro y su sencillo sombrero de fieltro, y llevaba un libro de tapas negras en la mano. Si no la conociera mejor, Greg habría pensado que venía de la iglesia.

Con ella iba un niño. El pequeño llevaba un abrigo de tweed y una gorra, y le daba la mano.

El niño fue el primero en ver a Greg.

—¡Mira, mamá, hay un soldado! —exclamó.

Jacky miró a Greg y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo.

Greg se levantó mientras ellos subían los escalones de la entrada. ¡Un niño! Sí que se lo tenía callado… Eso explicaba por qué tenía que estar en casa por las noches. Nunca se le había ocurrido.

—Te dije que no vinieras por aquí —le recriminó Jacky mientras metía la llave en la cerradura.

—Quería decirte que ya no tienes por qué tener miedo de mi padre. No sabía que tenías un hijo.

El niño y ella entraron en la casa. Greg se quedó en la puerta, esperando. Un pastor alemán le gruñó y luego miró a Jacky para saber qué tenía que hacer. Ella fulminó a Greg con la mirada, estaba claro que pensaba cerrarle la puerta en las narices… pero un momento después soltó un suspiro de exasperación y dio media vuelta, dejándola abierta.

Greg entró y le ofreció el puño izquierdo al perro, que lo olfateó con cautela y le concedió una aprobación provisional. Greg siguió a Jacky hasta una cocina pequeña.

—Hoy es Todos los Santos —dijo. Él no era religioso, pero en el internado le habían obligado a aprenderse las festividades cristianas—. ¿Por eso has ido a la iglesia?

—Vamos todos los domingos —respondió ella.

—Hoy es un día lleno de sorpresas —murmuró Greg.

Jacky le quitó el abrigo al niño, lo sentó a la mesa y le dio una taza de zumo de naranja. Greg se sentó frente a él y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Georgy. —Lo dijo en voz baja pero con seguridad: no era tímido.

Greg lo miró con detenimiento. Era tan guapo como su madre, con la misma boca en forma de lazo, pero tenía la piel más clara que ella, de un tono más café con leche, y tenía los ojos verdes, algo inusitado en un rostro negro. A Greg le recordó un poco a su hermanastra, Daisy. Mientras tanto, Georgy clavaba en Greg una mirada tan intensa que casi resultaba intimidante.

—¿Cuántos años tienes, Georgy? —preguntó Greg.

El niño miró a su madre en busca de ayuda. Jacky miró a Greg con una expresión extraña y dijo:

—Tiene seis años.

—¡Seis! Eres un chico muy mayor, ¿verdad? Caray…

Una idea descabellada cruzó por su mente, y entonces se quedó callado. Georgy había nacido hacía seis años. Greg y Jacky habían sido amantes hacía siete. Sintió que le fallaba el corazón.

Miró a Jacky fijamente.

—No puede ser.

Ella asintió con la cabeza.

—Nació en 1936 —dijo Greg.

—En mayo —añadió Jacky—. Ocho meses y medio después de que me fuera de aquel apartamento de Buffalo.

—¿Mi padre lo sabe?

—No, ni hablar. Eso le habría dado aún más poder sobre mí.

Su hostilidad había desaparecido, de pronto parecía simplemente vulnerable. En su mirada, Greg vio una súplica, aunque no estaba muy seguro de qué era lo que le suplicaba.

Miró a Georgy con otros ojos: la piel clara, los ojos verdes, ese ligero parecido con Daisy. «¿Eres hijo mío? —pensó—. ¿Puede ser cierto?»

Pero sabía que sí.

Un extraño sentimiento le invadió el corazón. De repente, Georgy parecía terriblemente frágil, un niñito indefenso en un mundo cruel, y Greg sintió la necesidad de ocuparse de él, de asegurarse de que nadie le hiciera daño. Tuvo el impulso de estrecharlo entre sus brazos, pero se dio cuenta de que a lo mejor lo asustaba, así que se contuvo.

Georgy dejó su zumo de naranja. Bajó de la silla y rodeó la mesa hasta colocarse al lado de Greg.

—¿Tú quién eres? —dijo, mirándolo de una forma asombrosamente directa.

«Tenía que ser un niño el que te hiciera la pregunta más difícil de todas», pensó Greg. ¿Qué narices iba a decirle? La verdad era demasiado para que un chaval de seis años pudiera asimilarla. «No soy más que un viejo amigo de tu madre. Pasaba por aquí y he pensado en venir a saludar. No soy nadie especial. A lo mejor volvemos a vernos algún día, pero lo más probable es que no.»

Miró a Jacky y vio cómo se intensificaba esa expresión de súplica. Se dio cuenta de lo que estaba pensando: sentía un miedo atroz a que rechazara a Georgy.

—¿Por qué no hacemos una cosa? —dijo Greg, y se subió a Georgy a las rodillas—. ¿Por qué no me llamas tío Greg?

IV

Greg estaba temblando de frío en la tribuna de espectadores de una pista de squash sin calefacción. Allí, bajo la grada oeste del estadio en desuso, al final del campus de la Universidad de Chicago, Fermi y Szilárd habían construido su pila atómica. Greg estaba impresionado y asustado.

La pila era un cubo de bloques grises que llegaban hasta el techo de la pista, a poquísima distancia de la pared del fondo, que todavía tenía las marcas de topos de las pelotas de squash. La pila había costado un millón de dólares y podía hacer volar la ciudad entera por los aires.

El grafito era el mismo material del que se hacían las minas de los lápices y despedía un polvillo sucio que cubría el suelo y las paredes. Todo el que pasaba un rato en esa sala acababa con la cara tan negra como la de un minero. Nadie llevaba la bata de laboratorio limpia.

El grafito no era el material explosivo; al contrario, estaba allí para suprimir la radiactividad. Sin embargo, algunos de los bloques de la construcción estaban taladrados por unos orificios estrechos que habían rellenado con óxido de uranio, y ese sí era el material que emitía los neutrones. La pila estaba perforada por diez canales en los que se insertaban las barras de control. Estas consistían en unas varas de cuatro metros hechas de cadmio, un metal que absorbía los neutrones con una voracidad aún mayor que la del grafito. En ese preciso instante, las barras lo mantenían todo en calma. Cuando las retiraran de la pila, empezaría la diversión.

El uranio ya estaba emitiendo su radiación mortal, pero el grafito y el cadmio la retenían toda. La radiación se medía con unos contadores que soltaban unos chasquidos amenazadores y con un registrador de trazo, un rollo de papel continuo compasivamente silencioso. El despliegue de controles y medidores que había junto a Greg, en la tribuna, era lo único que despedía calor en aquel lugar.

Su visita tenía lugar el miércoles 2 de diciembre, un día de viento y frío glacial en Chicago. El día en que la pila debía llegar por primera vez a niveles críticos. Greg estaba allí para asistir al experimento en representación de su jefe, el general Groves; a todo el mundo le había soltado la jovial indirecta de que Groves temía una explosión y que por eso había delegado en Greg para que se arriesgara por él. En realidad tenía una misión más siniestra. Iba a realizar una valoración inicial de los científicos con vistas a decidir quién podía suponer un peligro para la seguridad.

La seguridad del proyecto Manhattan era una pesadilla. Los científicos de élite eran extranjeros, y la mayoría del resto de colaboradores eran de izquierdas, o bien directamente comunistas, o liberales que tenían amigos comunistas. Si hubiesen despedido a todos los que eran sospechosos, apenas habría quedado nadie. Así que Greg estaba intentando averiguar quiénes de ellos suponían un riesgo mayor.

Enrico Fermi tenía unos cuarenta años. Era un hombre pequeño, con una calva incipiente y la nariz larga, y sonreía con gran encanto mientras supervisaba el aterrador experimento. Vestía un traje elegante y chaleco. A media mañana ordenó el comienzo de la prueba.

Le indicó a un técnico que extrajera todas las barras de control de la pila menos una.

—¿Qué? ¿Todas a la vez? —preguntó Greg. Aquello le parecía terroríficamente precipitado.

El científico que estaba a su lado, Barney McHugh, se lo explicó.

—Anoche llegamos hasta ese mismo punto. Funcionó bien.

—Me alegro de oírlo —repuso Greg.

McHugh, un hombre con barba y gordinflón, ocupaba los últimos lugares en la lista de sospechosos de Greg. Era estadounidense y sin intereses políticos. La única tacha en su expediente era que tenía una mujer extranjera: británica, lo cual nunca era buena señal, pero tampoco constituía una prueba de alta traición.

Greg había supuesto que contarían con algún mecanismo sofisticado para retirar e insertar las barras, pero era mucho más simple. El técnico acercaba una escalera a la pila, subía hasta la mitad de los peldaños y sacaba las barras a mano.

—En un principio íbamos a hacer esto en el bosque de Argonne —comentó McHugh como si nada.

—¿Dónde está eso?

—A unos treinta kilómetros al sudeste de Chicago. Queda bastante aislado. Menos peligro de bajas.

Greg se estremeció.

—¿Y por qué cambiasteis de opinión y decidisteis hacerlo aquí, en plena calle Cincuenta y siete?

—Los constructores que contratamos se declararon en huelga, así que tuvimos que fabricar este maldito trasto nosotros mismos, y no podíamos alejarnos tanto de los laboratorios.

—O sea que decidisteis arriesgaros a aniquilar a todo Chicago.

—No creemos que eso vaya a suceder.

Tampoco Greg lo había creído hasta ese momento, pero de pronto, allí de pie, a tan solo unos metros de la pila, ya no lo tenía tan claro.

Fermi estaba comprobando los monitores y comparando los datos con una predicción que había preparado de los niveles de radiación en cada fase del experimento. Por lo visto, la fase inicial se desarrollaba según lo previsto, porque entonces ordenó que extrajeran la última barra hasta la mitad.

Había algunas medidas de seguridad. Una barra lastrada colgaba de tal manera que podía dejarse caer automáticamente en el interior de la pila si la radiación aumentaba demasiado. En caso de que eso no funcionara, había una barra similar atada con una cuerda a la barandilla de la tribuna, y un joven físico, con pinta de sentirse un poco tonto, estaba allí al lado con un hacha, preparado para cortar la cuerda en caso de emergencia. Por último, otros tres científicos a los que llamaban el «pelotón suicida» estaban situados cerca del techo, sobre la plataforma del ascensor que habían utilizado durante la construcción, sosteniendo grandes jarras de solución de sulfato de cadmio, que verterían sobre la pila como quien sofoca una hoguera.

Greg sabía que la generación de neutrones se multiplicaba en milésimas de segundo. No obstante, Fermi argumentaba que algunos neutrones tardaban más, puede que hasta varios segundos. Si Fermi tenía razón, no habría ningún problema. Pero si se equivocaba, el pelotón de las jarras y el físico del hacha quedarían fulminados antes de pestañear siquiera.

Oyó entonces que los chasquidos se aceleraban. Miró a Fermi con inquietud, pero él seguía haciendo números con una regla de cálculo. Fermi parecía encantado. «De todas formas —pensó Greg—, si algo sale mal seguramente todo irá tan deprisa que no nos daremos ni cuenta.»

El ritmo de los chasquidos se estabilizó. Fermi sonrió y dio orden de que extrajeran la barra otros quince centímetros.

Cada vez llegaban más científicos que subían las escaleras de la tribuna con las gruesas ropas que exigía el invierno de Chicago: abrigos, sombreros, bufandas, guantes. Greg estaba horrorizado por la falta de seguridad. Nadie comprobaba las credenciales, cualquiera de aquellos hombres podía ser un espía de los japoneses.

Entre ellos, Greg reconoció al gran Szilárd, alto y grueso, con una cara redonda y el pelo rizado y abundante. Leó Szilárd era un idealista que había imaginado que la energía nuclear liberaría a la humanidad del trabajo. Si se había unido al equipo que diseñaba la bomba atómica, lo había hecho con gran pesadumbre.

Otros quince centímetros más, otro aumento en el ritmo de los chasquidos.

Greg consultó su reloj. Las once y media.

De pronto se oyó un fuerte estrépito. Todo el mundo se sobresaltó.

—Joder —dijo McHugh.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Greg.

—Ah, ya lo veo —repuso McHugh—. El nivel de radiación ha activado el mecanismo de seguridad y ha soltado la barra de control de emergencia, nada más.

—Tengo hambre —anunció Fermi—.
Andiamo a comere
—añadió, mezclando su italiano materno.

¿Cómo podían pensar en comida? Sin embargo, nadie puso ninguna objeción.

—Nunca se sabe cuánto va a durar un experimento —explicó McHugh—. Podría alargarse todo el día. Es mejor comer cuando se puede.

Greg sintió ganas de gritar.

Las barras de control volvieron a insertarse en la pila y quedaron aseguradas en su posición. Luego, todo el mundo salió de allí.

La mayoría de ellos se dirigieron al comedor del campus. Greg pidió un sándwich caliente de queso y se sentó junto a un solemne físico que se llamaba Wilhelm Frunze. Casi todos los científicos vestían mal, pero lo de Frunze era exagerado. Llevaba un traje verde que tenía todos los ribetes en ante color tostado: los ojales, el revestimiento del cuello, las coderas, las solapas de los bolsillos. Ese tipo ocupaba los primeros puestos de la lista de sospechosos de Greg. Era alemán, aunque había abandonado el país a mediados de la década de 1930 y se había ido a Londres. Era antinazi, pero no comunista: su inclinaciones políticas se decantaban más hacia la socialdemocracia. Estaba casado con una chica norteamericana, una artista. Charlando con él durante la comida, Greg no encontró ningún motivo de sospecha; parecía que le encantaba vivir en Estados Unidos y que le interesaban pocas cosas aparte de su trabajo. Sin embargo, con los extranjeros nunca sabía uno de qué lado recaía su verdadera lealtad.

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