Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Todos habían recorrido un largo camino y sufrido infinidad de penurias. Aquella era la última etapa de su viaje, y la más peligrosa. Si los capturaban entonces, los torturarían hasta que traicionasen a los valientes hombres y mujeres que los habían ayudado en su huida.
A la cabeza del grupo iba Teresa. La ascensión era dura para quienes no estaban acostumbrados a subir montañas, pero tenían que avanzar a buen ritmo para reducir al mínimo su exposición, y Lloyd había comprobado que los refugiados se rezagaban menos cuando los precedía una mujer menuda y extremadamente bella.
En un momento dado, el sendero se allanó y se ensanchó formando un pequeño claro.
—¡Alto! —oyeron de pronto que alguien gritaba en francés pero con acento alemán.
La columna se detuvo en seco.
Dos soldados alemanes salieron de detrás de una roca. Llevaban fusiles de cerrojo convencionales Mauser, ambos con recámaras de cinco proyectiles.
Lloyd se llevó instintivamente la mano al bolsillo del abrigo en el que llevaba su pistola Luger de 9 mm cargada.
Huir del norte y del centro de Europa se había vuelto más difícil, y el trabajo de Lloyd, incluso más arriesgado. Al final del año anterior, los alemanes habían ocupado la mitad meridional de Francia, en una maniobra de desdén hacia el gobierno francés de Vichy, que siempre había sido una farsa. Habían declarado una zona prohibida de dieciséis kilómetros a lo largo de la frontera con España. Lloyd y su grupo se encontraban en esa zona.
Teresa se dirigió en francés a los soldados.
—Buenos días, caballeros. ¿Va todo bien?
Lloyd la conocía y captó el temblor en su voz, pero confió en que a los guardias les pasara inadvertido.
Entre la policía francesa había muchos fascistas y unos cuantos comunistas, pero todos eran perezosos y ninguno quería dedicarse a perseguir refugiados por los gélidos pasos de los Pirineos. Sin embargo, los alemanes sí lo hacían. Muchos soldados habían sido destinados a las ciudades fronterizas y habían empezado a patrullar los senderos de las montañas y las cañadas que seguían Lloyd y Teresa. Los ocupantes no eran soldados de élite; esos estaban combatiendo en Rusia, donde recientemente habían entregado Stalingrado después de una contienda larga y sangrienta. Muchos de los alemanes que estaban en Francia eran hombres entrados en años, muchachos y heridos que podían caminar. Sin embargo, eso solo parecía aumentar su determinación para demostrar su valía. A diferencia de los franceses, raramente hacían la vista gorda.
—¿Adónde vais? —le preguntó a Teresa el mayor de los dos soldados, de una delgadez cadavérica y bigote cano.
—Al pueblo de Lamont. Llevamos provisiones para ustedes y sus camaradas.
Aquella unidad alemana en particular se había trasladado a un pueblo de montaña remoto y había echado a patadas a sus habitantes. Luego había caído en la cuenta de lo difícil que era avituallar a los soldados apostados allí. La decisión de ofrecerse para llevar comida a aquel pueblo había sido una jugada brillante, además de bien remunerada, por parte de Teresa, pues con ello había conseguido el permiso para acceder a la zona prohibida.
El soldado delgado miró receloso a los hombres y sus cargas.
—¿Todo eso es para los soldados alemanes?
—Eso espero —contestó Teresa—. Allí arriba no hay nadie más a quien vendérselo. —Se sacó una hoja de papel del bolsillo—. Aquí está el pedido, firmado por su sargento Eisenstein.
El hombre lo leyó atentamente y se lo devolvió. Después miró al teniente coronel Will Donelly, un fornido piloto estadounidense.
—¿Ese es francés?
Lloyd rodeó el arma con la mano dentro del bolsillo.
La apariencia de los fugitivos era un problema. Los lugareños de aquel rincón del mundo, franceses y españoles, por lo general eran menudos y de tez oscura, e indefectiblemente delgados. Tanto Lloyd como Teresa encajaban con esa descripción, y también el checo y la violinista. Pero los británicos tenían la piel y el pelo claros, y los estadounidenses eran altos y corpulentos.
—Guillaume nació en Normandía. Ya sabe, la mantequilla… —dijo Teresa.
El más joven de los dos soldados, un muchacho pálido con lentes, sonrió a Teresa. No costaba hacerlo.
—¿Lleváis vino? —preguntó.
—Claro.
A los dos se les iluminó la cara visiblemente.
—¿Les apetece un poco ahora? —preguntó Teresa.
—Este sol da mucha sed —dijo el comandante.
Lloyd abrió la alforja que transportaba uno de los caballos, sacó cuatro botellas de vino blanco del Rosellón y se las ofreció. Cogieron dos cada uno. De pronto, todos sonreían y se estrechaban la mano.
—Podéis seguir, amigos —dijo el de más edad.
Los fugitivos se pusieron en marcha. Lloyd no había esperado problemas, pero nunca se sabía, y se sintió aliviado al dejar atrás el puesto de guardia.
Tardaron otras dos horas en llegar a Lamont. El pueblo era un caserío pobre y polvoriento formado por un puñado de casas rudimentarias y varios corrales vacíos, y se erigía al borde de un pequeño llano donde ya empezaba a crecer la hierba. Lloyd compadeció a la gente que lo había poblado. Habían vivido con tan poco…, e incluso eso se lo habían arrebatado.
Todos se dirigieron al centro del poblado y soltaron agradecidos los fardos. En un instante estuvieron rodeados de soldados alemanes.
Aquel era el momento más peligroso, pensó Lloyd.
El sargento Eisenstein estaba al cargo de una sección de quince o veinte hombres. Todos ayudaron a descargar las provisiones: pan, salchichón, pescado fresco, leche condensada, latas de comida. Los soldados se alegraban de recibir alimentos y de ver caras nuevas. Intentaron alegremente entablar conversación con sus benefactores.
Los fugitivos debían decir lo menos posible. Era entonces cuando podían delatarse con el menor desliz. Algunos alemanes sabían suficiente francés para detectar un acento inglés o estadounidense. Incluso los que tenían una pronunciación pasable, como Teresa y Lloyd, podían ponerse en evidencia con un simple error gramatical. Era muy fácil decir «Sur le table» en lugar de «Sur la table», pero sería algo insólito en un francés.
Para evitarlo, los dos franceses del grupo se desvivieron por mostrarse locuaces. Siempre que un soldado empezaba a hablar con un fugitivo, alguien terciaba en la conversación.
Teresa le entregó un recibo al sargento, que se tomó su tiempo para revisar las cantidades y contar el dinero.
Finalmente pudieron marcharse, con los fardos vacíos y algo más relajados.
Descendieron a lo largo de un kilómetro y allí se separaron. Teresa siguió bajando con los franceses y los caballos. Lloyd y los fugitivos enfilaron por un sendero ascendente.
Los guardias alemanes apostados en el claro probablemente estarían demasiado borrachos para apercibirse de que volvían menos personas de las que habían subido. Pero si hacían preguntas, Teresa les diría que parte del grupo se había quedado jugando a las cartas con los soldados y que volverían más tarde. Después habría un cambio de guardia y los alemanes les perderían la pista.
Lloyd hizo caminar a su grupo durante dos horas más antes de concederles un descanso de diez minutos. A todos se les había proporcionado botellas de agua y paquetes de higos deshidratados para que recuperasen energías. Se les había convencido de que no llevasen nada más; Lloyd sabía por experiencia que los libros preciados, los objetos de plata, los adornos y los discos de gramófono acababan pesando demasiado y, por ello, tirados en un barranco nevado mucho antes de que los pies doloridos de sus dueños consiguieran llegar a lo alto del paso.
Aquella era la parte más dura. Desde ese punto el camino se tornaba más oscuro, frío y rocoso.
Justo antes de empezar a pisar nieve, Lloyd les indicó que llenasen las botellas en un límpido y frío arroyo.
Cuando cayó la noche, siguieron avanzando. Era peligroso dejarles dormir, pues podían morir congelados. Estaban cansados y resbalaban y tropezaban con las rocas heladas. Inevitablemente, su paso se ralentizó. Lloyd no podía permitir que la fila se disgregara; los rezagados podían perderse o incluso caer en alguno de los numerosos y escarpados barrancos, aunque, de momento, no había perdido a nadie.
Muchos de los fugitivos eran oficiales, y ese era el momento en que en ocasiones desafiaban a Lloyd, protestando cuando se les ordenaba que no se detuviesen. Para conferirle más autoridad, a Lloyd lo habían ascendido a comandante.
A medianoche, cuando los ánimos estaban en su punto más bajo, Lloyd anunció: «¡Ya estáis en la neutral España!», y todos estallaron en vítores. En realidad no sabía dónde se encontraba exactamente la frontera, pero siempre hacía el anuncio cuando más aliento parecían necesitar.
El ánimo volvió a mejorar al amanecer. Aún les quedaba un trecho por recorrer, pero el camino era de bajada y sus frías extremidades empezaron a entrar en calor.
Al salir el sol rodearon una pequeña población con una iglesia tapizada en polvo y situada en lo alto de una colina. Al otro lado, junto a la carretera, encontraron un espacioso granero. Dentro había aparcado un camión plataforma Ford de color verde, cubierto por una lona mugrienta. El camión era lo bastante grande para llevarlos a todos. Al volante se sentó el capitán Silva, un inglés de mediana edad y ascendencia española que trabajaba con Lloyd.
Para sorpresa de Lloyd, también estaba allí el comandante Lowther, que se había encargado del curso de instrucción de los servicios secretos en Ty Gwyn, y que había reprobado con aire de superioridad —o tal vez solo con envidia— la amistad de Lloyd y Daisy.
Lloyd sabía que habían destinado a Lowthie a la embajada británica en Madrid y sospechaba que trabajaba para el MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia, pero no había esperado verlo tan lejos de la capital.
Lowther llevaba un traje de franela blanco y caro, aunque arrugado y sucio. Estaba de pie junto al camión, como si fuese su amo y señor.
—Yo me encargaré desde aquí, Williams —dijo. Miró a los fugitivos—. ¿Cuál de vosotros es Watermill?
Watermill bien podía ser tanto un apellido real como un código.
El misterioso inglés se adelantó y le estrechó la mano.
—Soy el comandante Lowther. Lo llevaré directamente a Madrid. —Se volvió hacia Lloyd y añadió—: Me temo que tu grupo va a tener que seguir hasta la estación de tren más cercana.
—Un momento —repuso Lloyd—. Ese camión es propiedad de mi organización. —Lo había comprado con su presupuesto del MI9, el departamento que ayudaba a escapar a prisioneros—. Y el chófer trabaja para mí.
—Es innegociable —replicó Lowther con rotundidad—. Watermill tiene prioridad.
El Servicio de Secreto de Inteligencia siempre creía que tenía prioridad.
—No estoy de acuerdo —dijo Lloyd—. No veo motivo para que no puedan ir todos a Barcelona en el camión, como estaba previsto. Después podrás llevar a Watermill a Madrid en tren.
—No te he pedido tu opinión, muchacho. Limítate a hacer lo que se te dice.
—Estaré encantado de compartir el camión —intervino Watermill con tono apaciguador.
—Permita que me encargue yo de esto, por favor —le contestó Lowther.
—Esta gente acaba de cruzar a pie los Pirineos. Están agotados —dijo Lloyd.
—Pues entonces será mejor que descansen un poco antes de seguir.
Lloyd negó con la cabeza.
—Demasiado peligroso. Ese pueblo de ahí arriba tiene un alcalde comprensivo, por eso hemos fijado este lugar como punto de encuentro. Pero más abajo del valle los políticos son diferentes. La Gestapo está en todas partes, lo sabe; y la policía española está en su mayoría de su lado, no del nuestro. Mi grupo correrá un peligro enorme de que los detengan por entrar ilegalmente en el país. Y también sabe lo difícil que es sacar a los presos de las cárceles de Franco, aunque sean inocentes.
—No pienso discutir contigo. Te supero en rango.
—No.
—¿Qué?
—Soy comandante, así que no vuelva a llamarme «muchacho» a menos que quiera que le dé un puñetazo en la nariz.
—¡Mi misión es urgente!
—¿Y por qué no ha traído su propio vehículo?
—¡Porque este estaba libre!
—Pues no, no lo estaba.
Will Donelly, el estadounidense corpulento, avanzó un paso.
—Estoy con el comandante Williams —dijo, arrastrando las palabras—. Acaba de salvarme la vida. Usted, comandante Lowther, no ha hecho una mierda.
—Eso no tiene nada que ver con esto —replicó Lowther.
—Bien, parece que la situación está clara —terció Donelly—. El camión está bajo la autoridad del comandante Williams. El comandante Lowther lo quiere, pero no puede disponer de él. Fin de la historia.
—Manténgase al margen de esto —dijo Lowther.
—Se da la circunstancia de que soy teniente coronel, así que creo que los supero en rango a los dos.
—Pero esta no es su jurisdicción.
—Ni la suya, obviamente. —Donelly se volvió hacia Lloyd—. ¿Nos ponemos en camino?
—¡Insisto! —farfulló Lowther.
Donelly se volvió hacia él.
—Comandante Lowther —dijo—, cierre la puta boca. Es una orden.
—Muy bien. Suban todos al camión —dijo Lloyd.
Lowther lo fulminó con la mirada.
—Me las pagarás, cabrón galés —le espetó.
Los narcisos habían brotado en Londres cuando Daisy y Boy decidieron acudir al médico.
Había sido idea de Daisy. Estaba harta de que Boy la culpara de que no se quedara embarazada. No dejaba de compararla con la esposa de su hermano, May, que ya tenía tres hijos.
—Debes de tener algún problema —le había dicho con tono agresivo.
—Ya me quedé embarazada una vez. —Se estremeció al pensar en el dolor que le había causado el aborto; luego recordó cómo la había cuidado Lloyd y sintió un tipo de dolor diferente.
—Podría haberte pasado algo desde entonces que te haya dejado estéril.
—O a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Que hay las mismas posibilidades de que seas tú quien tenga un problema.
—No seas ridícula.
—Mira, vamos a hacer un trato. —Por un instante pensó que estaba negociando como lo habría hecho su padre, Lev—. Me someteré a un examen… si tú también lo haces.
Sorprendido, Boy dudó un momento.
—De acuerdo —dijo—. Tú primero. Si te dicen que no tienes ningún problema, entonces iré yo.