Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Jimmy no —repuso Eva con determinación.
—No, estoy segura de que no.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a dejarle. Podemos divorciarnos para que otra mujer sea la vizcondesa.
—¡Pero no podrás si estalla la guerra!
—¿Por qué no?
—Es demasiado cruel, él estará en el campo de batalla.
—Debería haber pensado en eso antes de acostarse con un par de prostitutas de Aldgate.
—Pero, además, sería cobarde. No puedes dejar a un hombre que está arriesgando la vida para protegerte.
Reticente, Daisy comprendió su argumento. La guerra transformaría a Boy, un despreciable adúltero que merecía repulsa, en un héroe que defendía a su esposa, a su madre y a su país del terror de la invasión y la conquista. Y no le preocupaba solo que todo el mundo en Londres y en Buffalo fuese a verla como una cobarde por abandonarlo, sino que ella también se sentiría así. Si iba a haber una guerra, quería ser valiente, aunque no estaba segura de lo que eso podía implicar.
—Tienes razón —dijo a regañadientes—. No puedo dejarle si estalla la guerra.
Se oyó un trueno. Daisy miró el reloj; era medianoche. El sonido de la lluvia se volvió estrepitoso cuando esta se convirtió en un aguacero torrencial.
Daisy y Eva volvieron a la sala de estar. Bea dormía en un sofá. Andy rodeaba con un brazo a May, que seguía sollozando. Boy fumaba un cigarro y bebía brandy. Daisy decidió que, definitivamente, sería ella quien conduciría de vuelta a casa.
Fitz llegó pasada la medianoche, con el esmoquin empapado.
—Se acabó el titubeo —dijo—. Por la mañana Neville enviará un ultimátum a los alemanes. Si no empiezan a retirar sus tropas de Polonia a mediodía, a las once de aquí, estaremos en guerra.
Todos se levantaron y se dispusieron a marcharse.
—Yo conduciré —dijo Daisy, ya en el vestíbulo.
Boy no se opuso. Subieron al Bentley de color crema, y Daisy puso en marcha el motor. Grout cerró la puerta de casa. Daisy accionó los limpiaparabrisas, pero no se movió.
—Boy —dijo—, volvamos a intentarlo.
—¿A qué te refieres?
—No quiero dejarte.
—Y yo de ningún modo quiero que te vayas.
—Deja de ver a esas mujeres de Aldgate. Duerme conmigo todas las noches. Vamos a intentar de verdad tener un bebé. Eso es lo que quieres, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces, ¿harás lo que te pido?
Hubo un largo silencio.
—De acuerdo —dijo él al cabo.
—Gracias.
Ella lo miró; esperaba un beso, pero él permaneció inmóvil, mirando al frente a través del vidrio mientras los rítmicos limpiaparabrisas retiraban la incesante lluvia.
El domingo dejó de llover y salió el sol. Lloyd Williams tenía la sensación de que le habían lavado la cara a Londres.
A lo largo de la mañana la familia Williams fue congregándose en la cocina de la casa de Ethel, en Aldgate. No lo habían planeado, sino que todos fueron presentándose allí de forma espontánea. Querían estar juntos, supuso Lloyd, si se declaraba la guerra.
Lloyd ansiaba que se actuase contra los fascistas, y al mismo tiempo sentía pavor ante la perspectiva de la guerra. En España ya había visto suficiente sangre derramada y sufrimiento para lo que le quedaba de vida. Aun así, confiaba con toda su alma que Chamberlain no reculase. Había sido testigo en Alemania de lo que significaba el fascismo, y los rumores procedentes de España eran igual de aterradores: el régimen de Franco estaba asesinando a los antiguos partidarios del gobierno electo por centenares y millares, y los sacerdotes volvían a controlar las escuelas.
Aquel verano, justo después de graduarse, se había alistado en los Fusileros Galeses, y como antiguo miembro del Cuerpo de Instrucción de Oficiales se le había asignado el rango de teniente. El ejército se preparaba con brío para el combate, y a él le había resultado muy difícil conseguir un permiso de veinticuatro horas para visitar a su madre el fin de semana. Si el primer ministro declaraba la guerra ese día, Lloyd se contaría entre los primeros en ir.
Billy Williams llegó a la casa de Nutley Street el domingo por la mañana, después del desayuno. Lloyd y Bernie estaban sentados junto a la radio con los periódicos abiertos sobre la mesa de la cocina mientras Ethel preparaba una pierna de cerdo para la cena. El tío Billy estuvo a punto de llorar al ver a Lloyd uniformado.
—Es solo que me hace pensar en nuestro Dave —dijo—. Ahora sería un recluta, si hubiese regresado de España.
Lloyd nunca le había contado a Billy la verdad sobre cómo había muerto Dave. Fingía desconocer los detalles, que lo único que sabía era que Dave había muerto en acto de servicio en Belchite y que probablemente estaba enterrado allí. Billy había participado en la Gran Guerra y sabía la displicencia con que se trataban los cuerpos de los caídos en el campo de batalla, y sin duda eso agravaba su dolor. Su gran esperanza era poder visitar Belchite algún día, cuando España fuera libre al fin, y presentar sus respetos al hijo que murió luchando por aquella gran causa.
Lenny Griffiths era otro de los que nunca regresaron de España. Nadie sabía dónde podía estar enterrado. Era incluso posible que siguiera vivo, en alguno de los campos de prisioneros de Franco.
En ese momento la radio emitió la alocución del primer ministro Chamberlain en la Cámara de los Comunes de la noche anterior, pero no dio más información.
—A saber el jaleo que se montaría después —comentó Billy.
—La BBC nunca informa de los jaleos —dijo Lloyd—. Siempre intentan tranquilizar.
Billy y Lloyd eran miembros de la Ejecutiva Nacional del Partido Laborista, Lloyd como representante de la sección juvenil del partido. Después de volver de España, se las había ingeniado para que lo readmitiesen en la Universidad de Cambridge, y mientras terminaba sus estudios había recorrido el país dirigiéndose a grupos del Partido Laborista, explicando a la gente cómo el gobierno electo de España había sido traicionado por el británico, afín a los fascistas. De nada había servido —los rebeldes antidemocráticos de Franco habían acabado ganando—, pero Lloyd se había convertido en un personaje conocido, incluso en una especie de héroe, especialmente entre los jóvenes de izquierdas, de ahí su elección para la Ejecutiva.
Así, tanto Lloyd como el tío Billy habían asistido la noche anterior a la reunión del comité. Sabían que Chamberlain había prometido presionar desde el gabinete y enviado el ultimátum a Hitler. Ahora esperaban en ascuas el desenlace.
Por lo que sabían, aún no se había recibido respuesta de Hitler.
Lloyd se acordó de Maud, la amiga de su madre, y de su familia, que vivían en Berlín. Los dos niños tendrían ya diecisiete y diecinueve años, calculó. Los imaginaba sentados alrededor de una radio preguntándose si acabarían enzarzados en una guerra contra Inglaterra.
A las diez en punto llegó la hermanastra de Lloyd, Millie. Tenía diecinueve años y estaba casada con el hermano de su amiga Naomi Avery, Abe, un mayorista de cuero. Ganaba bastante dinero como dependienta a comisión en una tienda de ropa cara. Tenía intención de abrir en el futuro su propio establecimiento, y Lloyd no dudaba de que acabaría haciéndolo. Aunque no era la profesión que Bernie habría elegido para ella, Lloyd veía lo orgulloso que se sentía de su inteligencia, su ambición y su elegancia.
Sin embargo, aquel día su serena confianza se había derrumbado.
—Cuando estuviste en España fue horrible —le dijo a Lloyd entre lágrimas—. Y Dave y Lenny no volvieron. Ahora tú y mi Abie os marcharéis a saber dónde y las mujeres nos pasaremos aquí el día esperando noticias vuestras, preguntándonos si ya habréis muerto.
—Y también tu primo Keir. Ya tiene dieciocho años —intervino Ethel.
—¿En qué regimiento combatió mi padre biológico? —preguntó Lloyd a su madre.
—Oh, ¿acaso importa eso? —Nunca se mostraba muy dispuesta a hablar del padre de Lloyd, tal vez por consideración para con Bernie.
Pero Lloyd quería saberlo.
—A mí sí me importa —dijo.
Ella echó una patata pelada en una cazuela con más ímpetu del necesario.
—Combatió con los Fusileros Galeses.
—¡Como yo! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Lo pasado, pasado está.
Lloyd sabía que podía haber algún otro motivo que justificase su reserva. Tal vez estuviera embarazada cuando se casó. No era algo que molestase a Lloyd, pero para la generación de ella era ignominioso. Aun así, insistió.
—¿Mi padre era galés?
—Sí.
—¿De Aberowen?
—No.
—¿De dónde, entonces?
Ella suspiró.
—Sus padres viajaban mucho, por el trabajo de su padre, pero creo que eran de Swansea. ¿Contento?
—Sí.
La tía Mildred llegó de la iglesia; era una mujer moderna de mediana edad, guapa salvo por su prominente dentadura. Llevaba un caprichoso sombrero; regentaba un pequeño taller de sombreros. Las dos hijas que tenía de su primer matrimonio, Enid y Lillian, ambas cerca ya de los treinta años, estaban casadas y tenían hijos. Su primogénito era el Dave que había muerto en España. Su hijo menor, Keir, entró tras ella en la cocina. Mildred insistía en llevar a sus hijos a la iglesia, aunque su marido, Billy, no quería saber nada de la religión. «Ya tuve más que suficiente cuando era niño —solía decir—. Si aún no estoy salvado, nadie lo está.»
Lloyd miró a su alrededor. Aquella era su familia: su madre, su padrastro, su hermanastra, su tío, su tía y su primo. No quería dejarlos y marcharse a algún lugar para morir.
Lloyd consultó su reloj, un modelo de acero inoxidable con esfera cuadrada que Bernie le había dado como regalo de graduación. Eran las once en punto. En la radio, la voz pastosa del locutor Alvar Liddell anunció que se esperaba que el primer ministro compareciera en breve, a lo que prosiguió música clásica solemne.
—Ahora, callaos todos —dijo Ethel—. Después os prepararé una taza de té.
La cocina quedó en silencio.
Alvar Liddell anunció al primer ministro, Neville Chamberlain.
El contemporizador del fascismo, pensó Lloyd, el hombre que había entregado Checoslovaquia a Hitler, el hombre que se había negado tozudamente a ayudar al gobierno electo de España después de que se hiciese incontestablemente obvio que los alemanes y los italianos estaban armando a los rebeldes. ¿Iba a ceder de nuevo?
Lloyd observó cómo sus padres se daban la mano y cómo los dedos de Ethel se hundían en la palma de Bernie.
Volvió a mirar el reloj. Las once y cuarto.
Entonces oyeron decir al primer ministro:
—Les hablo desde la sala de reuniones del gabinete, en el número diez de Downing Street.
La voz de Chamberlain era atiplada y excesivamente meticulosa. Parecía un maestro de escuela pedante. «Lo que necesitamos es un guerrero», pensó Lloyd.
—Esta mañana el embajador británico en Berlín ha entregado al gobierno alemán una última notificación declarando que, a menos que el gobierno británico fuera informado por su parte antes de las once en punto de que estaban dispuestos a retirar de inmediato sus tropas de Polonia, existiría entre nosotros un estado de guerra…
Lloyd se impacientó con la palabrería de Chamberlain. «Existiría entre nosotros un estado de guerra»; qué modo tan extraño de definirlo. «Sigue —pensó—, ve al grano. Es una cuestión de vida o muerte.»
Chamberlain adoptó un tono de voz más profundo, digno de un estadista. Quizá ya no miraba el micrófono, sino que veía a millones de sus compatriotas en sus casas, sentados junto a las radios, esperando las fatídicas palabras.
—Debo comunicarles que no se ha recibido tal notificación.
—Oh, Dios nos libre —oyó decir a su madre. La miró. Su rostro se tiñó de un tono cenizo.
Chamberlain pronunció muy despacio las siguientes y funestas palabras.
—… Y que, por consiguiente, este país está en guerra con Alemania.
Ethel rompió a llorar.
Los años sangrientos
1940 (I)
Aberowen había cambiado. En sus calles había coches, camiones y autobuses. Cuando Lloyd, de niño, había visitado la localidad para ir a ver a sus abuelos en la década de 1920, un coche aparcado era una rareza que atraía incluso una muchedumbre.
Sin embargo, la ciudad seguía estando dominada por las torres gemelas de la bocamina, con sus ruedas girando majestuosamente como siempre. No había nada más: ni fábricas ni edificios de oficinas, ninguna otra industria que no fuera la del carbón. Casi todos los hombres de la localidad trabajaban en el fondo del pozo, a excepción de tan solo algunas decenas: unos cuantos tenderos, varios clérigos de todas las confesiones, un secretario del ayuntamiento, un médico. Cada vez que la demanda de carbón caía y se producían despidos, como había sucedido en los años treinta, los mineros no podían dedicarse a ninguna otra actividad. Por eso la reclamación más vehemente del Partido Laborista era la de una ayuda para los desempleados, para que esos hombres no volvieran a sufrir jamás la angustia y la humillación de verse incapaces de alimentar a sus familias.
El teniente Lloyd Williams llegó en el tren de Cardiff un domingo de abril de 1940. Llevaba una pequeña maleta y recorrió a pie toda la cuesta que subía hasta Ty Gwyn. Había pasado ocho meses formando a nuevos reclutas —el mismo trabajo del que se había encargado en España— y entrenando al equipo de boxeo de los Fusileros Galeses, pero el ejército por fin se había dado cuenta de que hablaba alemán con fluidez, así que lo habían destinado a los servicios secretos y lo habían enviado a un curso de instrucción.
La instrucción era lo único a lo que se había dedicado el ejército hasta el momento. Las tropas británicas todavía no se habían enfrentado al enemigo en ningún combate mínimamente significativo. Alemania y la URSS habían invadido Polonia y se la habían repartido entre ambos, y la garantía de independencia para los polacos propuesta por los Aliados había quedado en nada.
Los británicos llamaban al conflicto «la guerra falsa», y estaban impacientes por que llegara la hora de la verdad. Lloyd no se hacía ninguna ilusión romántica con la guerra; había oído las voces lastimeras de los hombres agonizantes suplicando un poco de agua en los frentes de España. Pero aun así, estaba deseoso por dar comienzo a la confrontación definitiva con el fascismo.