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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (53 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Oyó que los grifos se cerraban y Lloyd regresó y la cogió del brazo.

—Si crees que te vas a desmayar, dímelo —le advirtió—. No te dejaré caer. —Tenía una fuerza asombrosa y casi la llevó en volandas mientras ella daba pasos en dirección al baño. Su ropa interior, hecha jirones, cayó en algún momento al suelo. Daisy se quedó de pie junto a la bañera y dejó que él le desabrochara los botones de la parte de atrás del vestido—. ¿Podrás tú sola con el resto? —le preguntó.

Daisy asintió y él salió del baño.

Inclinada sobre la cesta de la ropa sucia, se fue quitando todas las prendas despacio y las fue dejando en el suelo, en un montón ensangrentado. Se metió en la bañera con muchísimo cuidado. El agua tenía la temperatura justa y el dolor empezó a pasar en cuanto se tumbó e intentó relajarse. Se sentía desbordada por la gratitud hacia Lloyd. Era tan bueno con ella que tenía ganas de llorar.

Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió un resquicio y la mano de él apareció con algo de ropa limpia.

—Un camisón y demás —dijo. Lo dejó todo encima del cesto de la ropa sucia y cerró de nuevo.

Cuando el agua empezó a enfriarse, Daisy se levantó. Volvía a estar algo mareada, pero fue solo un momento. Se secó con una toalla y luego se puso el camisón y la ropa interior que le había traído Lloyd. Se colocó una toalla de manos dentro de los calzones para que empapara la sangre que seguía expulsando.

Cuando regresó al dormitorio, se encontró la cama hecha con sábanas y mantas limpias. Se metió en ella y se quedó sentada, muy erguida, tapándose hasta el cuello con las mantas.

Él entró desde la sala.

—Seguro que ya te encuentras mejor —le dijo—. Parece que tengas vergüenza.

—Vergüenza no es la palabra. Bochorno, tal vez, aunque incluso eso me parece demasiado suave.

La verdad no era tan sencilla. Se estremecía solo con recordar cómo la había visto… pero, por otra parte, él no parecía haber sentido ningún asco.

Lloyd entró en el cuarto de baño y recogió la ropa que ella había dejado allí tirada. Por lo visto no era nada aprensivo con la sangre menstrual.

—¿Qué has hecho con las sábanas? —preguntó Daisy.

—He encontrado un gran fregadero en la sala de las flores. Las he puesto a remojo en agua fría. Haré lo mismo con tu ropa, ¿te parece bien?

Ella asintió con la cabeza.

Lloyd volvió a desaparecer. ¿Dónde había aprendido a ser tan competente y autosuficiente? En la guerra civil española, supuso.

Lo oía moverse por la cocina y entonces reapareció con dos tazas de té.

—Seguro que este mejunje no te gusta nada, pero hará que te sientas mejor. —Daisy se tomó el té. Lloyd abrió la palma de la mano y le enseñó dos píldoras blancas—. ¿Aspirina? A lo mejor te alivia un poco los retortijones.

Ella las aceptó y las tragó ayudándose del té caliente. Lloyd siempre le había parecido muy maduro para su edad. Recordó entonces la seguridad con la que había salido a buscar a Boy, borracho, en el teatro del Gaiety.

—Siempre has sido así —le dijo—. Un hombre hecho y derecho, cuando el resto de nosotros solo fingíamos ser mayores.

Se terminó el té y sintió que la vencía el sueño. Lloyd se llevó las tazas.

—Puede que cierre los ojos un momento —dijo Daisy—. ¿Te quedarás aquí, si me duermo?

—Me quedaré todo el rato que tú quieras —contestó él. Después dijo algo más, pero su voz parecía desvanecerse a lo lejos a medida que Daisy se quedaba dormida.

III

A partir de esa noche, Lloyd empezó a pasar muchas horas en el pequeño apartamento del ama de llaves.

Durante todo el día esperaba que llegara el momento.

Bajaba unos minutos pasadas las ocho, cuando ya había terminado la cena en el comedor de oficiales y la doncella de Daisy se había ido a casa a dormir. Se sentaban uno frente al otro en los dos viejos sillones, Lloyd llevaba consigo algún libro para estudiar —siempre tenían «tareas» y exámenes por la mañana— y Daisy leía una novela; pero lo que más hacían era charlar. Se contaban lo que había sucedido durante el día, conversaban sobre lo que fuera que estaban leyendo y se explicaban uno al otro la historia de su vida.

Él le relató sus experiencias en la batalla de Cable Street.

—Estando allí de pie, entre aquella muchedumbre pacífica, la policía montada cargó contra nosotros gritando que éramos «sucios judíos» —dijo—. Nos golpearon con las porras y nos empujaron contra las lunas de los escaparates hasta que se rompieron.

A ella la habían obligado a quedarse con los fascistas sin salir de Tower Gardens, de manera que no había visto nada de los altercados.

—No fue así como nos informaron de lo sucedido —comentó. Ella había creído a los periódicos que habían hablado de disturbios en las calles provocados por bandas de alborotadores.

A Lloyd no le sorprendió.

—Mi madre vio el noticiario en el cine, el Aldgate Essoldo, una semana después —recordó—. Ese comentarista de voz engolada dijo: «La policía no ha recibido por parte de observadores imparciales otra cosa que no sean elogios». Mi madre me contó que todo el público se echó a reír con ganas.

A Daisy le sorprendió el escepticismo con que se tomaba las noticias. Lloyd le explicó que la mayoría de los periódicos británicos eliminaban todos los artículos que hablaban de las atrocidades del ejército de Franco en España, y en cambio exageraban cualquier noticia que les llegaba sobre el mal comportamiento de las fuerzas republicanas. Ella admitió que siempre había creído a pies juntillas la versión del conde Fitzherbert de que los rebeldes eran unos cristianos altruistas que pretendían liberar España de la amenaza del comunismo. Daisy no sabía nada de las ejecuciones masivas, las violaciones ni los saqueos perpetrados por los franquistas.

Por lo visto nunca se le había ocurrido pensar que los periódicos eran propiedad de capitalistas y que estos podían restarle importancia a las noticias que dejaran en mal lugar al gobierno conservador, el ejército o la clase empresarial, y que sin embargo aprovechaban cualquier incidente de conductas reprochables por parte de sindicalistas o partidos de izquierdas.

Lloyd y Daisy hablaban también de la guerra. Por fin se había pasado a la acción. Tropas británicas y francesas habían desembarcado en Noruega, y allí se disputaban con los alemanes, que habían hecho lo propio, el control del país. Los periódicos no lograban ocultar del todo el hecho de que a los Aliados no les estaba yendo nada bien.

La actitud de Daisy para con Lloyd había cambiado. Ya no flirteaba con él. Siempre se alegraba de verlo, y se quejaba si llegaba tarde por la noche, a veces incluso lo regañaba; pero nunca con ánimo de coquetear. Le comentó lo decepcionados que estaban todos por el niño que había perdido: Boy, Fitz, Bea, su madre, en Buffalo, e incluso su padre, Lev. No conseguía quitarse de encima la sensación irracional de que había hecho algo vergonzoso, y le preguntó si él creía que era una tonta por ello. Lloyd no lo creía. Nada de lo que hiciera la convertía en una tonta a sus ojos.

Sus conversaciones eran personales, pero siempre mantenían la distancia física entre ambos. Él no pensaba aprovecharse de la gran intimidad que había surgido entre ellos la noche del aborto de Daisy. Aunque, desde luego, aquella escena viviría en su corazón para siempre. Limpiarle la sangre de los muslos y el vientre no había sido nada sensual —en absoluto—, pero sí le había resultado de una ternura insoportable. Sin embargo, se trataba de una emergencia médica, y eso le impedía tomarse libertades después. Tenía tanto miedo de transmitir una impresión equivocada a ese respecto que siempre actuaba con mucha precaución para no tocarla.

A las diez en punto ella preparaba un chocolate, que a él le encantaba y Daisy decía que a ella también, aunque Lloyd se preguntaba si lo diría solo por ser amable. Después él le deseaba las buenas noches y subía arriba, a su habitación del desván.

Se habían convertido en dos viejos amigos. No era lo que Lloyd deseaba, pero Daisy era una mujer casada y aquello era lo mejor a lo que podía aspirar.

A menudo se le olvidaba la posición que ocupaba Daisy allí. Una noche se sorprendió cuando ella le anunció que iba a hacerle una visita al mayordomo retirado del conde, Peel, que vivía en una casita que lindaba con los límites de la propiedad.

—¡Tendrá ochenta años! —le dijo a Lloyd—. Seguro que Fitz se ha olvidado de él. Debería acercarme a ver cómo está.

Lloyd levantó las cejas, sorprendido, y ella añadió:

—Necesito asegurarme de que se encuentra bien. Es mi deber como miembro del clan Fitzherbert. Ocuparse de los viejos criados es una obligación de las familias adineradas… ¿No lo sabías?

—Lo había olvidado.

—¿Querrás acompañarme?

—Desde luego.

El día siguiente era domingo, y salieron por la mañana, cuando Lloyd no tenía ninguna clase. A los dos les sorprendió el estado en que se encontraba la casita. La pintura estaba desconchada, el papel de pared se despegaba y las cortinas estaban grises a causa del polvo de carbón. La única decoración consistía en una hilera de fotografías recortadas de periódicos y clavadas con tachuelas en la pared: el rey y la reina, Fitz y Bea, así como algunos miembros más de la nobleza. Hacía años que nadie limpiaba aquel sitio como es debido y todo olía a orines, ceniza y podredumbre. Lloyd, no obstante, supuso que no era nada fuera de lo común para un anciano que vivía con una pobre pensión.

Peel tenía las cejas blancas. Miró a Lloyd y dijo:

—Buenos días, milord… ¡Pensaba que había muerto usted!

Lloyd sonrió.

—Solo soy una visita.

—¿De veras, señor? Mi pobre cerebro está revuelto, igual que los huevos del desayuno. El viejo conde murió hará, ¿qué?, ¿treinta y cinco o cuarenta años? Bueno, bueno, ¿y quién es usted, joven caballero?

—Lloyd Williams. Conoció usted a mi madre, Ethel, hace muchos años.

—¿Es el chico de Eth? Bueno, en tal caso, desde luego…

—En tal caso ¿qué, señor Peel? —preguntó Daisy.

—Ah, pues nada. ¡Tengo el cerebro revuelto, igual que los huevos del desayuno!

Le preguntaron si necesitaba algo, y él insistió en que tenía todo cuanto un hombre podía desear.

—No como demasiado, y casi nunca bebo cerveza. Tengo dinero suficiente para comprar el periódico y picadura para la pipa. ¿Cree usted que nos invadirá ese Hitler, joven Lloyd? Espero no vivir para verlo.

Daisy le limpió un poco la cocina, aunque las tareas domésticas no eran su fuerte.

—No puedo creerlo —le dijo a Lloyd en voz baja—. Viviendo aquí, así, y dice que lo tiene todo… ¡Cree que es un hombre afortunado!

—Muchos hombres de su edad viven peor —repuso Lloyd.

Estuvieron una hora hablando con Peel. Antes de marcharse, al anciano se le ocurrió algo que sí quería. Miró a la hilera de retratos de la pared.

—En el funeral del viejo conde tomaron una fotografía —dijo—. Yo entonces no era más que un lacayo, todavía no era el mayordomo. Formamos todos en fila junto al coche fúnebre. Había una gran cámara, de las de antes, con un paño negro cubriéndola, no como esas pequeñas modernas de ahora. Era 1906.

—Me parece que sé dónde puede estar esa fotografía —comentó Daisy—. Iremos a ver.

Regresaron a la mansión y bajaron al sótano. El trastero, junto a la bodega, era bastante grande. Estaba lleno de cajas y arcones, además de adornos que no servían para nada: un barco dentro de una botella, una maqueta de Ty Gwyn hecha de cerillas, una cómoda en miniatura, una espada con una vaina ornamental.

Empezaron a buscar entre fotos y cuadros viejos. El polvo hacía estornudar a Daisy, pero ella insistió en continuar.

Encontraron la fotografía que quería Peel y, en esa misma caja, había otra aún más antigua del conde anterior. Lloyd se quedó mirándola con cierto asombro. El retrato color sepia tenía doce centímetros de alto por unos siete y medio de ancho, y en él se veía a un joven vestido con el uniforme de un oficial del ejército victoriano.

Era igual que Lloyd.

—Mira esto —dijo, pasándole la foto a Daisy.

—Podrías ser tú, si te dejaras patillas —repuso ella.

—A lo mejor el viejo conde tuvo una aventura con alguna antepasada mía —comentó Lloyd con ligereza—. Si era una mujer casada, puede que hiciera pasar al niño como hijo de su marido. No me haría mucha gracia, eso sí puedo decírtelo, enterarme de que desciendo ilegítimamente de la aristocracia… ¡Un socialista convencido como yo!

—Lloyd, ¿cómo puedes ser tan estúpido? —dijo Daisy.

Él no supo si tomárselo en serio. Además, tenía una mancha de polvo tan graciosa en la nariz que sintió ganas de besarla.

—Bueno —respondió—, me he puesto en evidencia más de una vez, pero no veo…

—Escúchame. Tu madre fue doncella en esta casa. De repente, en 1914, se marchó a Londres y se casó con un hombre llamado Teddy del que nadie sabe nada, aparte de que se apellidaba Williams, igual que ella, así que no tuvo que cambiarse el nombre de soltera. El misterioso señor Williams murió antes de que nadie pudiera conocerlo, y con su seguro de vida ella pudo costearse la casa en la que vive aún.

—Exacto. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Después, cuando el señor Williams murió, dio a luz a un hijo que resulta guardar un asombroso parecido con el difunto conde Fitzherbert.

Lloyd empezó a ver por dónde quería llevarlo Daisy.

—Continúa.

—¿Nunca se te había ocurrido pensar que toda esa historia podría tener una explicación completamente diferente?

—No, hasta ahora…

—¿Qué hace una familia aristocrática cuando una de sus hijas queda embarazada? Sucede muchísimas veces, ¿sabes?

—Supongo que sí, pero no sé cómo actúan. Esas cosas nunca se explican.

—Exactamente. La chica desaparece unos cuantos meses, se va a Escocia, a la Bretaña o a Ginebra, con su doncella. Cuando las dos regresan del viaje, la doncella trae consigo a un pequeño al que, según dice, dio a luz durante las vacaciones. La familia la trata con una gentileza sorprendente, aunque haya admitido haber fornicado, y la envía a vivir a una distancia segura, con una pequeña pensión.

Parecía algo sacado de un cuento de hadas, nada que ver con la vida real; pero de todas formas Lloyd se sentía intrigado e inquieto.

—¿Y tú crees que yo fui el niño de una de esas farsas?

—Creo que lady Maud Fitzherbert tuvo un amorío con un jardinero, un minero o quizá un encantador granuja de Londres, y quedó embarazada. Después se fue a algún sitio a dar a luz en secreto. Tu madre accedió a fingir que el niño era suyo, y a cambio le compraron una casa.

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