Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
La habitación olía un poco a moho, así que abrió una ventana. El mobiliario original seguía allí: una cama, un armario, una cómoda, un pequeño escritorio y un tocador de líneas sinuosas con tres espejos. Dejó las botellitas de perfume en el tocador y luego hizo la cama con uno de aquellos juegos. Las sábanas estaban frías al tacto.
«Ahora ya sí que he hecho algo —pensó—. He hecho la cama para mi amante y para mí.»
Miró las almohadas blancas y las mantas de color rosa con su ribete de satén, y se vio a sí misma con Lloyd, unidos en un largo abrazo, besándose con locura. Solo con pensarlo se excitó tanto que se sintió desfallecer.
Fuera oyó unos pasos que resonaban en los tablones igual que acababan de hacer los suyos. ¿Quién podría ser? Morrison, quizá, el viejo lacayo, de camino a ocuparse de un canalón que goteaba o un cristal roto. Esperó, sintiendo los culpables latidos de su corazón, hasta que los pasos llegaron ante la puerta y luego se alejaron de nuevo.
El susto relajó su excitación y enfrió el calor que sentía por dentro. Contempló la escena una última vez y se fue.
No había nadie en el pasillo.
Sus zapatos, de nuevo, anunciaban su avance al caminar, pero ahora podía mostrarse del todo inocente, se dijo. Podía ir a donde quisiera, tenía más derecho a estar allí que ninguna otra persona: ella estaba en su casa, su marido era el heredero de toda aquella mansión.
El marido al que con tantas precauciones pensaba traicionar.
Sabía que la culpabilidad tendría que paralizarla, pero en realidad estaba impaciente por hacerlo, la consumía el anhelo.
Lo siguiente sería informar a Lloyd. La noche anterior había ido a verla a sus dependencias, como siempre, pero ella todavía no había podido proponerle esa cita, porque él habría querido algún tipo de explicación y Daisy sabía que entonces se lo habría dicho todo, se lo habría llevado a la cama y habría estropeado su plan. Así que tendría que conseguir hablar con él durante el día.
Normalmente no se veían durante la jornada, a menos que tropezaran por casualidad en el vestíbulo o la biblioteca. ¿Cómo podía asegurarse de encontrarlo? Subió las escaleras del desván. Los alumnos no estaban en sus habitaciones, pero en cualquier momento uno de ellos podía regresar a su cuarto a buscar algo que se hubiera dejado. Daisy tenía que darse prisa.
Entró en el dormitorio de Lloyd. Olía a él. No sabía decir exactamente cuál era la fragancia; no vio ninguna botella de colonia en la habitación, pero sí había un bote con una especie de loción para el pelo junto a su cuchilla de afeitar. Lo abrió e inspiró: sí, eso era, limón y especias. Se preguntó si sería presumido. A lo mejor un poco. Normalmente se lo veía bien vestido, aun con el uniforme.
Tenía que dejarle una nota. Encima del tocador encontró un cuaderno barato. Lo abrió y luego miró a su alrededor buscando algo con lo que escribir. Sabía que Lloyd tenía una estilográfica negra con su nombre grabado en el cañón, pero seguro que se la había llevado consigo para tomar apuntes en clase. Encontró un lápiz en el primer cajón.
¿Qué podía escribirle? Tenía que ser cuidadosa por si alguna otra persona leía la nota. Al final decidió poner simplemente «Biblioteca» y dejó el cuaderno abierto encima del tocador, donde seguro que lo vería. Después se marchó.
No la vio nadie.
Seguramente Lloyd regresaría a su cuarto en algún momento del día, supuso, tal vez para recargar la pluma con el tintero que había en el tocador. Entonces vería la nota e iría a buscarla.
Bajó a la biblioteca a esperarlo.
La mañana fue larga. Daisy estaba leyendo a autoras victorianas —parecían comprender cómo se sentía en aquellos momentos—, pero ni siquiera la señora Gaskell lograba captar toda su atención, y se pasó gran parte del tiempo mirando por la ventana. Era mayo, y normalmente el surtido de flores primaverales de los jardines de Ty Gwyn habría sido esplendoroso, pero la mayoría de los jardineros se habían enrolado en las fuerzas armadas, y los que no, cultivaban verduras, no flores.
Muchos alumnos entraron en la biblioteca poco antes de las once y se acomodaron en los sillones de cuero verde con sus cuadernos, pero Lloyd no estaba entre ellos.
Daisy sabía que la última clase de la mañana terminaba a las doce y media. En ese momento los hombres se levantaron y salieron de la biblioteca, pero Lloyd seguía sin aparecer.
Seguro que subiría a su habitación, pensó, aunque solo fuera para dejar los libros y lavarse las manos en el cuarto de baño del desván.
Pasaron los minutos y sonó el gong de la comida.
Lloyd entró al fin, y a Daisy le dio un vuelco el corazón.
Parecía inquieto.
—He visto tu nota —dijo—. ¿Te encuentras bien?
Ella era siempre su principal preocupación. Un problema de Daisy no era una molestia, sino una ocasión para ayudarla, y estaba más que dispuesto a ello. Ningún otro hombre se había ocupado así de ella, ni siquiera su padre.
—Sí, todo va bien. ¿Sabes cómo son las gardenias? —Llevaba toda la mañana ensayando su discurso.
—Supongo que sí. Se parecen un poco a las rosas. ¿Por qué?
—En el ala oeste hay unas habitaciones a las que llaman Suite Gardenia. Tienen una gardenia blanca pintada en la puerta principal y ahora es el almacén de la ropa de cama. ¿Crees que podrás encontrarla?
—Desde luego.
—Nos reuniremos allí esta noche, en lugar de en mi apartamento. A la hora de siempre.
Lloyd se quedó mirándola, intentando adivinar qué ocurría.
—Allí estaré —dijo—. Pero ¿por qué?
—Quiero decirte una cosa.
—Qué emocionante —repuso él, algo desconcertado.
Daisy imaginaba todo lo que le estaba pasando por la cabeza. Debía de sentirse electrizado ante la idea de que ella pudiera haber preparado una cita romántica, y al mismo tiempo se estaría diciendo que aquello era un sueño inalcanzable.
—Ve a comer —le dijo.
Lloyd dudó.
—Te veré esta noche —insistió ella.
—Me muero de impaciencia —dijo él, y salió.
Daisy regresó a sus habitaciones. Maisie, que no era muy buena cocinera, le había preparado un sándwich con dos rebanadas de pan y una loncha de jamón en conserva, pero Daisy estaba demasiado nerviosa: no podría haber comido ni aunque le hubiesen ofrecido helado de melocotón.
Se tumbó a descansar. Sus fantasías sobre la noche próxima eran tan explícitas que incluso se ruborizaba. Había aprendido mucho de sexo gracias a Boy, al que sin duda no le faltaba experiencia con otras mujeres, así que sabía muy bien lo que les gustaba a los hombres. Y quería hacérselo todo a Lloyd, besarle en todos los rincones de su cuerpo, hacerle lo que Boy llamaba un
soixante-neuf
, tragarse su semen. Todo ello le resultaba tan excitante que tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para resistir a la tentación de darse placer ella misma.
A las cinco se tomó un café, después se lavó el pelo y se dio un largo baño, que aprovechó para afeitarse las axilas y recortarse un poco el vello púbico, que le crecía demasiado abundante. Se secó y se aplicó una suave loción por todo el cuerpo. Se perfumó y empezó a vestirse.
Se puso ropa interior limpia. Se probó todos sus vestidos. Le gustaba uno de rayitas azules y blancas, pero por la parte de delante tenía una larga hilera de botones que tardaba siglos en desabrocharse, y sabía que ese día querría desnudarse deprisa. «Pienso como una furcia», se dijo, aunque no sabía si eso la divertía o la avergonzaba. Al final se decidió por un sencillo vestido de cachemir, de color verde menta, que le llegaba hasta las rodillas y con el que enseñaba sus bonitas pantorrillas.
Se miró con detenimiento en el estrecho espejo del interior de la puerta del armario. Estaba guapa.
Se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias, y entonces entró Boy.
Daisy se sintió desfallecer. De no haber estado ya sentada, se habría caído. Se lo quedó mirando sin dar crédito.
—¡Sorpresa! —exclamó él con jovialidad—. He llegado un día antes.
—Sí —dijo ella cuando por fin logró recuperar la voz—. Qué sorpresa.
Se inclinó y la besó. A ella nunca le había gustado demasiado que le metiera la lengua en la boca, porque siempre le sabía a alcohol y tabaco. A él eso le traía sin cuidado; de hecho, incluso parecía gustarle llevarla al límite. En ese momento, no obstante, a causa de la culpabilidad, Daisy respondió con su propia lengua.
—¡Caramba! —dijo Boy al quedarse sin aliento—. Qué juguetona estás.
«Ni te lo imaginas —pensó Daisy—. Al menos, eso espero.»
—Han adelantado un día el ejercicio —explicó él—. No he tenido tiempo de avisarte.
—O sea, ¿que estarás aquí esta noche?
—Sí.
Y Lloyd se marchaba por la mañana.
—No pareces muy contenta —dijo Boy. Se fijó en su vestido—. ¿Tenías planes?
—¿Qué planes voy a tener? —repuso ella. Tenía que recuperar la compostura—. ¿Una salida al Two Crowns, a lo mejor? —preguntó con sarcasmo.
—Ahora que lo mencionas, ¿por qué no tomamos una copa? —Salió de la habitación en busca de alcohol.
Daisy hundió el rostro entre las manos. ¿Cómo podía ser? Sus planes se habían ido al traste. Tendría que encontrar la forma de avisar a Lloyd. Y no podría declararle su amor en un susurro apresurado, con Boy a la vuelta de la esquina.
Se dijo que tendría que posponer sin remedio toda su estrategia. Sería solo por unos días: Lloyd tenía previsto regresar el martes siguiente. El retraso sería una tortura para ella, pero sobreviviría, y su amor también. Aun así, casi lloró de decepción.
Terminó de ponerse las medias y los zapatos, después fue a la pequeña salita.
Boy encontró una botella de whisky escocés y dos vasos. Ella bebió un poco por educación.
—He visto que esa chica está haciendo un pastel de pescado para la cena. Me muero de hambre. ¿Es buena cocinera? —preguntó Boy.
—No demasiado. Lo que prepara se puede comer, si tienes mucha hambre.
—Ah, bueno, siempre nos queda el whisky —dijo Boy, y se sirvió otro vaso.
—¿Qué has estado haciendo? —Estaba desesperada por hacerlo hablar y así no tener que darle conversación ella—. ¿Has volado a Noruega? —Los alemanes estaban ganando allí la primera batalla terrestre.
—No, gracias a Dios. Aquello es un desastre. Esta noche habrá un gran debate en la Cámara de los Comunes. —Empezó a hablar de los errores que habían cometido los comandantes británicos y franceses.
Cuando la cena estuvo lista, Boy bajó a la bodega a buscar un vino y Daisy vio entonces la ocasión de subir a alertar a Lloyd. Pero ¿dónde estaría? Consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y media. Estaría cenando en el comedor de oficiales. No podía entrar en esa sala y susurrarle algo al oído mientras estaba sentado a la mesa con sus compañeros; eso sería prácticamente como decirle a todo el mundo que eran amantes. ¿Había alguna forma de sacarlo de allí? Se devanó los sesos; pero antes de que se le ocurriera nada, Boy regresó ya, triunfal, con una botella de Dom Pérignon de 1921 en las manos.
—De la primera cosecha que hicieron —dijo—. Histórica.
Se sentaron a la mesa y se comieron el pastel de pescado de Maisie. Daisy bebió una copa de champán, pero le resultó difícil comer nada. Paseó un poco la comida por el plato en un claro intento de fingir normalidad. Boy, en cambio, repitió.
De postre, Maisie les sirvió melocotones en almíbar con leche condensada.
—La guerra ha sido un duro golpe para la cocina británica —dijo Boy.
—Tampoco es que antes fuera nada del otro mundo —comentó Daisy, esforzándose aún por fingir normalidad.
A esas alturas Lloyd debía de estar ya en la Suite Gardenia. ¿Qué haría si ella no era capaz de hacerle llegar un mensaje? ¿Se quedaría allí toda la noche, con la esperanza de verla aparecer? ¿Se rendiría a medianoche y regresaría a su propia cama? ¿O bajaría a buscarla? Eso podría resultar incómodo.
Boy sacó un gran puro y empezó a fumárselo con satisfacción, sumergiendo de vez en cuando el extremo apagado en un vaso de brandy. Daisy intentó pensar en alguna excusa para dejarlo un momento y subir arriba, pero no se le ocurrió nada. ¿Qué pretexto podía dar para ir a visitar a los alumnos a sus habitaciones a aquellas horas de la noche?
Todavía no había hecho nada cuando Boy apagó el puro y dijo:
—Bueno, ya es hora de dormir. ¿Quieres ir tú primero al baño?
Sin saber qué más hacer, Daisy se levantó y entró en el dormitorio. Despacio, se quitó la ropa con la que tan cuidadosamente se había vestido para Lloyd. Se lavó la cara y se puso su camisón menos seductor. Después se metió en la cama.
Boy estaba algo bebido cuando se tumbó junto a ella, pero aun así tenía ganas de sexo. La sola idea horrorizaba a Daisy.
—Lo siento —le dijo—. El doctor Mortimer ha dicho que nada de relaciones maritales durante tres meses. —No era verdad. Mortimer había dicho que todo iría bien en cuanto cesara la hemorragia. Se sentía terriblemente deshonesta. Había planeado hacerlo con Lloyd esa noche.
—¿Qué? —espetó Boy, indignado—. ¿Por qué?
—Si lo hacemos demasiado pronto —respondió Daisy, improvisando—, podría afectar a las probabilidades de que vuelva a quedarme embarazada, parece ser.
Con eso lo convenció. No había nada que Boy deseara más que un heredero.
—Ah, bueno —dijo, y se volvió del otro lado.
Al cabo de un minuto ya estaba dormido.
Daisy seguía despierta, la cabeza no dejaba de darle vueltas. ¿Podría escaparse un momento? Tendría que vestirse… de ningún modo podía pasearse por la casa en camisón. Boy tenía el sueño pesado, pero se despertaba a menudo para ir al baño. ¿Y si lo hacía justo cuando ella no estaba, y la veía regresar con la ropa puesta? ¿Qué historia podría explicarle que tuviera una pequeña posibilidad de resultar creíble? Todo el mundo sabía que solo había una razón que pudiera llevar a una mujer a recorrer de puntillas una mansión por la noche.
Lloyd tendría que sufrir. Y ella sufría con él, imaginándolo solo y decepcionado en aquella habitación mohosa. ¿Se tumbaría sin quitarse el uniforme y se quedaría dormido? Tendría frío, a menos que se tapara con una manta. ¿Pensaría que había tenido alguna emergencia, o creería que lo había dejado plantado sin más? A lo mejor se sentía defraudado, a lo mejor se enfadaba con ella.
Se le saltaron las lágrimas. Boy estaba roncando, así que no se dio cuenta de nada.