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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia

BOOK: Eminencia
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Quince años después de que Morris West escribiera Las sandalias del pescador, un religioso procedente de Europa del Este se convertía en Papa. De esta forma, el autor anticipaba en su novela este hecho inaudito. Cuando el mandato de Karol Wojtyla se acercaba a su término, West escribió Eminencia, una nueva especulación sobre el futuro ocupante de la silla de Pedro. Centrada en la figura del cardenal argentino Luca Rossini, la novela trata la profunda división que vive la Iglesia católica actual.

Morris West

Eminencia

ePUB v1.0

Tetralogía del Vaticano - 4

Lecram / OZN
15.03.12

Título original: Eminence

Año de publicación 1998

Capítulo 1

En sus malos días, y éste era el peor en mucho tiempo, Luca Rossini huía de la ciudad.

Las personas que trabajaban con él, acostumbradas a sus entradas y salidas intempestivas, siempre podían localizarlo marcando el número de su teléfono móvil. Sus compañeros no sólo podían recitar de memoria sus títulos y cargos: sabían también que era un hombre especial que recibía sus órdenes desde el lugar más encumbrado. Aceptaban que estaba cargado de secretos. Ellos tenían sus propios secretos. Entendían, además, que el cotilleo era un pasatiempo peligroso en esta ciudad, de manera que guardaban los resentimientos para los momentos de privacidad y camaradería. En cuanto a su superior, un hombre seco, nunca lo llamaba para pedirle cuenta de sus movimientos sino sólo de sus misiones oficiales.

Viajaba mucho, y por lo general sin compañía. Aunque nadie parecía en condiciones de seguir con precisión sus movimientos, o las razones que los motivaban, tanto su presencia como su influencia se hacían sentir dondequiera que uno estuviera. Sus informes eran lacónicos. Sus acciones, bruscas. Expresaba sus razones con claridad y precisión, pero se negaba a discutirlas con nadie que no fuera el hombre que le daba las órdenes. Podía ser agradable en sociedad, pero raras veces se permitía abrir su corazón.

Antes de abandonar la ciudad cambió su atuendo por unos tejanos, unas botas, una raída chaqueta de cuero y una vieja gorra. Luego subió a un viejo Mercedes que guardaba en el garaje del edificio de apartamentos en el que vivía, a veinte minutos de su oficina.

Su destino era siempre el mismo: una minúscula propiedad al pie de las colinas que le había comprado, veinte años antes, a un terrateniente de la zona. La finca, que no se veía desde la carretera, estaba rodeada por un viejo muro de piedra, interrumpido por un pesado portón de madera tachonado de rústicos clavos forjados a mano. Tras el muro se alzaba una pequeña casa, que alguna vez había sido un establo, coronada por un techo de tejas árabes. Constaba de una gran estancia única, sobre la que había construido con sus propias manos una cocina de campo y un cuarto de baño con suelo de piedra. Había agua corriente y electricidad, y gas en bombonas. El mobiliario era escaso: una cama, una mesa de comedor, un juego de sillas, un sofá y un sillón desvencijados, un moderno equipo de CD con una nutrida colección de clásicos, una librería, y por encima de ella, fijado en la pared, un Cristo en la cruz, tallado en madera de olivo y con una grotesca expresión de angustia, que había comprado en uno de sus viajes. El jardín comprendía un huerto, una hilera de árboles frutales, un emparrado, y un par de rosales en sendas macetas. Durante sus ausencias, que eran muchas y prolongadas, se ocupaba del jardín un lugareño cuya esposa hacía la limpieza de la casa. Cuando aparecía por allí, como en esta ocasión, llevaba una vida de ermitaño. Cuando se iba, dejaba junto a la lámpara de la mesa un sobre con dinero para el cuidador.

Éste era el único lugar del mundo en el que nadie sentía curiosidad por su identidad o su condición. Era simplemente el signor Luca, il padrone. Cielo o infierno —y muchas veces se había preguntado cuál de los dos sería—, éste era su verdadero hogar. Aquí nadie podía venir a verlo. Le resultaba imposible ver más allá del muro de su jardín, y sin embargo reconocía que éste era un lugar para recobrarse. La cura había sido lenta. Aún no había terminado, tal vez nunca terminara, pero apenas empujaba el portón y comenzaba a caminar por aquel jardín, en la plenitud del primer arrebol del otoño, sentía que una oleada de esperanza lo inundaba.

Sus rituales comenzaron en el momento en que dejó atrás el portón. Se encaminó a la casa, entró, y acomodó las pocas vituallas que había comprado por el camino: pan, queso, vino, agua mineral, salchichas y jamón. Luego recorrió la habitación. Estaba limpia, le habían quitado el polvo diariamente, como él había indicado. Había sábanas recién puestas en la cama y toallas limpias en el cuarto de baño. Controló la presión de la bombona de gas y se aseguró de que en el armario anexo a la chimenea estuviera la pila de leña. Con esta templada temperatura de otoño no la necesitaría, pero la idea de que podía encender el fuego le procuraba un cierto bienestar. Se detuvo un momento frente a los libros y echó una mirada a la contrahecha figura del crucifijo de madera de olivo. Luego le habló, en un súbito arrebato de español.

—¡Todavía tenemos cuentas pendientes tú y yo! Tú estás más allá, más allá y en la gloria. ¡Eso es lo que reivindicamos al menos! Yo todavía estoy aquí. Mi precaria unidad se mantiene gracias a un poco de cordel y esparadrapo. Esta mañana, apenas me levanté, supe que tendría un mal día. Estoy en fuga otra vez. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Todavía estoy en la oscuridad.

Apartó los volúmenes del estante superior de la librería. Tras ellos, embutida en la pared, había una pequeña caja fuerte de acero. La llave colgaba de su cuello. Abrió la caja y extrajo un paquete de cartas atadas con una cinta desteñida. No las leyó. Recordaba lo que decían, línea por línea. Las sostuvo entre las manos, frotando con los pulgares su grueso papel como si estuviera acariciando un amuleto. Luego volvió a poner las cartas en la caja fuerte, la cerró con llave y acomodó los libros en su lugar.

Isabel y él todavía se escribían; pero ahora las cartas eran textos fugaces en una pantalla de ordenador, que él leía y luego borraba, y que dejaban un rastro tan tenue de ella en su memoria como la huella que un insecto puede dejar en la arena del desierto.

El disco que estaba en el equipo de CD era la Sinfonía de Praga de Mozart. Lo encendió y dejó que la música lo envolviera. Luego fue hasta la cama. Se quitó la chaqueta y la camisa y las colocó con cuidado sobre el cobertor. Aunque allí dentro hacía calor, no pudo evitar un estremecimiento. Como si estuviera abrazándose a sí mismo, cruzó los brazos hacia la espalda hasta que con la punta de los dedos pudo tocar las primeras estrías de las cicatrices que la cubrían, y las recorrió hasta llegar a las costillas. No podía verlas. No quería verlas. Sólo podía sentirlas. Al cabo de un rato, y tras liberarse de su propio abrazo, se encaminó hacia el soleado jardín.

Más allá de la puerta, apoyadas contra una pared, había algunas sencillas herramientas: una pala, un azadón, una horca, un rastrillo. Levantó el azadón y sintió, como cada vez que lo hacía, el placer del contacto con aquel tosco mango. Se puso el azadón al hombro y comenzó a abrirse camino por el huerto, arrancando la mala hierba que había crecido entre las lechugas y las hileras de judías, y cortando los hierbajos de los parterres.

Sentía todo el tiempo el sol en la espalda y las gotas de sudor que resbalaban por el rugoso contorno de las cicatrices. Aquello también era un consuelo, pero el mayor de los consuelos era poder exponer al sol las cicatrices y no sentir ninguna vergüenza, porque aquí no había ningún testigo de lo que, tantos años atrás, lo había reducido a una piltrafa.

Trabajó más de una hora, entregándose a nuevas tareas, incluso en el bien cuidado jardín. Recogió hojas con el rastrillo y las quemó. Quitó hojas y flores marchitas de los rosales. Recogió tomates y verduras para la cena. Inspeccionó la fruta madura y regó el suelo bajo el emparrado. Al terminar estaba más relajado y sus demonios familiares habían dejado de parlotear. Se hallaba donde necesitaba estar: en la paz de un mundo físico, animal, lejos de los políticos, los filósofos y las disputas de los pedantes polemistas.

Limpió las herramientas y volvió a colocaras en su lugar, contra la pared. Echó un puñado de tierra sobre lo que quedaba del fuego, y luego regresó a la casa, a darse una ducha en el cuarto de baño que había construido con sus propias manos. Sintió una alegría infantil por el enlucido y deseó que hubiera alguien ante quien pudiera exhibir el fruto de su trabajo.

Todavía estaba secándose cuando oyó el sonido estridente de su teléfono móvil. Se apresuró hasta la sala y respondió en su lacónico estilo habitual:

—Habla Luca.

La voz familiar del que lo llamaba, cargada de preocupación, tenía un dejo áspero.

—Habla Baldassare. ¿Dónde estás?

—A una hora de la ciudad. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Regresa lo antes posible.

—¿Por qué tanta prisa?

—Tenemos un problema, Luca.

—No lo diga. Basta con que me dé el código.

—Job, y quienes se proponen confortarlo.

—No me diga que ha partido tan pronto.

—Ése es el problema. Está con nosotros y estamos todos con él, sentados sobre cenizas.

—Supongo que habrán cortado las comunicaciones.

—En la medida de lo posible en un lugar como éste. Por eso te necesitamos, Luca. Tú eres bueno para este tipo de situaciones.

—Ojalá pudiera sentirme halagado. Iré tan pronto como pueda.

Cuando apagó el teléfono se echó a reír. Era un momento de la más pura ironía. Había sobrevivido a sus propios defectos. Había sobrevivido especialmente al defectuoso sistema con el que se había comprometido. Ahora lo emplazaban a abandonar su íntimo refugio para brindar consejo, fuerza y talento político a los más poderosos consejeros, de quienes —y esto era lo más sorprendente de todo— él era uno de tantos subordinados.

La imagen de Job en su estercolero era muy gráfica. La contraseña significaba que estaba ocurriendo un acontecimiento irreversible pero que, hasta que se hubiese consumado, los que se proponían confortar a Job estaban acuclillados sobre la ceniza y, si no lograban comportarse con suficiente astucia, también ellos serían alcanzados por todas las calamidades de Job.

Como en otras ocasiones, comenzó a sentir un hormigueo en la espalda: esta vez parecía que una brisa helada soplaba sobre sus cicatrices. Desde el pasado le llegó la voz de uno de sus primeros médicos, un psiquiatra especializado en el tratamiento de víctimas de experiencias traumáticas.

—Durante mucho tiempo, amigo mío, no puedo decirle exactamente cuánto, se descubrirá recordando, o peor aún, queriendo revivir el pasado. Se descubrirá incluso usando dos espejos, para tratar de mirarse las cicatrices de la espalda. Buscará reparación, justicia, compensación. Nunca obtendrá un resarcimiento cabal. Querrá tomar venganza de los impíos, y de los piadosos que han colaborado con ellos. Exigirá la venganza como un derecho. Clamará por ella incluso como una necesidad para su supervivencia personal.

—Entre mi gente existe un viejo proverbio que dice: «Antes de emprender una venganza, procura cavar dos fosas». No creo que pueda obtener venganza y supervivencia.

—Tal vez en parte sí. Los juicios de Nuremberg permitieron condenar a ciertos criminales de guerra. Los israelíes capturaron a Eichmann, 1o juzgaron y lo ejecutaron. Sin embargo, la cantidad de atrocidades ha ido en aumento década tras década. La fe cristiana ofreció otras soluciones. Las iglesias se reconciliaban con sus criminales degradando a algunos de ellos e imponiendo a otros un silencio penitencial. También en eso hubo un coste; sin embargo, disperso a lo largo de unos pocos siglos, parecía sin duda razonable.

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