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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (27 page)

BOOK: Eminencia
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Steffi Guillermin le clavó una mirada inexpresiva.

—¿Y qué diablos tienen que ver con una elección papal ? ¿Estás seguro de que no estás borracho, Fritz?

—No, no estoy seguro. Necesito otro trago. Con uno más tendría la prueba de si lo estoy o no. Tú no querrías uno, ¿verdad?

—¡Claro que no, Fritz! Y tú tampoco deberías beber. Bueno, ¿qué es esta basura de los jenízaros?

—Una analogía, Steffi. —Pareció vacilar ante la palabra; luego tomó impulso—. Una analogía histórica importante. Los otomanos reclutaban niños varones cristianos entre los cautivos. Los entregaban como esclavos a familias turcas en las que aprendían el idioma y abrazaban el islam. Después de eso, se los alistaba en el ejército como cuerpo de elite. Se los entrenaba en cuarteles especiales, permanecían célibes, se les impedía aprender oficios o ejercer el comercio; su obediencia era absoluta. Sus emblemas de honor eran los viejos nombres de esclavos: lavaplatos, leñador, cocinero. Pero eran una fuerza formidable y temida. Ahora, mi querida Steffi, ¿comprendes adónde me lleva mi pequeña analogía? Todos los prelados que están a punto de reunirse en esta ciudad son como los jenízaros: tropas de choque de un imperio religioso.

—Es una idea interesante, Fritz. Pero ¿qué vas a hacer con ella?

—Un artículo digno de una mesa redonda, tal vez. ¿A tu gente le interesaría levantarlo?

—Lo dudo, Fritz, pero estoy dispuesta a negociarlo por ti cuando lo hayas terminado. El problema que tenemos todos es una sobredosis de información y lectores no lo suficientemente formados para absorberla. Ahora lárgate y déjame tranquila, como un caballero. Tengo un plazo estricto para el cierre y debo cumplirlo.

—¡Ya me voy! ¡Ya me voy! —Se puso de pie torpemente antes de recitar su mutis—. Lo de los jenízaros funcionó mientras tuvieron una oferta regular de niños esclavos. Pero una vez que se interrumpió la lucha, hubo que comenzar la reproducción, de modo que tiraron el celibato por la ventana. Hay una lección en eso, Steffi, una lección para la Iglesia. Y una lección para ti también, piénsalo.

—Gracias a Dios no soy una reproductora, Fritz, porque podría tocarme un niño como tú.

Mientras Fritz se alejaba riendo, Frank Colson se acercaba a la mesa. Antes de que hubiera abierto la boca, Guillermin le espetó:

—¿Por qué siempre caigo? Soy una mujer inteligente, y sin embargo, cada vez que me habla, salgo volando de mi percha como un loro enloquecido.

—¿Caes en qué, Steffi?

—¡Los chistes malos de Fritz Ulrich! Es un patán tan vulgar...

—Te conoce demasiado. Siempre muerdes el mismo anzuelo. Escucha, tengo una pequeña noticia en exclusiva para tus oídos.

—¿Buena, mala, o qué?

—Los diarios sensacionalistas londinenses están poniendo en circulación una historia sobre la moral de los miembros más antiguos del clero, material viejo en su mayor parte: un cardenal austríaco, un par de hombres fuertes de la curia. Están pescando en aguas turbias, pero uno de los nombres que ha aparecido es el de Luca Rossini. Tú lo entrevistaste el otro día. Lo llamaste el hombre misterioso.

—Lo sé. Estoy revisando la nota en este momento y la frase sigue sin convencerme. Me gustaría encontrar una mejor antes de entregarla. Y ¿qué es lo que están diciendo los diarios sensacionalistas londinenses?

—Nada concreto ni que alcance para un proceso judicial, pero hablan de un crimen misterioso con el que estuvo vinculado Rossini, de una paliza horrenda, afirman que fue sodomizado, y mencionan un arreglo secreto para sacarlo discretamente del país. Y están haciendo señales de humo a propósito de un amorío y el nacimiento de un hijo suyo después de que abandonara el país.

—¡Santo Cielo! ¡Eso sí que es arriesgarse!

—¿A qué? ¿A un juicio? Para iniciar un proceso necesita la autorización del Pontífice, alguien que por el momento brilla por su ausencia. Y además, ¿qué importaría? En lo que concierne a las posibilidades de elección, Rossini naufragará antes de zarpar.

—Entonces ¿quién cargó el cañón y encendió la mecha?

¡Buena pregunta, Steffi! ¿Tú cómo la contestarías?

—Hay dos posibilidades. Primera, los argentinos han tenido esta información desde hace mucho tiempo. Lo único que no querrían es ver a una de las víctimas de su guerra sucia entronizada en el Vaticano, con sus cicatrices y todo eso. La segunda alternativa, que me gusta mucho menos, apunta a alguien dentro del Vaticano, alguien que tiene acceso a los archivos y que quiere divulgarlos con la intención de perjudicar a Rossini.

—¿Clérigo o laico?

—Clérigo. Tendría que ser un clérigo.

—¿Motivo?

—Celos o inquina. Una de las dos cosas, o ambas.

—Entonces, Steffi, necesito que me des un consejo. De mi oficina me piden que diga si deberíamos investigar la historia o dejarla morir y que algún otro haga la autopsia.

Steffi Guillermin consideró la pregunta en silencio por un momento antes de responder.

—Ante todo, Frank, lo único que hay es lo de la sodomía y lo del hijo ilegítimo, que no estaba implícito en el diario del Pontífice. El amorío está mencionado, aunque no descrito. ¿El hijo? Una partida de nacimiento acabaría con la cuestión de un plumazo.

—Tienes razón, por supuesto. Odio revolver en la ropa sucia. Supongo que estoy buscando una buena excusa para retirarme del asunto.

—Tú bien sabes, Frank, que en un caso como éste, uno está expuesto a equivocarse cualquiera que sea el consejo que dé. Echan a rodar una historia sucia, y al día siguiente se convierte en un titular. Si vas tras ella, estás ayudando y alentando a los bastardos que la pusieron en circulación por primera vez. Yo estoy en buenos términos tanto con Aquino como con Rossini, y no sería demasiado difícil arrancarles algún comentario a los argentinos. Pero, como amiga, te diría que no lo hagas. De todos modos, tienes una salida elegante. Eres jefe de redacción. Di que cualquier intento de fastidiar con una historia como ésa en vísperas de una elección podría ser interpretada como una tentativa de interferir en la elección por parte de un país anglosajón y protestante.

—Eso no funcionaría, Steffi.

—Entonces invoca tu conciencia. Di que te niegas a participar en una campaña de rumores difamatorios en este momento crucial.

—Estoy seguro de que el alegato resultaría atractivo. Les gustan las frases redondas. Te debo un trago.
Ciao!

Steffi Guillermin quedó cara a cara con su propio dilema: qué grado de traición hacia un colega se le podría imputar si echara otro vistazo a su nota antes de entregarla, y si tal vez, sólo tal vez, pusiera en circulación algo de su propia cosecha. Le llevó por lo menos dos minutos tomar la decisión. Telefoneó a la oficina de Rossini y pidió que le pasaran la llamada donde estuviese. Sí, se trataba de algo muy urgente. Necesitaba verificar un pasaje clave del texto de la entrevista antes de entregarla para su publicación. Tuvo que esperar bastante antes de que le dieran la respuesta. Su eminencia tenía una tarde muy ocupada pero haría un hueco para recibirla en su casa a las cinco y media. Esperaba que no se sintiera ofendida si tenía que hacerla esperar un rato. «Por supuesto que no. ¡Por favor, hágale llegar el agradecimiento de Steffi Guillermin a su eminencia!»

La mujer que Isabel le presentó esa tarde tenía más de setenta años. Su nombre era Rosalía Lodano. Era la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo, y estaba residiendo temporalmente en Roma. Tenía el pelo blanco como la nieve, y una piel como marfil antiguo, arrugada y marcada por el tiempo y por una amarga experiencia de vida. Una calma extrañamente sibilina y una gravedad formidable, inaccesible al miedo y la malignidad, emanaban de ella. Bajo los párpados caídos, sus ojos eran oscuros e implacables. Se había sentado al lado de Isabel. Rígida y erguida en su silla, la figura delgada envuelta en ropas sueltas, apoyaba las manos, abiertas e inmóviles, en una gruesa carpeta de documentos. Sus primeras palabras fueron una sorpresa: una afirmación lacónica e imperiosa.

—Conozco su historia, eminencia. Conozco a la señora de Ortega. Estoy dispuesta a confiar en usted.

—Debo decirle que no suelo hacer promesas; pero las que hago las cumplo.

—¿Sabe por qué mis amigas y yo estamos en Roma?

—Creo que sí. Pero quiero que usted me lo diga, en pocas palabras y con claridad.

—En 1976 perdí un hijo y una hija. Mi hija fue arrestada, interrogada, torturada, violada y finalmente asesinada. Mi hijo fue arrestado. Sabemos que fue llevado a la ESMA, la Escuela de Mecánica de

la Armada. Después de eso, ni rastro. Hay miles como él, los desaparecidos. Sabemos que están muertos. No sabemos dónde ni cómo murieron. Es una tortura no saberlo, una tortura que no tiene fin. Necesitamos saber, y, una vez que sepamos, tal vez podremos llevar a los asesinos ante la justicia. Pero saber es el primer paso. ¿Me entiende? .

—La entiendo.

—Entienda algo más. En nuestro país, el régimen ha cambiado, sí. Sin embargo, nuestro presidente ha bloqueado todos los caminos para llegar a la justicia que buscamos. Les ha concedido el indulto a los oficiales de más alto rango responsables de los años de terror. Y no autoriza el acopio de testimonios y declaraciones contra ellos u otros delincuentes en Argentina. Ciertos archivos con información vital fueron enviados fuera del país, creemos que a España. Como la señora de Ortega ya le habrá contado, esperamos tomar contacto con algunos de ellos en Suiza.

—Pero entonces ¿por qué han venido a Roma?

—Queremos presentar todo este sucio asunto ante la Corte Internacional de La Haya. Como personas individuales, no podemos hacerlo. La petición debe ser presentada por un país a través de su gobierno legal. Nuestro propio país se niega a hacerlo. De modo que decidimos dirigirnos a Italia. Usted y yo, eminencia, somos de origen italiano pero no somos ciudadanos italianos. Una vez más, no tenemos voz. Sin embargo, cientos de desaparecidos eran ciudadanos italianos, tenían pasaporte italiano, y residían legalmente en Argentina. Ellos no tienen voz porque ya no existen. Así que decidimos apelar a un italiano que sabe lo que pasó, el hombre del Papa, el nuncio apostólico, el arzobispo Aquino.

—Pero se han encontrado con que tampoco a él pueden tocarlo, debido a que es ciudadano del Estado del Vaticano.

—¡Exactamente! Le rogamos que renuncie a esa condición, lo que nos permitiría presentar cargos contra él en una corte italiana, y ofrecer allí testigos y testimonios que podrían forzar al Gobierno italiano a trasladar la cuestión a la Corte Internacional. El arzobispo, ahora es cardenal, se niega. Sostiene que no tenemos ninguna prueba. Dice que no se le debería pedir que se condene a sí mismo. Además, para comparecer ante una corte civil necesita el consentimiento del Santo Padre. Ahora que el Santo Padre ha muerto, todas las esperanzas que teníamos han quedado enterradas con él. No quiero ser irrespetuosa. Usted me ha recibido en su casa, pero tengo que decir que ya no tengo fe en la Iglesia. En Argentina, fueron demasiados los miembros de la jerarquía que hicieron un pacto de silencio con hombres malvados. ¡Parece que tendremos que esperar a discutir el asunto con Dios!

—Si lo que usted está buscando es justicia, señora —dijo Luca Rossini—, ése es el único lugar donde la encontrará. Sería un mentiroso si le dijera otra cosa. Escuchándola, yo mismo me siento culpable. Yo padecí una tremenda paliza como usted sabe. La señora de Ortega se expuso a un riesgo mortal para salvarme, pero en última instancia los dos debemos la vida a esa misma conspiración de silencio. Hubo un trato. Si rompíamos el trato, otros padecerían.

—Pero ¿por qué siguen ustedes guardando silencio, ahora que las cosas han cambiado? ¿Todavía tienen miedo? .

—Sólo puedo responder por mí —dijo Rossini—. Yo no tengo nada que temer.

—Yo sí tengo algo que temer —dijo Isabel—. Tengo un esposo, una hija. No puedo jugar a los dados con sus vidas.

—Entiendo —dijo la anciana—. Sé muy bien lo que significa el miedo. Así las cosas, mi valiente eminencia, ¿qué piensa usted que puede hacer por nosotras?

—Hablemos un poco más, señora. Tenemos una oportunidad, y no podemos darnos el lujo de cometer ningún error. Quiero oír todo lo que tienen contra Aquino. Y recuerde que es contra él, y no contra la Iglesia argentina.

—Tengo los documentos aquí...

Durante más de cuarenta minutos estuvieron sentados hombro con hombro ante el escritorio, mientras Rosalía Lodano exhibía el contenido de su dossier y Rossini la interrogaba minuciosamente sobre su autenticidad y procedencia. Finalmente fue él quien abrió el diálogo.

—Con lo que he visto es suficiente. Le pediré a Juan que les traiga té o café. Necesito estar solo unos minutos.

Llamó por el timbre al criado, le pidió las bebidas para las mujeres, y luego se encerró en su dormitorio, desde donde hizo una llamada telefónica a Aquino. Comenzó bruscamente.

—Habla Rossini. Estoy en mi casa. Está conmigo una mujer que ha venido desde Argentina, Rosalía Lodano, con quien usted ha mantenido correspondencia. Acabo de revisar los documentos de su dossier contra usted.

—¡Esto es un ultraje! Usted no tiene derecho a entrometerse de esta manera.

—Tranquilícese, por favor, y limítese a escuchar. No me he entrometido: usted me pidió ayuda. Hoy esta mujer ha venido a verme con la misma petición. Hace dos días le concedió usted una entrevista bastante maliciosa a Steffi Guillermin, en la que reveló nuestras conversaciones en privado sobre las Madres de la Plaza de Mayo.

—Yo no la llamaría una revelación. Pensé que era una buena ocasión para preparar el terreno con vistas a cualquier discusión que pudiéramos sostener con las mujeres, algo así como crear una atmósfera de buena voluntad. No vi nada objetable en ello.

—Yo lo encontré seriamente objetable. Me presentó usted como su abogado defensor.

—No lo hice.

—La mujer dijo otra cosa.

—¡Vamos, Rossini! ¡Sea justo! Usted sabe lo expuestos que estamos a las malas interpretaciones, especialmente en una entrevista informal.

—¡Y usted también lo sabe! Es un diplomático experimentado. Se ha pasado la vida midiendo las palabras. Éstas también las midió antes de decirlas.

—¡Eso es más que ridículo, absolutamente paranoico!

—Ah, ¿Si? Permítame situarlo en el contexto. Acepto, en privado, mediar en un conflicto, no arbitrar, no juzgar, simplemente mediar. Guillermin es una mujer muy inteligente, una reportera muy precisa. Usted le da una versión de nuestro acuerdo que inmediata e irrevocablemente me compromete a mí y lo absuelve a usted. La propia víctima alega la inocencia del acusado. Es todo lo que usted necesita. No tiene que responder a ninguna acusación. Entra en el cónclave como un candidato impoluto para un papado interino.

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