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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (26 page)

BOOK: Eminencia
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—¿Por qué tú y Luca no escapasteis juntos?

—¿Adónde podíamos haber escapado? ¿Perú? ¿Chile? Y no olvides que había también otros rehenes: mi padre, Raúl y su familia. ¡No había forma de mejorar el trato que habíamos conseguido! Los dos lo sabíamos.

—¿Cómo reaccionó Luca?

—Nunca lo vi tan frustrado, tan amargamente lleno de ira. La última vez que hicimos el amor fue algo salvaje y desesperado y maravilloso, pero nuestro adiós fue sereno y apacible. Agazapados juntos, en la sombra, vimos aterrizar el helicóptero. No nos besamos. No nos abrazamos. Habíamos decidido que no debía haber ningún testigo, ningún testigo oficial al menos, de nuestro mutuo amor. Dos personas bajaron del helicóptero: un cura y un mayor del ejército. Los ojos de Luca eran dos piedras oscuras. Su cara parecía de madera tallada. Recuerdo lo que me dijo en la primera hora de aquel amanecer: «Te amo. Siempre te amaré. No habrá ninguna otra mujer en mi vida». Se alejó caminando entre los dos hombres, orgulloso y en silencio, sin volver la vista atrás. No sé si me saludó o no cuando despegaron. Las lágrimas no me dejaban ver...

—De todos modos, te volviste a casa e hiciste el amor con mi padre, y tuviste otros amantes. ¿Cómo te sentías cuando estabas con ellos?

—Para mí, eran como juguetes. Eran mi venganza por lo que Raúl me estaba haciendo.

—Pero Luca también era parte de tu venganza.

—¡No! Él era mi hombre.

—Dijiste que te pertenecía. ¿Fue realmente así?

—Sólo una parte de él, no todo.

—¿Te pertenece ahora?

—¿Quién está siendo brutal ahora?

—Lo siento, mamá, pero estoy tratando de entender. ¿Piensas que Luca cumplió su promesa de no tener otras mujeres?

—Estoy segura de que sí.

—¿Cómo puedes estarlo? ¿Sentía tanta culpa por ti que perdió por completo el gusto por las mujeres?

—Al contrario. Se negó a verme como una culpa en su vida. Me consideraba un «regalo salvador», y tenía razón.

—Pero todavía no se ha salvado, no del todo. Se ha envuelto con la Iglesia como si fuera una capa de invisibilidad. Esa ermita que tiene da cuenta de otra parte de la historia. Todavía está en fuga. Todavía necesita un refugio. Él no lo va a admitir. Es demasiado orgulloso para hacerlo, pero tú sigues siendo la piedra imán que orienta su vida. ¿Qué hará cuando no estés aquí?

—¿Es eso lo que temes, Luisa, que de alguna manera trate de descansar en ti?

—Es posible.

—Es imposible, y no ocurrirá. Cuando Luca y yo nos rendimos a lo inevitable, ese capítulo de nuestras vidas quedó cerrado. La historia terminó. Ninguno de los dos estaba dispuesto a aceptar una tortura autoinfligida. El amor era algo más, un tesoro secreto que compartíamos. Ni siquiera nos escribíamos. Empezamos a hacerlo cuando tu padre y yo nos mudamos a Nueva York y yo ya trabajaba en el instituto, donde tenía mi propia oficina. Fui yo quien comenzó la correspondencia. ¡Así que ni se te ocurra pensar que Luca se inmiscuirá en tu vida!

—Pero, igual que tú, jamás podré dejarlo fuera de ella.

—Eso es cierto. Entonces ¿por qué no darle la bienvenida?

—¿Y darle las gracias por reconocerme como su hija?

—Eso también, si quieres.

—¡Si esa noticia se hiciera pública, sería una complicación enorme para su carrera!

—Lo dudo.

Isabel le hizo una seña a la camarera pidiéndole la cuenta.

—¿ Cómo puedes decir eso, mamá?

—Porque pienso que es posible que esté en vísperas de abandonar la Iglesia.

Luisa ahogó una exclamación, sorprendida.

—¿Para hacer qué?

—No lo sé, y creo que él tampoco.

—¿Pero por qué habría de renunciar? A menos que lo hagan Papa, ha llegado al punto más alto al que alguien puede llegar en Roma.

—No creo que él lo entienda así.

—¿Y cómo entonces?

—Está pasando por una crisis de fe. Tal vez de ese modo el trauma no resuelto de su vida halle una forma de resolverse. La paliza, la violación, nuestro mutuo amor, la conspiración de silencio entre la Iglesia y el Estado en la que, para salvar nuestras vidas, aceptamos involucrarnos. Es mucho para soportar, hija querida. De modo que trata de no enfadarte demasiado con ninguno de nosotros. A propósito, ¿qué vas a hacer esta tarde?

—Llevaré nuestras compras al hotel y luego escribiré algunas postales y cartas. ¿Qué harás tú?

—Tengo una reunión a las dos y media con la dirigente de las Madres de la Plaza de Mayo. Se aloja con las Hermanas Misioneras de Nazaret, en Monte Oppio. Después de la reunión pasaré por la casa de Luca y me quedaré un rato con él, suponiendo que este allí y me reciba.

—Recuerda que esta noche tenemos una cena en la embajada. Enviarán un coche a buscarnos. Deberías reservar algo de tiempo para descansar antes de irnos.

—¿A qué hora deberíamos estar allí?

—Entre las ocho y las ocho y media. Ah, y puesto que todavía estamos de luto por el Papa, se puede ir en ropa informal.

—Qué bendición —dijo Isabel—. Vamos. Pagaremos en el mostrador.

—Antes de irnos, mamá, sé que a veces te parezco una bruja, pero te amo de verdad y sé bien que es algo muy especial esto de ser tu hija del amor además de ser tu hija legal.

—¿Sabes por qué?

—¡Dímelo!

—Tía Amelia solía decir: «Los hijos del amor tienen suerte cuando son bien recibidos. Se los cuida mejor y, por lo general, tienen mejores modales que el resto de la familia».

En la pequeña terraza de su casa de la via del Governo Vecchio, Rossini servía café a monseñor Piers Hallett. Al mismo tiempo, le endilgaba una breve pieza informativa sobre la organización del cónclave.

—Esta vez, todos los cardenales y sus equipos de asistentes estarán alojados en la Casa de Santa Marta. No es exactamente el Grand Hotel, pero es un edificio totalmente nuevo con ciento ocho suites y treinta y tres habitaciones individuales, salón comedor y salas de estar. Los ocupantes actuales se mudarán para facilitarnos esas comodidades a los asistentes al cónclave. Todavía no estamos seguros de cuántos cardenales estarán presentes, pero digamos que no serán menos de ciento diez y hasta un máximo de ciento veinte. Eso no deja demasiado espacio para los asistentes. Se nos ha pedido a cada uno de nosotros que especifiquemos los asistentes personales que necesitamos y que justifiquemos su presencia mediante un
memorándum
dirigido al camarlengo. Más allá de las cuestiones de espacio, la idea es disminuir el número de lacayos clericales que solían revolotear entre las diversas facciones de electores. De modo que yo he decidido presentarte a ti, mi querido Piers, como mi confesor personal.

Piers Hallett rompió a reír.

—¡Eso sí que es gracioso! ¡Piers Hallett, paleógrafo, pedante, ratón de biblioteca, ahora confesor de una eminencia! ¡Nadie se lo creerá! ¡Me echarán de allí arrastrándome por el suelo!

—No, no lo harán —le dijo Rossini con calma—. Ya he aclarado que tengo un problema personal y que espero resolverlo en el cónclave, durante el cual se nos ordena que actuemos «teniendo únicamente a Dios ante nuestros ojos». De modo que, en realidad, lo que necesito es un confesor, y te he nombrado a ti.

—Sigo pensando que bromeas.

—No bromeo. Eres cura, ¿no?

—Por supuesto. Pero, escúchame, te lo digo como amigo, no soy un hombre espiritual. Soy un erudito con alzacuello. ¿Qué consejo puedo ofrecerle a un hombre como tú?

—Pero tú me pediste consejo a mí acerca de una cuestión muy espiritual, tu propia identidad, tu propia vida moral. Yo espero poder ayudarte, y estoy seguro de que tú puedes ayudarme a mí.

—¿Cómo, en nombre de Dios?

—Escuchando, arrastrándome a través de los zarzales hasta campo abierto. Todo lo que hablemos quedará en el más absoluto secreto. En última instancia, los dos tenemos la libertad de otorgar o negar el perdón.

—Eso es puro formalismo. —Hallett estaba auténticamente sorprendido—. Nunca imaginé que te oiría hablar así.

—Lo sé —dijo Rossini con aplomo—. Pero es todo lo que me queda en este momento. Mira, lo que tengo que decidir, espero que con tu ayuda, es si todavía soy o no un creyente, si debería o no renunciar silenciosamente e internarme en el desierto por un tiempo.

—¿Adónde irías?

—Ésa, amigo Piers, fue la pregunta de Pedro: «Señor, ¿hacia quién iremos?».

—Pero Pedro se la respondió a sí mismo: «Tú tienes las palabras de la vida eterna».

—Exactamente. Pero Pedro ya tenía la respuesta. Yo ya no estoy seguro de tenerla.

—Tampoco yo estoy seguro. —De pronto, Piers Hallett se puso de mal humor—. No estoy seguro de cómo encajo yo en este mundo pluscuamperfecto dominado por los absolutistas morales... Tal vez hagamos algunos descubrimientos juntos mientras asistimos al raree—show del sucesor de Pedro!

Rossini se sintió auténticamente intrigado por la referencia.

—¿Qué fue lo que dijiste? —preguntó.

—«El
raree—show
del sucesor de Pedro.» Es una cita del poeta inglés Robert Browning.

—Pero ¿qué es, si puede saberse, un
raree—show
? .

—¡Válgame Dios! En italiano o español yo diría que la palabra que más se aproxima sería «carnaval», aunque en inglés la expresión sugiere una suerte de feria con malabaristas, tragasables, mujeres barbudas y otros fenómenos.

—Con algunos cómicos eclesiásticos de adehala, uno o dos cardenales, o un esqueleto de las criptas de los franciscanos.

—Veo que has captado la idea —dijo Hallett alborozado—. Es una palabra anticuada, pero podría despertar algunos fantasmas en Ciudad del Vaticano.

Rossini todavía estaba regodeándose con la imagen, cuando sonó su móvil. Respondió con brusquedad; luego toda su expresión cambió. Pasó de la ansiedad a la duda y la preocupación. Finalmente dijo:

—Muy bien. Que venga contigo. Después mi chófer la llevará de regreso. Necesito hablar a solas contigo un rato. No, en absoluto, tengo visita, eso es todo.

Cortó la comunicación y se volvió hacia Hallett.

—Tengo que ver a una gente dentro de unos veinte minutos, así que tendré que echarte. ¿Estamos de acuerdo entonces? Entrarás en el cónclave como mi confesor personal. De aquí en adelante, todo lo que nos digamos quedará como secreto de confesión.

—Estamos de acuerdo. Y gracias por la confianza que estás depositando en mí.

—Piénsalo bien —dijo Rossini, con una sonrisa burlona—. Ambos estamos depositando una gran dosis de confianza uno en el otro. Si alguno de nosotros, o ambos, nos convertimos en no creyentes, ninguna de las reglas tiene sentido, excepto como herramientas para la conducción de la institución.

—Que es la razón por la cual la mayoría de ellas fueron inventadas a lo largo de los siglos —dijo Piers Hallett—. Una sociedad bien ordenada se ve como algo espléndido. Es como un invernadero. Puedes hacer crecer cualquier cosa en él, pero no todo sobrevivirá a las inclemencias del clima de fuera. Ése es el verdadero terror que me infunde el mundo, Luca. Tantos humanos como somos, y algunos tan miserablemente solos...

En la sala de estar del Club de la Prensa Extranjera, Fritz Ulrich, ahíto gracias a un suculento almuerzo y un par de coñacs, dispensaba su sabiduría e ironía ante un grupo de recién llegados de la prensa católica bávara.

—Éste es el Colegio Electoral más pequeño y más exclusivo del mundo: ciento veinte varones célibes designados para elegir a un gobernante absoluto para la feligresía religiosa más numerosa del planeta... Ellos, por su parte, no han sido electos. Son nombrados por el Pontífice reinante. ¿A quién representan en verdad? Desde luego que no a la vasta masa de los fieles. ¿Qué tarea se les ha asignado? Encontrar a un hombre universal para una Iglesia universal. ¡Imposible! En teoría pueden elegir a cualquier varón bautizado y hacerlo cura, obispo y papa en una ceremonia única. Pero en realidad elegirán a uno de ellos: uno entre ciento veinte, si todos le levantan el pulgar, que custodiará las llaves del reino para mil millones de creyentes y para todas las almas sumidas en la ignorancia a las que, aseguran ellos, tienen el mandato de convertir...

—¡Estás hablando muy alto, Fritz! —Steffi Guillermin lo increpó desde el otro extremo de la habitación—. Algunos de nosotros estamos intentando trabajar.

—¡Mis disculpas! Trataré de hablar más bajo. De todos modos, he dicho lo que tenía que decir. Esta buena gente decidirá por sí misma.

—Gracias, Fritz.

Ahora que ambos estaban bajo presión para informar sobre un acontecimiento crucial para el milenio, ahora que estaban ocupados en temas de unificación y distribución de la información, sus relaciones eran menos ásperas. Ulrich despidió a su público, se levantó con esfuerzo de la silla y se acercó hasta la mesa de Steffi Guillermin. Ella frunció el entrecejo y lo echó con la mano.

—Ahora no, por favor, Fritz. Estoy trabajando.

—Sólo un momento, Steffi. De la central me han enviado una pregunta.

—¿Sobre qué?

—Tu entrevista con Aquino. Sabes que compramos los derechos en lengua alemana para publicar todos esos retratos que has estado haciendo.

—¿Y cuál es el problema?

—Como mencionas las acusaciones que han levantado contra él las Madres de la Plaza de Mayo, mi gente quiere saber si tienes algún material acerca de otro aspecto de la cuestión: la posible participación de ex nacionalsocialistas alemanes en la guerra sucia, o de presuntos criminales de guerra, y cosas por el estilo.

—No, no tengo, Fritz. Eso es historia. No quise volver sobre el tema. De todos modos, ¿por qué necesitan ese tipo de material?

—Están tratando de elaborar un cuadro de antecedentes para identificar a los candidatos que pudieran tener puntos oscuros que los desmerecieran, ya sea políticamente o en otros aspectos. Los italianos que han sido financiados por los demócratas cristianos, los latinoamericanos que se han inclinado demasiado a la izquierda o demasiado a la derecha, ese tipo de cosas. Les dije que les enviaría algo corto, pero no quise perder tiempo en ello. Es material de relleno, pura especulación.

—Bueno, diles que lo lamento, pero que no puedo ayudarlos. Ahora, si no te importa...

—Una cosa más y te dejo tranquila. ¿Qué sabes de los jenízaros?

—¿Los qué?

—¡Jenízaros! —Se alegró de haberla sorprendido, se alegró de poder lanzarse a un nuevo monólogo—. Las tropas de choque del antiguo Imperio Otomano, fundado en el siglo XIV, que tenían guarniciones en todos los puestos fronterizos de los Balcanes de los turcos otomanos.

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