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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (24 page)

BOOK: Eminencia
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—¿Y las prescripciones morales ?

—La Iglesia señala el camino. Somos libres de aceptarlo o rechazarlo. Si elegimos el camino equivocado, la Iglesia nos tiende la mano para ayudarnos a regresar al camino correcto. Es para lo que sirve una familia, ¿no es cierto?

—¿Ha pensado acerca de dónde le gustaría estar, o qué le gustaría hacer en esta etapa de su vida?

—No estoy seguro de poder responder a esa pregunta. Las palabras que rondan mi mente en estos días son las que Goethe pronunció en su lecho de muerte:
Mehr Licht
, más luz.

—Se nos acabó el tiempo, señorita —dijo Ángel Novalis desde su puesto de observación.

—Hemos terminado. —Steffi Guillermin apagó su grabadora. Se puso de pie y tendió la mano para despedirse—. Gracias por el tiempo y la molestia, eminencia. Espero hacerle justicia.

—¿iene idea de cuándo se publicará?

—Dos días antes de que comience el cónclave.

—Así que me arroja, como a Daniel, a la guarida de los leones.

—Lo dijo riendo, y Guillermin rió con él.

—Si yo fuera un león, eminencia, me esforzaría por trabar amistad con usted.

Mientras la acompañaba hasta la salida, Ángel Novalis agregó su propio colofón:

—Se lo advertí. Es un hueso duro de roer.

—Me hizo sudar cada maldita línea. Es un tipo realmente formidable. Me gustaría hacer una pequeña apuesta por él en la quiniela electoral del Club de la Prensa.

La siguiente cita de Rossini era más desalentadora: un café de media mañana con seis de los miembros más antiguos del Colegio Cardenalicio cuyas edades, sumadas, totalizaban medio milenio. Eran todos italianos, todos veteranos de cargos pastorales o curiales, pero todavía lo bastante activos y ambiciosos como para querer influir en los electores antes de que entraran en el cónclave.

Además, estaban francamente resentidos. En 1975, el papa Pablo VI había excluido como electores a todos los cardenales mayores de ochenta años. La jugada fue planeada para impedir que en la Iglesia se desarrollara una gerontocracia, un gobierno de ancianos tercos y celosos en su ejercicio del poder. Lógicamente, habría debido incluir también el ejercicio de la propia dignidad papal. No tenía sentido que el Pontífice debiera ser elegido con carácter vitalicio, ocasionando en la Iglesia un posible trastorno si quedara incapacitado por la edad, la enfermedad, o incluso la locura. No obstante, la radical irresolución que lo caracterizaba hizo retroceder a Pablo VI, dejando pendiente la resolución de esta anomalía esencial.

La delegación con la que iba a reunirse Rossini era un grupo de presión de ancianos que se dirigía a un hombre de menor jerarquía que ellos, para plantear una queja inequívoca y una firme exigencia. Los dirigía un fortachón de ochenta y cinco años, el arzobispo emérito de una de las principales ciudades italianas.

—Somos todos hermanos dentro de la misma familia, pero a nosotros nos ha sido retirada una franquicia en la Constitución Apostólica de 1975. La Iglesia ha sido privada de cuanto poseemos de sabiduría y experiencia. Los necesitamos, a usted y a otros colegas, para hacer llegar nuestros puntos de vista a los votantes que participarán en el cónclave.

—Nunca he estado en un cónclave —Rossini se mostró afable y complaciente—, así que estoy en abierta desventaja.

—¡Aprenderá! Mantenga abiertos los ojos y los oídos. Mida sus palabras y cúbrase las espaldas. La situación puede ponerse espesa ahí dentro.

—¡Espesa! Creo que no lo comprendo.

—¡Celos entre hermanos! —El anciano rompió a reír espasmódicamente—. Somos todos hermanos en el Señor, pero cuando estamos encerrados juntos somos como una bolsa de gatos, y maullamos y arañamos. Cuanto más se alarga, peor se pone el cónclave.

—Díganme entonces ¿qué es exactamente lo que esperan de mí?

—Una voz para expresar nuestras opiniones.

—¿Una voz aprobatoria?

—No necesariamente. Nos contentaríamos con un mensajero honesto.

—¿Por qué yo?

—Oh, no hablaremos sólo con usted; pero usted nos interesa especialmente. Por una parte, es extranjero. Por otra, sus orígenes están aquí, en Italia. Y creeemos que tiene, ¿cómo decirlo?, una actitud comprensiva, una cierta neutralidad.

—No soy un hombre neutral —dijo Rossini—. ¿con qué, o con quiénes, se supone que debo ser comprensivo?

—Con la idea de un Pontífice italiano.

—Hay ciertos méritos en la idea.

—¿Cómo los definiría?

—Preferiría que ustedes me los definieran a mí —dijo Rossini con afabilidad.

—Entonces lo intentaré yo, amigo mío. —Era una voz nueva y enérgica la que se hizo oír. Rossini le echó un vistazo a su lista para identificar al hombre, de ochenta y tres años, el rector de la Universidad Lateranense—. Comencemos con una proposición claramente establecida por el Concilio Vaticano II, según la cual la Iglesia es una comunidad que siempre necesita reformas,
ecclesia semper reformanda
. El proceso es a veces lento, a veces rápido, pero se verifica, y debe continuar. Desde hace ya un tiempo, el ritmo de la reforma se ha tornado más lento hasta llegar casi al estancamiento, y eso a pesar del hecho de que en el curso de todos estos años hemos tenido un Pontífice trotamundos con una misión personal orientada a la unificación y centralización de la Iglesia. La dimensión de su éxito ha sido asombrosa. ¡La radio, la televisión, Internet, y la aviación, veloz y moderna, han traído el mundo a Roma, y han acercado Roma al mundo en una forma que antes no habríamos podido siquiera imaginar! Lo que tenemos ahora es una nueva Iglesia imperial, unida pero profundamente dividada, vigilada por las congregaciones vaticanas, controlada por los nuncios y delegados vaticanos, doctrinariamente censurada en secreto por la

versión actual de la Inquisición, la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Rossini se echó a reír.

—Valoro su franqueza, eminencia. Ahora bien, ¿qué propone usted para cambiar esta imagen imperial ?

—Creo que necesitamos un Papa italiano, y una revisión total, en un concilio ecuménico, del papel y del cargo.

—¿Cómo junta las dos cosas en un solo paquete? —La perplejidad de Rossini era genuina—. Un Pontífice dispuesto a hacerse el haraquiri y un concilio que forjará las armas para hacerlo realidad.

—Bastante simple. Reúna los votos suficientes para el hombre adecuado y él aceptará hacerlo.

—¿Por qué habría de aceptar? Usted sabe que legalmente ninguna promesa preelectoral es exigible, y ni siquiera la simonía invalida una elección. Una pregunta más: ¿por qué un candidato italiano les garantiza a ustedes mejores perspectivas de cambio que uno no italiano?

—Es una cuestión de actitud.

—¿Puede explicarme eso, por favor?

—Muy fácil. El problema más serio que hemos tenido durante el último pontificado ha sido el absolutismo anticuado, el temor al «relativismo moral». La capacidad de llegar a una armonía viable entre las dos nociones fue, y siempre lo ha sido, una cualidad de los italianos: hacemos leyes horrendas para todo. Aceptamos que el principio de la ley es inmutable y que practicarlo a la perfección es imposible. Ahí es donde entra la tolleranza. Es en eso en lo que nos diferenciamos de los alemanes y los anglosajones.

En principio, a Rossini la idea le resultaba interesante. Los italianos tenían un talento especial para manejar situaciones imposibles y que de alguna manera coexistían con la inveterada propensión al

crimen de la naturaleza humana. Tenían una vida familiar firmemente arraigada en el sistema matriarcal, en el que todas y cada una de las mujeres, siempre que pudieran sobrevivir a la infidelidad, la tiranía masculina y los múltiples partos, llegaban por derecho propio a la soberanía: el respeto de toda la familia tribal a aquella cuya palabra era ley. Uno de los grandes errores estratégicos de su difunto amo había sido alejar a las mujeres del mundo. Enfrentado a la malhadada decisión de su predecesor de pronunciarse contra el control artificial de la natalidad, no había aliviado en nada las cargas de la mujer y, en un mundo hambriento y superpoblado, había abierto las puertas a problemas más graves a la vez que les negaba a los teólogos católicos la posibilidad de discutirlos abiertamente.

Rossini no se engañaba respecto a la complejidad de los temas relacionados con el proceso primario de la supervivencia. Comprendía también que la mayoría de las decisiones humanas individuales se tomaban en momentos de crisis, y con frecuencia sin apoyo o consejo alguno. Había aprendido dolorosamente en su propia vida que predicar contra el pecado era una cosa, y ofrecer compasión y perdón al pecador, otra muy distinta. Su respuesta fue simple y pragmática.

—Estoy de acuerdo en que tenemos que elegir un Pontífice que se entregue a una misión de reconciliación. Ése es el nudo de la cuestión. ¿En quién están pensando?

Esta vez la respuesta vino de un cardenal que en otros tiempos había dirigido la Congregación para los Obispos. Era un hombre frágil y canoso, pero éste era sin duda su tema y estaba dispuesto a exponerlo.

—Tenemos tres candidatos. Dos son pastores de importantes ciudades italianas, uno es prefecto curial, con una larga experiencia diplomática.

Rossini esperó en silencio a que terminara. Era el viejo libreto romano: mantener al hombre en suspenso, repartir la información como si fueran perlas. Finalmente la información llegó.

—Nuestro primer candidato es el cardenal arzobispo de Génova. Lo conoce, supongo.

—Nos hemos conocido, sí.

—¿Ningún otro comentario?

—Por el momento, no.

—El segundo candidato es el cardenal arzobispo de Milán.

—También lo conozco, un poco más que al de Génova.

—El tercero es su colega curial, Aquino.

—Lo conozco muy bien.

—¿Estaría dispuesto a darle su voto a alguno o a todos ellos?

—Estaría dispuesto a considerar a cada uno según sus méritos, y en el clima mudable de cada ronda, suponiendo que se requieran múltiples rondas.

—¿Rechazaría a alguno de ellos de antemano?

—¿Quiere decir, aquí y ahora, fuera del marco del proceso electoral?

—Aquí y ahora, sí.

—Creo que no sería apropiado adelantarse a la situación electoral.

—Como usted quiera, por supuesto.

—¿Tenían ustedes un consejo distinto?

—Nuestro colega Aquino nos indujo a pensar que usted era un hombre con opiniones positivas.

—¿Les dio algún ejemplo de mis opiniones?

—No específicamente. En realidad me pareció que lo estaba elogiando. Dijo: «Hablen con Rossini. Viaja mucho. Sabe por dónde van los tiros. Si yo fuera Pontífice, me aseguraría de tenerlo muy cerca de mí».

—Fue muy amable por su parte —dijo Rossini—. ¿Alguno de los otros les hizo algún comentario?

—Déjeme pensar. Génova se limitó a encogerse de hombros y dijo que usted era un buen hombre, que tenía opiniones propias y que probablemente influiría poco en el cónclave.

—¿Y Milán?

—Ése es un jesuita, por supuesto, y un erudito bíblico de gran reputación. Ambas son, o podrían ser, desventajas para un Pontífice. ¿Cómo lo describió él? Ah, sí, dijo: «¿Rossini? Un sujeto interesante. Me gustaría pensar que podríamos aprender el uno del otro». ¡Ahí tiene, pues! Si usted ayudara a elegirlo, probablemente se convertiría en un buen patrón. Dos candidatos en un solo lote. No está mal, ¿eh?

Fue un mal chiste y no fue bien recibido, al que siguió un momento incómodo. Rossini, sentado y en silencio. El resto de los presentes se estudiaba los dorsos de las manos. Luego las campanas del ángelus comenzaron a tañer en toda la ciudad. Como soldados bien entrenados que eran, los ancianos se pusieron de pie y miraron a Rossini para que en su carácter de anfitrión pronunciara la oración de práctica:
Angelus Domini nuntiavit Mariae
. Las viejas voces respondieron en un desigual coro:
Et concepit de Spiritu Sancto
. Cuando la oración concluyó, hubo un momento de silencio durante el cual cada uno de ellos recordó que en este día, y por algunos días más, no aparecería la familiar figura vestida de blanco en

la ventana de los aposentos papales, recitando el ángelus con los peregrinos apostados en la plaza. La Sede de Pedro estaba vacante. Los hombres reunidos en la oficina de Rossini eran miembros de un fideicomiso cuyos poderes estaban limitados por el decreto de un muerto. Cuando terminaron de rezar el ángelus, Rossini pareció súbitamente retraído. En medio del silencio, el arzobispo emérito lo instó a continuar con mucha discreción.

—Nos ayudaría mucho si nos dijera la primera impresión que le suscitan las ideas que le hemos planteado.

Rossini, aunque momentáneamente desconcertado, dio una respuesta firme:

—Para ser franco, me dejan perplejo. Su trío de candidatos es interesante, pero no puedo creer que sea exhaustivo. A la política que ustedes proponen, si se la puede llamar así, le falta sustancia y detalle. Esperaba una exposición más razonada de las necesidades de la Iglesia.

—Supusimos que usted estaba enterado de ellas. Confiábamos en que tuviera ya algunas soluciones en mente.

—Me temo, caballeros, que piden demasiado. Les hablaré claramente. Mi servicio como pastor fue muy breve. Lo desempeñé en un lejano rincón de Suramérica. Terminó bruscamente. El resto del tiempo, por disposición personal del difunto Pontífice, fui formado, si les parece que así puedo decirlo, para una misión errante. Actué en lugares tan remotos como Tokio y Tulsa. Su Santidad vio, o creyó ver, cierto valor en mis informes sobre las situaciones locales, en mis contactos con políticos y con líderes de otras religiones que no habrían querido, o no habrían podido, recibirme formal y abiertamente. A menudo pensé que lo que yo estaba viendo era la parte de abajo de una alfombra y que me estaba perdiendo el dibujo del otro lado. Logré comprender algunas cosas, sí. Conseguí amigos y conocidos que podían procurarme un acceso reservado a la gente que detentaba el poder, pero recuerden que mis informes fueron desarrollados sobre la base de esos conocimientos fragmentarios y de mi reacción instintiva a circunstancias no previstas. Mis juicios adquirieron valor debido al hombre a quien le eran entregados. Él me dio confianza y agregó a las mías sus propias percepciones. Ahora, tengo que decírselo, tengo mucha menos confianza en mí. No estoy nada seguro de que mis opiniones tengan algún valor para ustedes.

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