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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (23 page)

BOOK: Eminencia
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emoción excesiva.

—Su exceso ha sido un regalo para mí —dijo Luca Rossini—. La luz del día aparece lentamente, ¿no es cierto?

—Demasiado lentamente a veces. Pero permítame que le repita mi advertencia, eminencia. Steffi Guillermin es una entrevistadora seductora. Tiene una enorme inteligencia y le gusta exhibirla. Recuérdelo: tiene agua helada en las venas y ácido en su pluma.

La entrevista se realizó en una sala de la Oficina de Prensa. Guillermin y Rossini se sentaron frente a frente, separados por una pequeña mesa. Ángel Novalis se sentó a un lado, fuera de la línea de visión de ambos. Su grabadora estaba junto a la de Guillermin, sobre la mesa. La entrevistadora comenzó sin preámbulos.

—Usted es un hombre ocupado, eminencia. Le agradezco que haya aceptado esta entrevista. Empecemos con las grandes preguntas. ¿Qué es lo que le está pasando a la Iglesia?

—Lo mismo que le ha estado pasando a lo largo de dos mil años: ¡la gente! Los hombres y las mujeres, y también los niños, que forman la familia de los creyentes. Ésta no es la comunidad de los puros y los perfectos. Son malos, buenos e indiferentes. Son ambiciosos, avariciosos, temerosos, lujuriosos, y constituyen una muchedumbre de peregrinos unidos por la fe y la esperanza, y por la difícil experiencia del amor.

—Seamos más específicos entonces. Usted, en su carácter de funcionario clave de la institución, ¿cómo describiría su situación actual?

—Alguna vez se la ha llamado la «barca de Pedro». Es una buena metáfora. Es un barco, un barco muy viejo, que navega por aguas turbulentas. Ha sido bien construido, sus estructuras fundamentales son sólidas, pero su maderamen cruje: parte de él está comido por los gusanos y debe ser reemplazado. Las jarcias están raídas, las velas han sido remendadas una y otra vez. Se agita en las depresiones de las olas y se tambalea en sus crestas, en todos los océanos, pero todavía sigue a flote y la tripulación todavía la gobierna, aun cuando, a veces, sus miembros parecen también un ramillete de lo más variopinto.

—Y ahora, por supuesto, ha muerto el capitán. Usted es una de las personas, de las muy pocas personas, que tienen que elegir un nuevo capitán. ¿Qué cualidades especiales aporta usted a esa tarea electoral?

—Muchas menos de las que usted podría suponer. Sé cómo trabaja la burocracia, aunque tengo poca afición y menos talento para ella. Como quiera que sea, el proceso electoral es un juego de fuerzas e intereses dentro de un pequeño cuerpo formado por individuos sumamente diferentes, y a veces un bicho raro como yo puede inclinar la votación en un sentido o en otro; al menos eso me han contado aquellos que han asistido a un cónclave. Para mí, éste será el primero.

—El reino de Su Santidad fue muy largo. ¿Eso es bueno o malo?

—Bueno o malo, es un hecho que produce ciertas consecuencias.

—¿Podría ser más específico, eminencia?

—No hay ningún misterio en ello. El proceso de envejecimiento produce ciertas consecuencias inevitables. El catálogo es bien conocido. Las arterias se obstruyen. Las articulaciones pierden elasticidad. Las funciones cerebrales pueden sufrir cambios radicales. También hay cambios psicológicos. El anciano puede tornarse temeroso, paranoico, incluso tiránico. En las sociedades humanas que viven bajo un régimen que se prolonga en el tiempo, se verifican cambios análogos.

—¿Esto no hace pensar que podría ser necesario realizar cambios en el sistema tradicional? ¿Una edad de retiro obligatoria para un Pontífice, o una revisión de las normas acerca del retiro o la destitución fundados en un estado de incapacidad?

—Ésas son cuestiones de legítima preocupación para toda la Iglesia. Sí.

—Pero, en última instancia, tal como están las cosas, ¿esas cuestiones pueden ser resueltas por un hombre, el Pontífice reinante?

—Es verdad.

—Y si los acontecimientos siguen su curso normal, ¿qué Pontífice habría de ordenar su propia ejecución?

Rossini echó la cabeza hacia atrás, riendo.

—¡Un punto para usted!

—El diario secreto del difunto Pontífice enfatiza ese punto. Se ha planteado una acusación según la cual fue robado por el ayuda de cámara del Papa, y nosotros, junto con otros medios, lo estaríamos publicando ilegalmente. ¿Está enterado de eso?

—Estoy enterado, sí.

—¿El diario es auténtico?

—Hasta donde yo sé, lo es.

—¿Fue robado?

—Hay una fuerte presunción en ese sentido.

—Uno de los pasajes del diario dice lo siguiente: «En la curia hay quienes piensan que mi decisión de promover a Luca Rossini es un error. Aseguran que es dado al secreto, arrogante, y que desecha demasiado rápidamente las opiniones contrarias a las suyas. Yo sé lo que significan estas críticas. A menudo he tenido que reprenderlo por su tendencia a poner demasiado énfasis en sus argumentos. Pero sé por lo que ha pasado. Sé con cuánta tenacidad ha 1uchado por mantener la integridad de su espíritu atormentado. Me ha confesado el afecto profundo y perdurable que siente por la mujer que le salvó la vida. Creo que esa experiencia ha dado un carácter y un valor muy especiales a su servicio a la Iglesia. No puedo protegerlo del escándalo, la calumnia ni el rumor hostil. Él consideraría muy por debajo de su dignidad el buscar esa protección. Su razonamiento es muy simple. Una vez me dijo: "Santidad, he sido desnudado frente a mi propia iglesia y azotado hasta que mi carne se convirtió en una pulpa sanguinolenta. Estuve a punto de ser violado. Mi agresor fue muerto de un balazo un instante antes de penetrarme… ¿Qué pueden hacerme los rumores?". Cuando lo nombré cardenal tuve ese pensamiento en mente. Mi fantasía me llevó a pensar en cómo actuaría él si estuviera sentado en el trono de Pedro. Pero luego pensé en otros que sobrevivieron a la tortura y fueron considerados papables… Beran, Slipyi, Mindszenty. Todos ellos de alguna manera fueron mutilados…». ¿Tiene algún comentario sobre eso, eminencia?

—Ninguno.

—¿Es usted un espíritu profundamente atormentado?

—Digamos que estoy cojo, como Jacob después de su lucha con el ángel.

—¿Cómo ve su futuro?

—Para mí, cada día es un nuevo día. Lo tomo como viene.

—¿Los comentarios del Pontífice le molestan?

—Me molesta que su intimidad haya sido invadida con la publicación del diario.

—Esta mujer por la que usted siente un afecto profundo y perdurable, ¿qué puede decirme sobre ella?

—Le debo la vida. Eso lo dice todo, creo.

—Según mi información, su nombre es Isabel Ortega, de soltera Menéndez. Está casada con un diplomático argentino, cuya familia la protegió durante la guerra sucia. Tiene una hija de veinticinco años.

—Está usted muy bien informada, señorita. Le diré una cosa: no tengo intención de seguir hablando de este tema con usted.

—¿El episodio está cerrado entonces?

—Por favor, señorita, no juegue conmigo. No estamos hablando de episodios o incidentes, sino de mi perdurable gratitud. Cuando fui por primera vez a Japón, cumpliendo una misión personal para el Santo Padre, se me instruyó acerca de los hábitos y costumbres de aquel país. Se me advirtió, entre otras cosas, que no interviniera de ninguna manera en un accidente callejero, y que dejara más bien que la víctima fuera auxiliada por otros. Si intervenía, me arriesgaba a contraer una relación de obligación con la víctima de por vida, relación de la que bajo ningún concepto yo podría hacerme cargo.

—¿Cuál es la moraleja de esa historia, eminencia?

—Abrumar a la mujer que me salvó la vida con la carga de una relación permanente era algo que yo no podía ni debía hacer, y no lo hice. Ahora veamos qué otras preguntas tiene preparadas.

—Antes de eso, eminencia, permítame decirle algo, por favor. No puedo evitar tratar este tema, en el contexto del diario del Pontífice, y de la elección en sí misma. En realidad, me ha sido planteado por algunos de sus colegas.

—No le preguntaré quiénes son esos colegas.

—Mejor que no. Tengo entendido, por una entrevista que tuve con el cardenal Aquino, que usted ha accedido a actuar como mediador en un conflicto entre él y las Madres de la Plaza de Mayo.

—¡Un momento! ¿Dice usted que ha entrevistado al cardenal Aquino? .

—Entre otros, sí.

—¿Y él le ofreció esta información?

—Sí.

—¿Cuándo fue esa entrevista?

—Ayer, aproximadamente a esta misma hora. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo?

—No. No pasa nada. Es cierto que discutí esa posibilidad con él. Me parece raro que haya revelado una cuestión tan delicada en una entrevista periodística.

—¿Tan delicada es la cuestión, eminencia?

—Muy delicada.

—Me pregunto por qué usted ha accedido a defender a Aquino.

—Una vez más, señorita, su lenguaje es inexacto e impreciso. Lo que he aceptado no es defender a Aquino, sino actuar como mediador en una discusión acerca de las acusaciones que las mujeres están levantando contra él.

—Eso podría ser interpretado como un muy eficaz alegato en su defensa, o en defensa de las políticas de Roma y de la Iglesia argentina.

—Sería una interpretación falsa.

—Entonces ¿cómo describe usted lo que ocurrió en su país, eminencia?

—Demasiados de los nuestros vendieron su alma al diablo.

—¿Para qué, eminencia?

—Una ilusión de orden, estabilidad, prosperidad. La ilusión, vieja como el mundo, de que se puede erradicar las ideas con las armas y los instrumentos de tortura.

—¿Por qué está dispuesto entonces a confortar a Aquino, quien según su propia confesión le procuró como mínimo cierta confortación al régimen?

—Porque tiene derecho a una presunción de inocencia por mi parte, y porque como cristiano estoy obligado a encontrar en mi corazón el perdón para aquellos que me han hecho daño.

—¿Lo ha logrado, eminencia?

—Trabajo en ello. —Rossini hizo una mueca de disgusto—. No lo he logrado aún.

—¿Puede explicar por qué?

—Sí. Como bien dice el difunto Pontífice, todavía soy un hombre con muchos defectos, y consciente de mi propia capacidad para el mal.

—¿Esa capacidad lo asusta?

—Oh, sí, desde luego. La preponderancia del mal es el misterio más oscuro y espantoso del universo.

—Entonces ¿cómo ve usted el papel de la Iglesia en la lucha contra el mal?

—Como una comunidad de creyentes, formada en la fe y la esperanza, apoyada y enriquecida por la caridad, que lleva a todas partes la buena nueva de la Redención. Pero la comunidad tiene que renovarse día tras día.

—Hablemos del papel de los dirigentes en esa renovación.

Rossini meneó la cabeza, sonriente.

—Ésa es una enorme lata de judías. Ni usted ni yo podríamos digerirla en una entrevista tan corta.

—Se lo diré con otras palabras entonces. Dentro de unos pocos días usted ingresará en el cónclave con otros cien o más miembros del Colegio Electoral para elegir un nuevo Pontífice. ¿Qué clase de hombre estarán buscando?

—Puedo hablar sólo por mí mismo, como elector individual.

—Sin embargo, todos ustedes comparten un interés común: el bien del pueblo de Dios.

—Pero como somos humanos, estamos divididos en lo concerniente a cómo debería ser servido ese interés.

—Se afirma, ¿no es verdad?, que el Espíritu Santo está presente en el cónclave.

—Invocamos al Espíritu. —El tono de Rossini era tranquilo—. No hay ninguna garantía de que todos, o algunos de nosotros, estemos abiertos a sus mensajes.

—¿Y el hombre que usted elija estará habitado por el Espíritu?

—Rezamos para que lo esté, pero él también estará sometido a las tentaciones cotidianas del poder, que como alguna vez escribió un gran inglés, tiende siempre a corromper.

—«Y Satanás lo llevó hasta la cima de una alta montaña —Steffi Guillermin citó de memoria el consabido texto—, y le mostró los reinos del mundo y la gloria desde allí.» Así que, verdaderamente, eminencia, usted y sus colegas están embarcados en una empresa de alto riesgo. Y el riesgo resulta doble, ¿verdad?, por el dogma de la infalibilidad, que en los últimos tiempos ha sido interpretado de maneras muy diversas.

—Yo lo expresaría de otro modo —dijo Luca Rossini—. Creo que se sirve mejor a la Iglesia, no cuando se invoca la infalibilidad sino cuando se dispensa la caridad con la máxima abundancia posible.

—Hablemos de la caridad entonces: el amor divino y el amor humano.

—Dos caras de la misma moneda.

—Y el acto sexual es una expresión de ese amor.

—Debería serlo. No siempre lo es. A veces es una invasión, a veces es una degradación. Como, por ejemplo, el abuso sexual cometido por clérigos o docentes religiosos.

—Y usted, más que nadie, debe considerar inaceptable ese tipo de abuso.

—Así es, y considero que su ocultamiento por autoridades de la Iglesia agrava el delito.

—¿Qué me dice de los que lo cometen?

—Tenemos que admitir que algunos de nuestros sistemas de formación han contribuido a convertirlos en delincuentes. No podemos mantenerlos circulando furtivamente por los sistemas pastorales o educacionales.

—¿Se les debe perdonar?

—Ellos, como todos nosotros, deben tener la oportunidad de cambiar y buscar el perdón.

—La ordenación de mujeres: ¿cuál es su posición al respecto?

—Mi posición es la que el difunto Pontífice nos ordenó sustentar: estoy contra la idea. Hasta que una sapiencia ulterior cambie la orden, y mientras siga ocupando un cargo oficial en la Iglesia, no hablaré contra ella.

—¿Qué posibilidad hay de que alguna de esas posiciones cambie? ¿Una decisión papal, su propia posición dentro de la Iglesia?

—A pesar de los rumores y de las presiones en contra, creo que la posición papal podría cambiar. ¿Mi propia posición? Como todos los que estamos en la curia, renuncio automáticamente y me pongo a disposición del nuevo hombre.

—¿Qué opina acerca de la convivencia de las parejas gays o lesbianas? ¿Se les debería conceder el estado marital?

—Pienso que no, aunque se les debería dar un reconocimiento civil como convivientes con derechos y obligaciones mutuas.

—¿Y con respecto al lado físico y emocional de sus vidas?

—La Iglesia proclama un ideal cristiano de castidad. No puede, y no debe, intervenir en el comercio de la cama matrimonial.

—Eso suena bastante cínico.

—No es la intención. Hombres y mujeres son criaturas muy complejas. Repito: más que prescripciones legales necesitan amor.

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