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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (18 page)

BOOK: Eminencia
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—A mí me parece —Isabel se burló de él con delicadeza— que tú has pensado bastante en esta visita.

—Tuve que hacerlo. El secretario de Estado me había programado una reunión con un grupo de cardenales mayores que no tienen derecho a voto pero quieren que los conclavistas sepan lo que piensan.

—¿Y qué excusa le diste al secretario de Estado? .

—La verdad. Él sabe que estás en la ciudad. Y sabe que estoy desesperado por estar contigo.

Me autorizó a que mañana tuviera el día libre.

Isabel frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—Si esto significa lo que creo que significa, entonces tú y yo somos un secreto a voces en Roma.

—Lo hemos sido por muchos años, mi amor. En realidad, desde que llegué a Roma. Quien me trajo, si lo recuerdas, fue el nuncio apostólico, que ahora es el cardenal Aquino. Era uña y carne con la Junta. Se aseguró de que cada circunstancia sospechosa relacionada conmigo quedara registrada, y cada suposición quedara convertida en un hecho conocido. Fui interrogado por el mismísimo Pontífice.

—¿Y le hablaste de lo nuestro?

—¡No! Me habló él.

—¿Y tú qué dijiste?

—Que me salvaste la vida. Que fuimos amantes. Y que te amaría todos los días de mi vida.

—Así que él te convirtió en una persona encumbrada, para que purgaras tus demonios desde

la cima de una montaña.

—Más bien al contrario, creo. Me utilizó para purgar sus propios demonios.

—¿Sabes lo que pienso, Luca?

—¿Qué?

—Tú y yo todavía somos peones en este juego de silencios.

—¿Me responderías una pregunta?

—Si puedo…

—Fue mi colega Aquino quien me la suscitó. Sugirió que tú estabas de alguna manera vinculada con las Madres de la Plaza de Mayo, que están ahora aquí en Roma, tratando de plantear una acusación contra él.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Le dije que te lo preguntaría.

—Entonces, cuando vuelvas a verlo —una llamarada de ira encendió sus ojos oscuros—, ¡dile que se vaya al infierno!

—Con muchísimo gusto, señora.

Sonó el timbre de la puerta. Rossini se puso de pie para ir a abrir. Un camarero y un mayordomo entraron con una mesa con ruedas para disponer la comida y servir el vino. Isabel se metió en el dormitorio mientras Rossini esperaba en la sala, hablando con el mayordomo sobre la comida, el talento del chef que la había preparado y las virtudes del vino, procedente de una muy noble bodega de los alrededores de Montepulciano.

Finalmente se sentaron a la mesa, ya solos, los platos calientes humeando en el hornillo, y el vino color rubí en las copas. Isabel había recuperado la calma y Rossini se aplicó en entretenerla.

—El vino que beberás mañana es mucho más basto que éste, pero va muy bien con lo que cocino.

—¿Eres buen cocinero, Luca?

—Dentro de ciertos límites, sí. Sopa, pasta, ensaladas, paella, ragout, carne a la parrilla, ese tipo de cosas.

—¿Invitas a mucha gente a tu casa de campo?

—Serás mi primera visita desde que la construí.

Ella le dedicó una mirada extraña e inquisitiva y una vaga sonrisa. —¿Debo sentirme honrada o atemorizada?

—Espero que te sientas bienvenida y cómoda. Debes entender algo, mi amor. Este lugar es mi ermita, la madriguera en la que me resguardo de las guerras del mundo. Nadie entra en ella, salvo el granjero de la zona y su esposa, que me la mantienen limpia y ordenada.

—Por el modo en que lo dices, podría estar invadiendo un altar.

—No. Tú siempre has estado allí. He vivido todos estos años sin ti y, sin embargo, al dormirme y al despertarme te he llevado conmigo como si fueras mi propia piel.

—No tenía idea de que mi Luca era un poeta. —Lo dijo con sencillez, como si tuviera miedo de darle demasiada importancia a las palabras.

Él respondió con la misma espontaneidad.

—No lo soy realmente. Las canciones que te canto son todas prestadas, pero en el jardín de mi ermita suenan dulces.

—Estoy orgullosa de que me ames tanto, Luca. No puedo decirte lo feliz que me hace mi amor por ti. Es tu soledad lo que me atemoriza, creo.

—No debería ser así. Mi vida exterior es activa y variada. En mi vida secreta he tenido algunos momentos malos pero, desde que supe que venías, he llegado a un lugar extraño y apacible. El aire es frío, pero no hay viento y el mar está en calma, iluminado por la luna. Siento que es un regalo que me ha sido dado para ayudarme a reflexionar sobre mi futuro y a tomar una decisión al respecto.

—¿Qué decisión, Luca?

—Permanecer en la Iglesia o apartarme de ella.

—¡Luca! No hablas en serio. —Había un deje de pánico en su voz. Bajó el tenedor con un repiqueteo——. Ésa es una decisión muy importante para un hombre como tú. ¡Dios quiera que yo no sea parte de ella!

—Tú eres parte de todo lo que soy, de todo lo que hago. Eso es algo que los dos sabemos y a lo que ninguno de los dos puede sustraerse. Pero ésta es una experiencia personal que me atañe sólo a mí. Tengo que decidir si, aquí y ahora, o la próxima semana, o el mes que viene, soy sinceramente un creyente. Me siento curiosamente distendido acerca de lo que, al final, puede ser una pérdida devastadora. Piers Hallett me dice que los ingleses tienen un dicho: «Dios le hace más suave el viento al cordero esquilado». Ni siquiera puedo rezar por esto. Me limito a esperar.

—Yo rezaré por ti, mi amor.

—¿Sigues creyendo, a pesar de todo?

—A causa de todo, probablemente. Peleo como un viejo conquistador, abriéndome camino a manotazos hacia lo que quiero, pero siempre con la Iglesia a mis espaldas para iluminarme. Tú eres diferente. Te tragas toda la bilis y esperas…

—Como tú me enseñaste.

—O como tú interpretaste mis lecciones. ¿Quién sabe? En todo caso, hay cosas que tengo que contarte. No iba a hacerlo esta noche pero ¿por qué dejarlas para mañana? Quiero disfrutar de tu ermita.

—Puedes contarme lo que quieras en el momento que quieras.

—Ése es el problema. No hay demasiado tiempo. Estás a punto de recluirte en el cónclave. Yo no puedo quedarme en Roma indefinidamente. Y sí, tengo trabajo que hacer para las Madres de la Plaza de Mayo. Hay pruebas de que la mayor parte de los archivos acerca de los «desaparecidos» fueron enviados a España para mantenerlos fuera del alcance de futuros investigadores. Sin embargo, algunos fueron copiados por manos amigas y enviados a Suiza. Mientras estés en el cónclave viajaré a Lugano con dos de las mujeres para verificar su contenido. Puesto que fui una persona protegida en los malos tiempos, siento que ésta es una manera de saldar mi deuda. Hay otra cosa más, pero puede esperar. —Cambió de tema bruscamente—. Voy a servir el segundo plato. No deberíamos dejar que la comida se enfríe. —Es una comida muy buena. —Rossini se acomodó rápidamente a su cambio de humor—. Serás una espléndida embajadora.

—Honestamente, Luca, ¿crees que hay alguna posibilidad de que Raúl sea designado? ¿El Vaticano aceptará su nominación?

—Depende exclusivamente del nuevo Pontífice.

—¿Qué dijiste tú acerca de Raúl?

—Le di una aprobación con reservas. Es un hombre que no podría hacer mucho daño. No podríamos contar con él para que nos hiciera algún gran servicio, si es que alguna vez lo necesitáramos.

—¿No estuviste tentado de mejorar tu informe, por mí?

—Un poco tentado, sí. Pero soy lo bastante cínico para saber que estratagemas como ésa, a la larga, nunca dan resultado.

Ella le puso el plato delante y volvió a ocupar su lugar. Comieron un rato en silencio. Luego Isabel dijo con calma:

—Aun en el caso de que Raúl obtuviera el nombramiento, yo no vendría con él.

—Pero en tu carta dijiste…

—La escribí mientras esperaba el informe de una tomografía computarizada que me había indicado el especialista. Tengo cáncer de huesos, Luca, una invasión importante. Cuando vuelva, quieren que me interne en el hospital para seguir un tratamiento. Pero ya me advirtieron que el pronóstico es negativo.

En un primer momento, él se quedó mirándola fijamente, enmudecido por el impacto. Luego no encontró palabras que no fueran pura banalidad.

—¡Dios mío! Cuánto lo lamento.

—¡No lo lamentes, Luca! Yo, como tú, he llegado a cierto lugar, y allí también está tu amor. El dolor estuvo a punto de asfixiarlo. Isabel se inclinó sobre la mesa, le aprisionó las manos entre las suyas y no se las soltó hasta que la rabia cedió y él se entregó a un llanto silencioso. Finalmente se tranquilizó lo suficiente para preguntar:

—¿Tu marido lo sabe?

—Sí. Se está haciendo a la idea a su manera. Será generoso en todo, pero no se involucrará personalmente. Seguirá haciendo la vida que hace siempre.

—¿Y Luisa?

—Todavía no lo sabe todo. Cree que mi internamiento en el hospital es para que me hagan otras pruebas. He tratado de ahorrarle lo peor para que pueda disfrutar de sus vacaciones.

—¿Puedo ayudar de alguna manera? Siento que no te sirvo para nada.

—¡Ni se te ocurra pensarlo! De alguna extraña manera, nos hemos completado el uno al otro. Y tal vez haya algo que puedas hacer por Luisa.

—Todo lo que esté a mi alcance. Ya lo sabes.

—Lo sé. Pero hablaremos de eso después de la cena. Ahora quiero terminar esta comida que encargué tan cuidadosamente. Nos dedicaremos a Luisa durante el café. Así que por el momento no se hable más de mis cosas. Dime qué piensas que ocurrirá en el cónclave.

Una vez más, aunque sentía que se le rompía el corazón por ella y por él mismo, se rindió ante sus deseos y habló sosegadamente sobre lo que ocurriría cuando los hombres clave se reunieran para elegir al nuevo Pontífice.

Eran casi las diez y media cuando el camarero se llevó la mesa con ruedas. Isabel se veía cansada. Rossini le dijo que se marcharía al cabo de quince minutos. Ella no quiso saber nada.

—¡Por favor, Luca! Conozco esa expresión. Te estás cerrando.

—¡No contigo, amor mío! No pienses eso. He vivido durante mucho tiempo detrás de una fachada y carezco de las palabras del habla cotidiana. No sé exactamente en qué momento el roce de una mano puede ser una molestia en lugar de un consuelo. Pero, por favor, créeme cuando te digo que jamás me he cerrado contigo.

—Entonces déjame hablar. Tengo otras cosas que decirte.

—Te escucho.

Ella dejó la taza, cruzó las manos sobre el regazo, respiró profundamente para darse fuerzas y luego le dijo:

—Luisa es hija tuya, Luca.

Fue entonces cuando ella comprendió lo que los años espartanos le habían hecho. No hubo el más mínimo parpadeo de sorpresa en sus ojos, pero sus facciones enjutas se congelaron bajo la máscara del depredador. Cuando habló, su voz era suave como el frufrú de la seda.

—¡Bueno, éste es un regalo que no esperaba!

—¿Realmente es un regalo, Luca? Otro en tu situación lo consideraría una copa de veneno.

Él la observó en silencio y con el mismo tono suave le dijo:

—Creo que nunca te dije esto, pero los momentos más difíciles que pasé cuando era un sacerdote joven eran las ocasiones en las que sostenía a un bebé en brazos sobre la pila bautismal y comprendía que había renunciado para siempre al derecho a la paternidad. Te estoy diciendo la verdad, me has hecho un regalo. El problema es que reacciono con mucha torpeza. ¿Luisa sabe que soy su padre?

—No.

—¿Lo sabe Raúl?

—No.

—Hagamos una pausa. Esta noche te visito, soy un antiguo amante, sí, pero un amante constante; recordamos los momentos de felicidad, celebramos el vínculo que nos ha mantenido unidos. De pronto abres una caja mágica y de ella brota este gran secreto. Tienes una enfermedad terminal. Yo tengo una hija que es toda una mujer.

—Reflexioné mucho antes de tomar la decisión de decírtelo. —Te agradezco que confíes en mi —dijo Luca Rossini—. Pero jamás habría imaginado que me quedaría sin palabras. Soy un hombre cautivo. ¿Qué puedo ofrecerte salvo un amor inútil? ¿Qué puedo ofrecerle a Luisa? Ella no me agradecerá que invada su vida, ni te agradecerá a ti que hagas vacilar sus cimientos. ¿Me equivoco?

—Durante años me pregunté si debía contártelo. Respetaba tu derecho y el de ella a vivir en la ignorancia.

—Pero ahora has cambiado de idea.

—Es lo que ocurre cuando te leen tu sentencia de muerte. Me falló el coraje. Ya no podía cargar yo sola con el secreto. Por eso te planteo ahora la cuestión . ¿Luisa debería saberlo?.

—No lo sé. – respondió Luca Rossini—. Sinceramente no lo sé. De todas maneras, estoy seguro de una cosa: si va a saberlo, deberíamos decírselo los dos juntos. –De pronto soltó una risita seca y forzada, vomo burlándose de sí mismo. Luego alargó una mano para tocarle la mejilla y se dijo con firmeza—: Ahora, ¿por qué no vuelves a empezar y me explicas este anticuado libreto del que nada me has contado en todos estos años?

—Creo que una copa ayudaría.

—Sírveme una a mí también, por favor, pero que sea sólo agua mineral. Necesito estar muy sobrio para esta función. y, por favor, siéntate frente a mí, así puedo mirarte a los ojos.

—¿Por qué? ¿No me crees?

—Oh, claro que te creo. Pero quiero leer tu cara a medida que me lo cuentas. ¿No entiendes? Acabas de donarme una hija del amor. Es una experiencia extraña. Habría sido más fácil en los viejos tiempos, cuando los prelados fundaban vastas familias y les procuraban una vida llena de riquezas o les concertaban a sus hijos casamientos con miembros de la nobleza.

La tensión de su rostro se aflojó en una sonrisa burlona. Isabel le sonrió sin convicción.

—Luisa tiene muy buena dote, por la fortuna de mi padre. También heredará de Raúl. Lo que no quiero es ver a Raúl negociando otro casamiento de conveniencia.

—¿Qué pasa si lo hace? ¿Irrumpe Luca en su armadura, cabalgando como Julio II, y gritando: «¡Alto! ¡Alto! Soltad a la muchacha?». Isabel, te estás imaginando un cuento de hadas. Por favor, alcánzame la copa y siéntate.

Ella se acomodó en el gran sillón, mirándolo a la cara, como él había pedido. Se demoró un poco con el primer sorbo de brandy, se secó la boca con una servilleta de papel y luego comenzó, lentamente, a desgranar su historia.

—Es probable que hayas olvidado parte de esto, pero yo lo recuerdo día a día, e incluso hora a hora. Cuando papá fue a Buenos Aires a negociar por tu vida, y por la mía desde luego, nos dejaron a los dos en la estancia de su amigo, cerca de Córdoba. Nos alojamos en la casa de huéspedes y para seguridad de todos nos mantuvimos alejados de todos los que trabajaban allí. Durante los diez primeros días estuviste muy enfermo. Sufrías mucho por las heridas de la paliza y por la infección. Hasta la cuarta semana, cuando acababa mi período, que comenzamos a hacer el amor. Lo cierto es que nuestra luna de miel duró tres semanas. Creí que me estaba cuidando, pero no me cuidé lo suficiente. Al cabo de la tercera semana te hicieron desaparecer como por arte de magia para embarcarte en un vuelo a Roma con el nuncio. Conforme a lo acordado, papá me llevó de regreso a mi casa en Buenos Aires. Por suerte, o al menos eso pensé, Raúl estaba en viaje de trabajo por Chile y Perú. Estuve en casa casi cinco semanas antes de que él regresara. Entretanto advertí que no me había venido la regla. Cuando Raúl volvió, representé como de costumbre mi papel de amante esposa hasta que, como siempre, Raúl se aburrió. Luego, al advertir otra vez que no me había venido la regla, acudí a un médico, no un médico cualquiera sino uno que me recomendó tía Amelia, la hermana de papá, una dama vieja y fuerte que conocía bien las costumbres de la sociedad masculina de Argentina. Cuando me diagnosticaron el embarazo, y recuerda, Luca, que tú estabas a miles de kilómetros de distancia, en el cálido seno de la madre Iglesia, tía Amelia me dio un sabio consejo.«¡Piensa en el futuro, Isabel! Tu padre me ha contado todo lo que pasó. Mataste a un militar y te acostaste con un cura. Si tu marido, o la familia de tu marido, se pusieran desagradables, tendrías graves problemas. Lo que no querrás que ocurra es que tu bebé aparezca seis semanas antes y te obligue a dar explicaciones. Así que piensa en el futuro. Te conseguiremos un buen médico en Nueva York y una buena excusa médica para que vayas a consultarlo. Luego fijarás una fecha para una cesárea en su hospital, una fecha que concuerde con los hechos y permita crear la ficción apropiada. La cesárea no le hará daño al bebé, y a ti te ahorrará un montón de problemas.» Y bien, eso es exactamente lo que hice, con la ayuda de papá y tía Amelia. A Raúl la idea le gustó. Le permitiría consolidar su lista de contactos en Nueva York y retozar en lugares donde solía divertirse. Cuando por fin Luisa llegó, hermosa y saludable, quedó embelesado. Su padre y su madre hicieron llover sobre ella los regalos y las atenciones. El cuento de hadas había llegado a su fin.

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