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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (112 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Por ahí van los tiros —dijo Woody—. Lo llamamos democracia.

Volodia tenía la sensación de que esa increíble historia podía ser cierta.

—Así pues, el pacto es necesario para convencer a los votantes americanos de que presten su apoyo a la invasión de Europa.

—Exacto.

—Entonces, ¿por qué necesitamos a China? —Stalin recelaba especialmente de la insistencia de los Aliados para incluir a Pekín en el pacto.

—China es un aliado débil.

—Pues no le hagamos caso.

—Si los dejamos de lado, tal vez no muestren tanto fervor en la lucha contra los japoneses.

—¿Y?

—Tendremos que aumentar las fuerzas en el Pacífico y ello nos debilitará en Europa.

Aquello alarmó a Volodia. La Unión Soviética no quería que las fuerzas aliadas concentraran esfuerzos en el Pacífico.

—De modo que estáis haciendo un gesto amistoso con China para poder dedicar un mayor número de fuerzas a la invasión de Europa.

—Sí.

—Haces que parezca muy sencillo.

—Lo es —dijo Woody.

IV

En la madrugada del 1 de noviembre, Chuck y Eddie desayunaron un bistec con guarnición junto con la 3.ª División de Marines, cerca de la isla de Bougainville, en el mar del Sur.

La isla medía unos doscientos kilómetros de largo. Tenía dos bases aéreas navales japonesas, una al norte y otra al sur. Los marines se estaban preparando para aterrizar hacia la mitad de la costa oeste, que apenas contaba con medidas de defensa. Su objetivo era establecer una cabeza de playa y conquistar suficiente territorio para construir una pista de aterrizaje desde la que lanzar ataques contra las bases japonesas.

Chuck se encontraba en cubierta a las siete y veintiséis cuando marines pertrechados con cascos y mochilas empezaron a descender por las redes que colgaban por los lados del barco y saltaron en las naves de desembarco. Además de ellos había un pequeño número de perros del ejército, unos doberman pinscher que eran unos centinelas infatigables.

Mientras las naves se aproximaban a tierra, Chuck ya vio un error en el mapa que había preparado. Las olas altas rompían en una playa con una fuerte pendiente. Mientras observaba la escena, una nave se puso en paralelo a la costa y zozobró. Los marines tuvieron que nadar hasta la orilla.

—Tenemos que mostrar las condiciones del oleaje —le dijo Chuck a Eddie, que se encontraba junto a él en cubierta.

—¿Cómo vamos a averiguarlas?

—Un avión de reconocimiento tendrá que volar bajo para que las crestas de las olas aparezcan en las fotografías.

—No pueden arriesgarse a volar tan bajo cuando hay bases enemigas tan cerca.

Eddie estaba en lo cierto, pero tenía que haber una solución. Chuck tomó nota de ello, sería la principal cuestión que debería solucionar como resultado de aquella misión.

Para el aterrizaje se habían beneficiado de más información de lo que era habitual. Aparte de los mapas poco fiables y de las fotografías aéreas difíciles de descifrar, contaban con un informe de un equipo de reconocimiento que había desembarcado de un submarino seis semanas atrás. El equipo había identificado doce playas adecuadas para el desembarco de los marines en una franja de costa de siete kilómetros de largo. Pero no les habían advertido de la marea. Quizá no estaba tan alta ese día.

Por lo demás, el mapa de Chuck era correcto hasta el momento. Había una playa de arena de unos cien metros de ancho y luego un laberinto de palmeras y otra vegetación. Justo detrás de la maleza, según el mapa, había una marisma.

La costa no estaba desguarnecida por completo. Chuck oyó el rugido de fuego de artillería, y un proyectil cayó en el bajío. No causó daños, pero estaba claro que la puntería del artillero mejoraría. Los marines se vieron obligados a actuar con mayor celeridad mientras saltaban de la nave de desembarco y echaron a correr en dirección a la playa para llegar hasta la vegetación.

Chuck se alegró de haber tomado la decisión de ir. Siempre había hecho sus mapas con gran esmero, pero era beneficioso comprobar en carne propia que unos mapas correctos podían salvar las vidas de varios hombres, y que el mínimo error podía resultar mortal. Incluso antes de embarcar, Eddie y él se habían vuelto mucho más exigentes. Pidieron que se tomaran de nuevo las fotografías borrosas, hablaron por teléfono con miembros de los grupos de reconocimiento para plantearles dudas y enviaron cables a todo el mundo para conseguir mejores mapas.

Se alegraba por otro motivo. Estaba en alta mar, lo que le encantaba. Estaba en un barco con setecientos hombres jóvenes, disfrutaba del ambiente de camaradería, de las bromas, de las canciones y de la intimidad de los camarotes abarrotados y las duchas compartidas.

—Es como ser un chico heterosexual en un internado femenino —le dijo a Eddie una noche.

—Salvo que eso nunca sucede y esto sí —dijo Eddie, que se sentía igual que Chuck. Se querían mutuamente, pero no tenían reparos en mirar a marinos desnudos.

Ahora los setecientos marines estaban desembarcando y se dirigían hacia tierra tan rápido como podían. Lo mismo sucedía en otros ocho puntos de la costa. En cuanto una nave de desembarco quedaba vacía, rápidamente iba a buscar a más hombres; sin embargo, el proceso parecía desesperadamente lento.

El artillero japonés, oculto en algún lugar de la selva, finalmente dio con la distancia correcta y, para horror de Chuck, un obús bien dirigido explotó en medio de un grupo de marines e hizo volar por los aires hombres, fusiles y extremidades, y tiñó la arena de la playa de rojo.

Chuck observaba la carnicería horrorizado cuando oyó el rugido de un avión; alzó la vista y vio un Zero japonés en vuelo rasante, a lo largo de la costa. Los soles rojos pintados en las alas provocaron que el miedo se apoderara de él. La última vez que había visto esos cazabombarderos había sido en el batalla de Midway.

El Zero lanzó varias ráfagas de ametralladora en la playa. Los marines que estaban desembarcando de la nave quedaron indefensos. Algunos se tiraron en el bajío, otros intentaron esconderse tras el casco de la nave, otros corrieron en dirección a la selva. Durante unos cuantos segundos corrió la sangre y cayeron los hombres.

Entonces desapareció el avión y dejó una playa sembrada de norteamericanos muertos.

Chuck lo oyó al cabo de un instante, ametrallando la siguiente playa.

No tardaría en volver.

Se suponía que contaban con la ayuda de varios aviones estadounidenses, pero no veía ninguno. El apoyo aéreo nunca estaba donde querías que estuviera, que era justo sobre tu cabeza.

Cuando todos los marines estaban en tierra, vivos y muertos, los botes transportaron a médicos y camilleros hasta la playa. Luego empezaron a desembarcar munición, agua potable, comida, medicamentos y material sanitario. En el viaje de regreso, la nave de desembarco se llevó a los heridos al barco.

Chuck y Eddie, que eran considerados personal no esencial, desembarcaron con los pertrechos.

Los marinos que manejaban el bote se habían acostumbrado al oleaje, y la embarcación mantenía una posición estable, con la rampa en la arena mientras las olas rompían en la popa. Un grupo de soldados descargaron las cajas y Chuck y Eddie saltaron al agua para llegar a la orilla.

Alcanzaron la playa juntos.

En el momento en que pisaron la arena, una ametralladora abrió fuego.

Parecía estar oculta en la selva, a unos cuatrocientos metros. ¿Había estado ahí desde el principio, esperando a que llegara el momento idóneo para atacar, o acababa de llegar a esa ubicación? Eddie y Chuck se agacharon y corrieron hacia los árboles.

Un marino que cargaba con una caja de munición al hombro profirió un grito de dolor y cayó, tirando la caja.

Luego fue Eddie el que gritó.

Chuck dio un par de pasos antes de poder detenerse. Cuando se volvió, Eddie se revolcaba en la arena, agarrándose la rodilla y gritando:

—¡Ah, joder!

Chuck corrió hasta él y se arrodilló a su lado.

—¡No pasa nada, estoy aquí! —gritó.

Eddie cerró los ojos, pero estaba vivo, y Chuck no vio ninguna otra herida aparte de la de la rodilla.

Alzó la vista. El bote que los había trasladado a tierra aún estaba cerca de la orilla; todavía no habían acabado de descargarlo. Tenía la posibilidad de trasladar a Eddie al barco en pocos minutos, pero la ametralladora no había dejado de disparar.

Se agachó.

—Esto te va a doler —dijo—. Grita cuanto quieras.

Agarró a Eddie por debajo del hombro con el brazo derecho y deslizó el izquierdo bajo los muslos. Entonces levantó el peso y se puso en pie. Eddie gritó de dolor mientras su pierna herida se balanceaba.

—Aguanta, amigo —dijo Chuck, que se volvió hacia el agua.

De pronto sintió un dolor insoportable y punzante que le fue subiendo por las piernas, la espalda y, al final, llegó hasta la cabeza. Al cabo de un instante pensó que no debía soltar a Eddie. Poco después se dio cuenta de que iba a hacerlo. Vio un fogonazo de luz que lo dejó ciego.

Y un manto de oscuridad cubrió el mundo.

V

En su día libre, Carla trabajaba en el hospital judío.

El doctor Rothmann la había convencido. Había sido liberado del campo en el que estaba recluido y nadie sabía el motivo, salvo los nazis, que no lo habían revelado. Ahora era tuerto y cojo, pero estaba vivo y podía practicar la medicina.

El hospital se encontraba en el barrio obrero de Wedding, situado al norte de la ciudad, pero su arquitectura no tenía nada de proletario. Había sido construido antes de la Primera Guerra Mundial, cuando los judíos de Berlín eran prósperos y conservaban el orgullo. Era un complejo formado por siete edificios elegantes y un gran jardín. Los diferentes pabellones estaban unidos por túneles, de modo que los pacientes y el personal sanitario podían trasladarse de uno a otro sin sufrir las inclemencias del tiempo.

Era un milagro que aún hubiera un hospital judío. Apenas quedaban judíos en Berlín. A miles de ellos los habían detenido y metido en trenes especiales. Nadie sabía adónde los habían enviado ni qué les había sucedido. Corrían unos rumores increíbles sobre unos campos de exterminio.

Cuando los pocos judíos que quedaban en Berlín estaban enfermos, no podían acudir a la consulta de médicos arios, de modo que, según la retorcida lógica del racismo nazi, permitieron que el hospital siguiera funcionando. El personal era judío principalmente y otras personas desafortunadas que no eran consideradas arias: eslavos de la Europa oriental, gente de ascendencia mixta y personas casadas con judíos. Sin embargo, no había suficientes enfermeras, por lo que Carla les echaba una mano.

El hospital estaba sometido al acoso continuo de la Gestapo, sufría una gran carencia de todo tipo de productos, en especial de medicamentos, no contaba con personal suficiente y no disponía de fondos.

Carla infringía la ley al tomarle la temperatura a un niño de once años que tenía el pie aplastado por culpa del último ataque aéreo. También era un delito que robara medicamentos del hospital en el que trabajaba a diario y los llevara al judío. Pero quería demostrar, aunque solo fuera a sí misma, que no todo el mundo había capitulado ante los nazis.

Mientras acababa la ronda vio a Werner al otro lado de la puerta, vestido con su uniforme de las fuerzas aéreas.

Durante varios días Carla y él habían vivido atemorizados, preguntándose si alguien había sobrevivido al bombardeo de la escuela y había denunciado a Werner; sin embargo, ahora estaba claro que todos habían muerto y que nadie más compartía las sospechas de Macke. Habían vuelto a salirse con la suya.

Werner se había recuperado rápidamente de la herida de bala.

Y eran amantes. Werner se había trasladado a la casa grande y medio vacía de los Von Ulrich, y dormía con Carla todas las noches. Sus padres no pusieron objeción alguna: todo el mundo vivía con la sensación de que podía morir en cualquier momento, de modo que la gente quería disfrutar de la más mínima alegría que pudiera proporcionarles aquella vida de penurias y sufrimiento.

Sin embargo, Werner tenía un aspecto más adusto de lo habitual cuando saludó a Carla con la mano a través del cristal de la puerta del pabellón. Ella le hizo un gesto para que entrara y lo besó.

—Te quiero —le dijo. Nunca se cansaba de decírselo.

—Yo también te quiero —le gustaba responder a él.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella—. ¿Solo querías un beso?

—Traigo malas noticias. Me han destinado al frente oriental.

—¡Oh, no! —dijo Carla, que empezó a llorar.

—Es un milagro que haya podido evitarlo hasta ahora. Pero el general Dorn no puede ayudarme más. La mitad de nuestro ejército está formado por ancianos y escolares, y yo soy un oficial sano de veinticuatro años.

—No te mueras, por favor —musitó ella.

—Lo intentaré.

—Pero ¿qué sucederá con la red? —preguntó Carla con un susurro—. Tú lo sabes todo. ¿Quién más puede dirigirla?

La miró sin decir nada.

Carla se dio cuenta de cuáles eran sus planes.

—Oh, no… ¡Yo no!

—Eres la persona más adecuada. Frieda es una buena ayudante, pero no tiene madera de líder. Tú has demostrado que posees la capacidad de reclutar a gente nueva y motivarla. Nunca te has metido en problemas con la policía y no tienes antecedentes de actividad política. Nadie conoce el papel que desempeñaste para acabar con el Aktion T4. En lo que respecta a las autoridades, eres una enfermera con un historial inmaculado.

—Pero, Werner, ¡estoy asustada!

—No estás obligada a aceptar. Pero nadie más puede sustituirme.

Entonces oyeron un fuerte ruido.

El pabellón contiguo era para pacientes mentales y no era extraño oír gritos y chillidos; sin embargo, en esta ocasión era distinto. Una voz culta se alzó entre el griterío. Luego oyeron una segunda, esta con acento berlinés y el deje intimidatorio que las personas de fuera consideraban típico de los berlineses.

Carla salió al pasillo y Werner la siguió.

El doctor Rothmann, que llevaba una estrella amarilla en la bata, discutía con un hombre vestido con el uniforme de las SS. Tras ellos, la puerta doble del pabellón psiquiátrico, que acostumbraba a permanecer cerrada, estaba abierta de par en par. Los pacientes estaban saliendo. Dos policías más y unas cuantas enfermeras acompañaban a la hilera de hombres y mujeres, la mayoría en pijama; algunos caminaban erguidos y tenían un aspecto normal, pero otros arrastraban los pies y murmuraban mientras seguían a los demás por las escaleras.

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