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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (116 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Mientras esperaban luz verde, Ace Webber había organizado una maratoniana timba de póquer que le había hecho ganar mil dólares y luego volver a perderlos. Cameron el Zurdo no paraba de limpiar y engrasar de forma obsesiva su ligera carabina semiautomática M1, un modelo utilizado por los paracaidistas que tenía la culata plegable. Lonnie Callaghan y Tony Bonanio, que no se caían bien, iban a misa juntos todos los días. Pete Schneider, el Artero, no paraba de afilar el cuchillo de comando que había comprado en Londres, hasta tal punto que podría haberse afeitado con él. Patrick Timothy, que se parecía a Clark Gable e incluso llevaba un bigote similar al suyo, tocaba el ukelele, repitiendo una y otra vez la misma melodía y poniendo a todo el mundo frenético. El sargento Defoe escribía largas cartas a su esposa, luego las hacía pedazos y volvía a empezar. Mack el Seductor y Joe Morgan, el Cigarros, se rapaban mutuamente con la esperanza de que eso facilitase a los médicos la tarea de curarles las heridas de la cabeza.

La mayoría tenían motes. Woody había descubierto que el suyo era «el Escocés».

El Día D se estableció el domingo 4 de junio, pero se retrasó a causa del mal tiempo.

El lunes 5 de junio, a última hora de la tarde, el coronel pronunció un discurso.

—¡Soldados! —gritó—. ¡Esta noche invadiremos Francia!

Todos rugieron en señal de aprobación. Woody pensó que era una ironía; allí estaban cómodos y a salvo, pero no veían la hora de llegar al lugar establecido, saltar de los aviones y aterrizar en brazos de las tropas enemigas que querían acabar con sus vidas.

Les sirvieron una cena especial; podían comer cuanto quisieran: ternera, cerdo, pollo, patatas fritas y helado. Woody no probó nada de eso. Era más consciente que los demás de lo que les esperaba y no quería afrontarlo con el estómago lleno. Pidió un café y un donut. El café era americano, aromático y delicioso, muy distinto del brebaje asqueroso que servían los británicos cuando, en el mejor de los casos, había café.

Se quitó las botas y se tumbó en la cama. Pensó en Bella Hernández, en su sonrisa ladeada y sus suaves pechos.

Cuando se dio cuenta, sonaba una sirena.

Por un momento, Woody creyó estar despertando de una pesadilla en la que entraba en combate y mataba gente. Luego se dio cuenta de que era la realidad.

Todos se pusieron el mono de paracaidista y prepararon el equipo. Llevaban demasiadas cosas. Algunas eran imprescindibles: una carabina con ciento cincuenta cartuchos de 30 mm, granadas antitanque, una pequeña bomba llamada granada Gammon, raciones K, tabletas para purificar el agua y un botiquín de primeros auxilios con morfina. Tendrían que prescindir de lo demás: una herramienta para construir trincheras, utensilios para afeitarse y un manual de conversación en francés. Iban tan cargados que a los hombres menos corpulentos les costaba llegar hasta los aviones alineados en la pista a oscuras.

Los aviones destinados a transportarlos eran los Skytrain C-47. Para su sorpresa y a pesar de la poca luz, Woody vio que los habían pintado con llamativas rayas negras y blancas.

—Es para que no nos derriben los nuestros por un maldito error —dijo el piloto del avión de Woody, un hombre malcarado del Medio Oeste que respondía al nombre de capitán Bonner.

Antes de embarcarse, los hombres debían pesarse. Donegan y Bonanio llevaban sendos bazukas desmontados guardados en unas bolsas que les colgaban de las perneras y que añadían treinta y seis kilos a su peso. Cuando sumaron el total, el capitán Bonner se enfadó.

—¡Me estáis sobrecargando! —gruñó a Woody—. ¡No conseguiré levantar este puto aparato del suelo!

—No es decisión mía, capitán —repuso Woody—. Hable con el coronel.

El sargento Defoe se embarcó el primero y ocupó un asiento en la parte delantera del avión, junto al espacio abierto de la cabina de mando. Sería el último en abandonar el avión. Cualquier hombre que a última hora se arrepintiera de tener que saltar en mitad de la noche recibiría la ayuda de un buen empujón de Defoe.

A Donegan y a Bonanio, con las bolsas de los bazukas y todo lo demás, tuvieron que ayudarles a subir la escalerilla. Woody subió el último, puesto que era el comandante de la sección. Sería el primero en saltar, y también en llegar a tierra.

El interior del avión era un tubo con una fila de sencillos asientos metálicos a cada lado. Los hombres tenían problemas para abrocharse el cinturón de seguridad con todo el equipo, y algunos ni siquiera se molestaron en hacerlo. La portezuela se cerró y los motores se pusieron en funcionamiento con un rugido.

Woody se sentía tan emocionado como asustado. Contra toda lógica, no veía el momento de que empezase la batalla. Para su sorpresa, estaba impaciente por llegar a tierra, enfrentarse al enemigo y disparar las armas. Quería que terminase la espera.

Se preguntó si volvería a ver a Bella Hernández.

Le pareció notar que el avión hacía un gran esfuerzo para avanzar por la pista. A duras penas adquiría velocidad, y daba la impresión de que no dejaría nunca de traquetear en contacto con el suelo. Woody se sorprendió a sí mismo al preguntarse cuántos kilómetros tenía la maldita pista. Por fin despegó el aparato. No tenía la sensación de estar volando, y pensó que debían de estar a poca altura. Miró por la ventanilla. Estaba sentado junto a la séptima y última, al lado de la portezuela, y vio las veladas luces de la base, cada vez más lejos. Se habían elevado.

El cielo estaba turbio, pero las nubes tenían cierta luminosidad, seguramente porque la luna se encontraba por encima. Al final de cada ala, se observaba una lucecita azul, y Woody vio que el avión en el que viajaba ocupaba su lugar entre los demás, formando una V gigantesca.

En la cabina había tanto ruido que los hombres tenían que gritarse al oído, y pronto cesaron las conversaciones. Todos se removían en los rígidos asientos, tratando en vano de ponerse cómodos. Algunos cerraron los ojos, pero Woody dudaba que nadie pudiera dormir.

Volaban bajo, a poco más de mil pies, y de vez en cuando Woody observaba el brillo grisáceo de los ríos y los lagos. En un momento dado, vio un grupo de personas, cientos de cabezas levantadas, mirando los aviones que volaban sobre ellas con un ruido atronador. Sabía que había más de mil aparatos sobrevolando el sur de Inglaterra al mismo tiempo, y reparó en que la vista debía de ser magnífica. Se le ocurrió pensar que lo que toda esa gente estaba observando pasaría a formar parte de la historia, y él estaba contribuyendo a ello.

Al cabo de media hora cruzaron los centros turísticos de la costa y se encontraron sobrevolando el mar. Por un momento, la luna brilló por un resquicio entre el cúmulo de nubes y Woody descubrió los barcos. Apenas podía creer lo que veía. Era toda una ciudad flotante, naves de todos los tamaños formaban hileras zigzagueantes en el mar como las casas aisladas de una urbanización. Se observaban miles de ellas, llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Pero antes de que pudiera avisar a sus compañeros para que contemplasen aquel panorama excepcional, las nubes volvieron a tapar la luna y la visión se desvaneció como un sueño.

Los aviones viraron hacia la derecha formando una amplia curva con la intención de situarse sobre el oeste de la zona de Francia donde debían lanzarse los paracaidistas y luego seguir la línea de la costa hacia el este, guiándose por las características del terreno para asegurarse de que cayeran donde debían.

Las islas Anglonormandas, que aunque eran británicas se encontraban más cerca de Francia, habían sido ocupadas por Alemania al final de la batalla de Francia en 1940. Mientras la flota las sobrevolaba, los cañones antiaéreos alemanes abrieron fuego. A tan poca altura los Skytrain eran muy vulnerables, y Woody se dio cuenta de que podía perder la vida antes incluso de llegar al campo de batalla. No quería morir de forma tan inútil.

El capitán Bonner zigzagueó para evitar que lo alcanzasen los disparos. Woody se alegró de que lo hiciese, pero la maniobra tuvo un efecto indeseado en los hombres. Todos empezaron a marearse, incluido Woody. Patrick Timothy fue el primero que no pudo soportarlo, y vomitó en el suelo. El hedor hizo que los demás se sintieran peor. Pete el Artero fue el siguiente en vomitar, y tras él lo hicieron varios hombres a la vez. Se habían hartado de ternera y helado, y ahora lo estaban arrojando todo. La hediondez era insoportable y el suelo quedó asquerosamente resbaladizo.

La trayectoria se tornó más estable una vez que hubieron dejado atrás las islas. Al cabo de pocos minutos, divisaron la costa francesa. El avión se ladeó y giró a la izquierda. El copiloto se levantó del asiento y habló al oído al sargento Defoe, y este se dio la vuelta y mostró a los hombres las dos manos con los dedos extendidos. Faltaban diez minutos para saltar.

El avión aminoró la velocidad de 250 km/h a los aproximadamente 160 recomendados para saltar en paracaídas.

De repente, se encontraron en medio de un banco de niebla. Era tan denso que ocultaba la luz azul del extremo de las alas. A Woody se le aceleró el corazón. Era una situación muy peligrosa para un grupo de aviones que volaban tan cerca los unos de los otros. Menuda tragedia supondría morir en un accidente aeronáutico, ni siquiera en combate. Sin embargo, Bonner solo podía mantener la trayectoria recta y no perder la esperanza. Cualquier cambio de dirección provocaría una colisión segura.

El avión salió del banco de niebla con tanta rapidez como había entrado en él. A ambos lados, el resto de la flota seguía manteniendo la formación de modo milagroso.

Casi de inmediato estalló el fuego antiaéreo, las mortales explosiones se sucedían en los espacios cerrados. En tales circunstancias, Woody sabía que las órdenes del piloto consistirían en mantener la velocidad y volar directamente hacia el objetivo. Pero Bonner desafió las órdenes y rompió la formación. El zumbido de los aviones aumentó hasta convertirse en un rugido de los motores a toda máquina. La nave empezó a zigzaguear otra vez. El morro del avión descendió para tratar de adquirir mayor velocidad. Woody miró por la ventanilla y vio que muchos otros pilotos estaban actuando con igual indisciplina. No podían controlar el impulso de salvar la vida.

Se encendió la luz roja de la puerta: faltaban cuatro minutos.

Woody estaba seguro de que la tripulación había encendido la luz demasiado pronto, estaban desesperados por librarse de las tropas y correr a salvar el pellejo. Sin embargo, eran ellos quienes disponían de la carta de navegación, así que no servía de nada discutir.

Se puso en pie.

—¡Levantaos y enganchaos! —gritó.

La mayoría de los hombres no podían oírlo pero sabían lo que estaba diciendo. Todos se pusieron en pie y engancharon el cabo fijo al cable situado sobre sus cabezas, para que no pudieran caer de modo accidental. La portezuela se abrió y un viento aullador penetró por ella. El avión se desplazaba a demasiada velocidad. Un salto en esas condiciones resultaba desagradable, pero ese no era el principal problema. Aterrizarían en puntos muy separados, y Woody tardaría mucho más tiempo en reunir a sus hombres. Alcanzarían el objetivo más tarde de lo previsto y empezarían la misión con retraso. Maldijo a Bonner.

El piloto continuó ladeándose hacia un lado y hacia el otro, esquivando el fuego antiaéreo. A los hombres les costaba mantener los pies en el suelo resbaladizo por los vómitos.

Woody se asomó a la portezuela. Bonner había empezado a descender mientras trataba de aumentar la velocidad y ahora el avión volaba a unos quinientos pies; demasiado bajo. Tal vez no tuvieran tiempo de abrir el paracaídas del todo antes de llegar al suelo. Vaciló, luego hizo una seña al sargento para que se acercase.

Defoe se plantó a su lado y miró abajo, luego sacudió la cabeza.

—Si saltamos desde esta altura, la mitad de los hombres se romperán los tobillos —gritó con la boca pegada al oído de Woody—. Y los de los bazukas se matarán.

Woody tomó una decisión.

—Asegúrese de que no salte nadie —gritó a Defoe.

Entonces se desenganchó del cable y, abriéndose paso entre las dos hileras de hombres, avanzó hasta la cabina de mandos. La ocupaban tres tripulantes.

—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó a voz en cuello.

—¡Vuelva atrás y salte! —gritó Bonner a su vez.

—¡Nadie va a saltar desde esta altura! —Woody se inclinó y señaló el altímetro, que indicaba cuatrocientos ochenta pies—. ¡Es un suicidio!

—Salga de la cabina de mandos, teniente. Es una orden.

Woody debía obedecer a su superior, pero decidió dejar clara su postura.

—No, a menos que ganemos altitud.

—¡Dejaremos atrás el objetivo si no saltan ahora mismo!

Woody perdió la paciencia.

—¡Pues salta tú, cabrón! ¡Salta tú!

Bonner parecía furioso, pero Woody no se movió. Sabía que el piloto no estaría dispuesto a regresar con todos a bordo del avión porque tendría que afrontar una investigación para averiguar qué había salido mal, y Bonner ya había desobedecido demasiadas órdenes esa noche. Entre reniegos, tiró de la palanca de maniobra. El morro del avión volvió a elevarse de inmediato, y el aparato ganó altura y perdió velocidad.

—¿Satisfecho? —gruñó Bonner.

—No, joder. —Woody no pensaba volver atrás y dar tiempo a que Bonner cambiase la trayectoria—. Saltamos a mil pies.

Bonner aumentó la velocidad al máximo. Woody no apartaba los ojos del altímetro.

Cuando llegó a mil pies, se dirigió a la parte trasera del avión. Se abrió paso entre los hombres, llegó a la portezuela, se asomó, hizo el consabido gesto de aprobación levantando los pulgares y saltó.

El paracaídas se abrió de inmediato. Descendió con rapidez mientras la vela se desplegaba, hasta que esta frenó su caída. Al cabo de unos segundos se encontró en el agua. Durante una fracción de segundo, lo invadió el pánico; temía que el cobarde de Bonner los hubiera hecho lanzarse al mar. Entonces sus pies toparon con algo sólido, por lo menos mullido, y comprendió que había caído en un terreno inundado.

La seda del paracaídas lo envolvió. Luchó por librarse de sus pliegues y se desabrochó el arnés.

Se encontraba de pie en medio metro de agua y miró alrededor. O bien estaba en un terreno pantanoso o, lo más probable, en un campo inundado por los alemanes para impedir la invasión por parte de las fuerzas enemigas. No vio a nadie, ni amigo ni enemigo, ni tampoco ningún animal; claro que había muy poca luz.

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